domingo, 15 de febrero de 2009

El Levítico

Ni me di cuenta. Me enteré ocho meses después que había muerto. Me causó cierta pena pues la había conocido a través de sus obras. A ella, a Sir Edmund Leach y a Claude Lévi-Strauss les debía sus aportes en esos años en que se elegía la escuela antropológica a seguir. Al menos, cuando Leach feneció, un puñado de estructuralistas le organizamos en 1991 un homenaje In memoriam y a Lévi-Strauss le seguimos admirando su obra y vitalidad, a pesar de que el año pasado cumplió 100 años de edad. En mayo del 2007 falleció Mary Douglas, una antropóloga inglesa que permitió entender, a través del simbolismo, los secretos bíblicos, el Levítico, específicamente.

Hay situaciones en el campo que no siempre tienen una rápida explicación. Se necesita tener mucha información de detalle para poder entender códigos y mensajes. En cierta teoría y metodología se utiliza lo que llamamos la contigüidad y secuencia, el orden que llevan la metáfora y la metonimia para entender algunos significados ocultos.

Cuando se observa que los mayas integran una pequeña porción de pollo a su ritual chirmole, hecho a base de puerco y de chile quemado, se tiene la primera explicación de que el puerco es una animal impuro, que carece de espíritu, y que el ave, que sí lo tiene, permite la sacralización del platillo y su ingesta en la fiesta, el matrimonio o en el día de muertos. Ellos tienen perfectamente clasificados los alimentos y sus propiedades, que no son físicas únicamente.

Lo mismo me sucedía de niño, recordaba. En aquella costa brava teníamos prohibido comer las patas de las gallinas o de los pollos. Aunque aquí no se trataba de lo puro y lo impuro en un contexto religioso, los mayores nos explicaban el por qué no debíamos comerlas: se nos educaba para ser valientes, poder responder a cualquier situación violenta y ello se asociaba con lo rojo, con la sangre. Así que necesitábamos comer alimentos que nos dieran valor. Y las patitas aquellas eran amarillas, el color que metonímicamente se relaciona con el miedo. También clasificábamos los alimentos.

Las normas dietéticas de cada cultura siempre son un interesante ejercicio a registrar. No solamente indica qué se debe y qué no comer, sino que también te marca espacio y tiempo.

Lo permitido y no permitido, lo puro e impuro, son parte de las creencias que tienen un orden simbólico. Todas esas formas de pensar, nuestras o de otros, tienen un sentido. Las explicaciones que damos a esas mentalidades no se basan en asuntos de misterio, de mística o de credulidad, son aproximaciones realistas a diferentes formas de vivir y de morir. Se requiere sensibilidad para entender diversas visiones del mundo y el cómo se fabrican esfuerzos para vivir en un grupo social determinado. Que nadie dude de la racionalidad del ritual que efectúa el hmen maya para controlar el clima, pedir que la lluvia caiga sobre el maíz y con ello afirmar entre su grupo el orden de la naturaleza.

Clasificar las cosas no es un sinsentido, cumple un cometido de organización.

Y así también las experiencias se ordenan. Cuando observé la norma dietética maya, inevitablemente me remití a la clasificación judía de los alimentos; para ellos también el cerdo es impuro. Pero sobre todo, a sus explicaciones contenidas en el Levítico.

Cuando se lee detenidamente la Biblia cristiana con ojos ajenos al dogma, sin ánimo de interpretar utopías, pronto se nota que hay dos historias, dos grandes libros: el antiguo y el nuevo testamento. Por el orden de la lectura uno imagina que el antiguo testamento es el más leído, pero en el México de mayoría católica se nota que es la segunda parte la preferida, ahí están sus bases de origen.

A la vez, el antiguo testamento se divide en el Pentateuco, que comprende a los libros Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, y una larga lista de textos de salmistas y profetas. Para los judíos, el Levítico es parte de la Torá.

De todos estos libros, el que mayormente me atrajo fue el Levítico. Algo paradójico era esa preferencia, pues mientras me daba la impresión de que me remitía a un núcleo de la religión, también sospechaba que recibía un trato de indiferencia: parecía que las mejores cosas de la Biblia se le atribuyen a otros libros.

Este libro habla de leyes culturales, que tienen que ver con los sacrificios y sus rituales; sobre la consagración del sacerdocio –recuérdese que el nombre del libro proviene, por estar dedicado a los levitas, a los rabinos de entonces que pertenecían a la tribu de los Levi; el Levítico es como un manual para ellos-; sobre la pureza en los animales, de los alimentos, de ciertas enfermedades, del matrimonio y de la santificación de las fiestas.

Estoy completamente de acuerdo con Mary Douglas cuando ella encuentra en el Levítico características como que en él “se revela una religión moderna, que legisla a favor de la justicia entre las personas, entre Dios y su pueblo y entre el pueblo y los animales”.

Para la autora de Los lele de Kasai, Pureza y peligro, Símbolos naturales y El Levítico como literatura, en el libro en referencia “sale a la superficie una clara sensación de alianza con Dios, no bajo la forma de un tratado, sino más bien en tanto principio de una relación feudal: de los vasallos que dan ofrendas a su Señor”. Pero también se observa la vulnerabilidad de los seres vivos, su debilidad, su maligna tendencia a oprimirse unos a otros, el afán predatorio de los humanos, la alianza con Dios y su protección a cambio de obediencia.

En el Levítico no sólo se intuye esa relación del hombre y Dios, se encuentra también un paralelismo con el Deuteronomio cuando clasifican los animales. En el primero dice: “de entre todos los animales terrestres podréis comer cualquiera animal de pezuña partida en dos mitades y que rumie” y en el segundo dice: “esto son los animales que podréis comer: buey, carnero, cabra, ciervo…”. Ambos coinciden que no se puede comer la liebre, pues aunque rumia, no tiene la pezuña hendida: es impura. Al cerdo no le dan ninguna posibilidad pues, aunque tiene la pezuña partida, no rumia; no se puede comer por impuro y ni siquiera su cadáver se puede tocar.

Ordenar y clasificar a los animales cuadrúpedos en rumiantes y no rumiantes, de pezuña hendida y no, animales de manada o rebaños, de cascos enteros, de garras, que se arrastran…, peces sin escamas, etc., es toda una taxonomía de lo puro y lo impuro.

“… entre las aves, tendréis por inmundas, y no podrán comer por ser abominables: el águila, el buitre, el halcón…, los cuervos, el avestruz, la gaviota, el cisne, el pelícano, la garza en todas sus especies…”, así lo dice el Levítico. El pollito y la gallina si son puros. Entonces, ¿los mayas leyeron el Levítico o simplemente se confirma una coincidencia entre culturas diferentes?.

La lectura de los trabajos de Mary Douglas permite agilizar la comprensión de textos sagrados. Pero también sería inimaginable entender signos y significados, que se encuentran aparentemente dispersos e inconexos en las culturas, sin la previa explicación de los códigos, que no siempre están abiertos para todos.

domingo, 1 de febrero de 2009

El chicle II

Tzictli le llaman los nahuas, sikte’ los mayas, chewing gum los anglos y chicle los mexicanos que hablamos el castellano. El uso de la masticable resina que es extraída del recio árbol de chicozapote, data de hace varios siglos –tal vez mas allá del milenio-, pero es en el Códice Florentino del siglo XVI donde se encuentra el primer testimonio de su uso entre los pueblos originarios de América.

Sin embargo, ya como un producto endulzado e industrializado, el chicle nace el 14 de febrero de 1871 y la patente número 111,798 se le entrega al inventor Thomas Adams, quien llamó a su primer producto comercial Black Jack, el viejo pariente de los Clorets.

En Quintana Roo y Campeche aún es posible conocer el chicle en su forma primigenia: como látex del Manilkara zapota. Según datos del Plan Piloto Forestal, dentro de un millón y medio de hectáreas de selva se puede contabilizar en un 20 % la presencia de ese árbol, del que también se aprovecha la madera y el fruto.

No se tiene información de cómo se extraía el chicle en los tiempos prehispánicos, no se tienen datos de las técnicas empleadas, ni tampoco como se organizaba el hombre para ese trabajo. Al menos, la generación de mayas que habitaban la selva oriental de Yucatán en buena parte del siglo XIX no se ocupaban mucho de ello, su preocupación era la guerra. Pero a raíz de las primeras concesiones forestales otorgadas por Porfirio Díaz, llegaron trabajadores de la región de Tuxpan, Veracruz, quienes ya tenían experiencia en la extracción comercial de la resina. Además de casarse con las mujeres mayas, la tradición oral dice que fueron los tuxpeños quienes enseñaron las novedosas técnicas chicleras a los mayas, los cuales, a la postre, abandonaron el Winchester y le dieron nuevo uso a los machetes.

A los miles de hombres que se trepaban a los árboles en las tres primeras décadas del siglo XX para extraer su savia y malvenderla a los intermediarios, se les propuso la organización laboral bajo la forma de cooperativas. A Rafael Melgar, gobernante entre 1935-1940 del Territorio Federal de Quintana Roo, se le otorga el mérito de la creación y consolidación de las cooperativas chicleras a través de una Federación. Fueron buenos años en los volúmenes de producción.

Pero la historia del chicle en el siglo XX no fue siempre un buen cuento de las selvas tropicales, estilo Horacio Quiroga: “Se tornó compleja. Estuvo íntimamente ligada a grandes capitales extranjeros, emigraciones, endeudamientos, intermediarios y, por lo tanto, tuvo importantísimas consecuencias políticas, sociales, ecológicas y económicas en la región”, señala Manuel Aldrete, Director Ejecutivo del Consorcio Chiclero, S.C.

“La historia demuestra que los chicleros no pueden ser vistos como cualquier hombre del campo; el chiclero tiene una sinergia con la naturaleza, la enfrenta y a la vez convive en armonía con ella, se siente orgulloso de ello. Cuando las compañías extranjeras detentaban la concesión de estos bosques, a los campesinos se les contrataba como jornaleros, tanto para el corte de madera como para la extracción del chicle, y se les pagaba sueldos ínfimos. Estas compañías no se preocupaban por la conservación de la selva, nunca plantaron un árbol ni respetaron el tiempo de descanso que requiere el chicozapote para extraerle látex. Herman Konrad, investigador canadiense que durante varias décadas ha estudiado la historia de la región, calcula que en esta época, en el estado de Campeche, el 20% de los árboles no lograba recuperarse y entre 1929 y 1930 desaparecieron hasta un millón de ellos”.

El sociólogo que llegó como parte de aquel equipo humano para desarrollar el Plan Piloto Forestal, también tiene una visión política sobre la relación campesino-gobierno: “Personalmente me ha interesado lo que pasó con la industria durante el sexenio de Lázaro Cárdenas y la gran cantidad de decretos que son interesantes y revolucionarios… y cómo estos se van desdoblando hacia una forma meramente política, de control corporativo. Recuerdo que el 70% de las personas vivía en el campo, políticamente era muy importante tener los controles en el campo”.

Para finales de la década de los 50s, luego del fin de la guerra de Corea, el chicle natural comienza a ser desplazado por los polímeros sintéticos, un derivado más del petróleo. Pero para Aldrete no fue el único factor del colapso: “Hay muchas variables en este asunto, es parte de la política económica de este país, revertir lo rural a lo urbano y expulsar la mano de obra a los Estados Unidos (o a la industria turística). Además, me sumo a la idea de que las reglas de operación que se han diseñado para el campo se han elaborado a partir de la desconfianza, y no a través del interés de provocar desarrollo”.

Todo indica que al chiclero o al maderero los caminos se le estrechan. “¿Qué ha pasado en los últimos 20 años en las zonas forestales de México? La ley dice que el bosque no se puede parcelar, pero es política de gobierno fraccionar la tierra, entregar la tierra a los mayores de edad, para luego poder entregarla al capital y correr a la mano de obra….”.

Primero fueron trabajadores de los concesionarios, luego cooperativados y ahora, después de la caída de los mercados y el abandono, son socios de una empresa. Tuvieron que pasar por las experiencias del Banco Nacional de Comercio Exterior, el Banrural y el Fidechicle y a principios de los 90s con Impexnal, S. A., la Conasupo del chicle. Con la desconcentración de las paraestatales en tiempos de Carlos Salinas, los productores se quedan sin instrumento comercial: desaparece Impexnal. Aquella Federación de Cooperativas deja de existir. Es cuando, apoyándose en la bandera del Plan Piloto Chiclero, nace el actual Consorcio Chiclero, S. C.

El primer reto del Consorcio es dejar atrás el papel de la Federación que únicamente era el de la producción y al acopio del chicle. “Ahora se trata de comercializar a precios justos y dejar de ver a la resina como una materia prima”: quieren añadir valor agregado con marcas propias, como Chicza -“la primer goma de mascar certificada como orgánica”- y ofrecerlo en los mercados internacionales.

Aunque la estructura social productiva la noto muy disminuida, pues según sus números participan 1,700 chicleros de Quintana Roo y Campeche, como empresa se le ve muy formal: una asamblea general, un consejo de administración, un comité técnico, su estructura operativa, el plan de negocios… Cuesta trabajo asimilar el brinco cualitativo que significa pasar de decenas de cooperativas a una empresa: de campesino a empresario.

Manuel Aldrete está convencido que podrán lograrlo. Esperaremos saber que su manejo de inventarios, su promoción en mercados “verdes”, su maquila de productos confitados y terminados y la asistencia técnica fueron suficientes para poder arrebatarle un pedazo de mercado a la poderosa Wrigley y Warner Lambert Co., y competir con la nipona Lothe y la coreana Hai Tay.

Esperemos también que no se presenten fenómenos metereológicos como el Dean o que la actual crisis mundial no eche por tierra toda la proyección, pues el chicle es parte de la historia y la economía de estas selvas, donde la sustentabilidad ha probado que puede dejar de ser un simple concepto.