lunes, 21 de enero de 2008

El lenguaje perdido

Su bisabuelo, John Carmichael, vió aquellas tierras llanas y valorando sus condiciones decidió fundar un rancho que luego se transformó en el pueblo de Corozal, Belice. Después de largas jornadas de fomentar sus acres, un día el espigado John hizo uno de esos repetidos viajes a Inglaterra que duraban hasta seis meses y ya no volvió: murió donde había nacido.

La muerte del súbdito de la Reina Victoria dejó en la orfandad a varios hijos, algunos producto del matrimonio y otros resultados de esos calores que solamente se conocen en el Caribe. Jesús Carmichael Quijano fue hijo bastardo de John y sin ninguna herencia obtenida tuvo el mérito de ser nombrado por el gobierno de Porfirio Díaz, con documento lacrado y listón rojo, como “carpintero de segunda” para el pontón Chetumal. Fue un eficiente trabajador bajo el mando de otro fundador: Tomás Othón Pompeyo Blanco Núñez de Cáceres, el artífice de la hoy capital de Quintana Roo.

Aquel carpintero que se encargaba de mantener a flote la barcaza, procreó a Jesús y a Maura Carmichael Martínez. Jesús fue un hombre que utilizó la brocha y la pintura para anunciar con sus rótulos a los primeros establecimientos de un nostálgico pueblo de casas de madera. El rotulista fue padre de Edita y de un varón que, sin saberlo, le heredó la habilidad de tomar con finura los pinceles para aplicarle forma y color a la historia de un nuevo estado; él se llama Vital Jesús Carmichael Jiménez, mejor conocido como Elio.

Hasta los veintidós años de edad, el joven Elio creció y se educó en Chetumal. Me imagino una niñez y una adolescencia sin mayores sobresaltos, ritmo propio de un somnoliento pueblo que solamente se comunicaba al exterior por el mar y por aire. Sin embargo, las fuertes sacudidas del huracán Janet dejaron sin techo y trabajo a muchos pobladores. Los tiempos se tornaron difíciles y ello obligó a que Elio y su familia emigraran a la Ciudad de México “con el anhelo de aprender algo más”. Se fueron a buscar nueva vida aquel día en que Pedro Infante murió.

La benevolencia de un empresario chetumaleño de origen libanés que radicaba en la capital, permitió a la familia tener trabajo por muchos años. Elio se desempeñó como dibujante técnico, haciendo los dibujos de los implementos de aquella industria de sistemas para equipos a vapor. En ese trabajo tuvo una relación intima con una máquina offset, su primer vínculo con la litografía, “ya que ambas se manejan bajo el mismo principio”.

Ingresó a la Escuela Libre de Dibujo y Pintura de Chapultepec; ahí se relacionó con maestros de la Gráfica Popular que lo estimularon a seguir estudiando lo que ya sabía que le gustaba: el arte.

Su arribo a la Escuela Nacional de Artes Plásticas de San Carlos lo obligo a dejar el trabajo y se dedicó de lleno a cumplir con su carga académica. Pronto vio que los bosquejos en el taller de figura humana se le daban bien, no se “acomodaba a las figuras chicas”. Su maestro Luis Sahagún pronto lo hizo su asistente.

En aquellos tiempos San Carlos estaba dominada por la corriente de la Escuela Mexicana. Pintores como Fernando Castro Pacheco y Luis García Robledo eran los maestros emblemáticos que dictaban la vanguardia.

El buen manejo que tenía Elio Carmichael en el dibujo de la figura humana lo llevaba a pensar en obras de ciertas dimensiones: “me gustaban los grandes espacios”. Aunque también hay que mencionar que la técnica del grabado le apasionaba: “el grabado tiene el fascinante reto de trabajar en forma inversa a lo que se verá al final. En el grabado no hay corrección, no hay marcha atrás”.

Ya con suficientes conocimientos y habilidades aprendidas, Elio imparte cursos en la Sociedad Dante Alighieri y en la galería Proarte; comienza a ganarse el sustento, la obra más difícil de un artista.

Pero la vorágine de la Ciudad de México ya comienza a cansar al artista y su mente recurre a la nostalgia de su origen para compensar la existencia. Era 1978 cuando en la calle se topa con Jesús Martínez Ross, entonces primer gobernante del estado de Quintana Roo. El político lo invita a regresar a Chetumal para que imparta clases de pintura en la recién creada Casa de la Cultura. Elio acepta, pero no hace las maletas con prisa.

Estando en espera del momento oportuno del retorno, el pintor recibe la invitación del gobierno quintanarroense a participar en un concurso para el diseño del moderno escudo del estado. Sin mayor problema lo gana. Ya no regresa al Distrito Federal.

Con ese primer logro, pronto recibe la propuesta de pintar un mural en el flamante edificio del Congreso del Estado. Era la gran oportunidad de hacer una síntesis de la poca conocida historia de Quintana Roo. Aquel extenso muro convexo acogió el proyecto que llamó “Forma, color e historia”. Lo inauguró en 1981 José López Portillo.

Al mismo tiempo que pintaba el mural del Congreso, Elio diseño los escudos de cinco municipios del Estado. Son de su autoría los emblemas de Isla Mujeres, Cozumel, Lázaro Cárdenas, José María Morelos y Othón P. Blanco. “El de Carrillo Puerto lo había hecho el pintor Jorge Corona, el de Solidaridad lo hizo una artista extranjera que no recuerdo su nombre y el de Benito Juárez era el logotipo de un fideicomiso que edificó en Cancún y simplemente lo retomaron”.

Ante la posibilidad de crear nuevos municipios en Quintana Roo, el autor del escudo advierte que éste no debe modificarse: ya no deben agregarse más rayos al sol, pues los existentes representan a los municipios históricos, los primeros que se crearon: “imagínate cuando tengamos quinientos municipios como en Yucatán o en Oaxaca...; además, ¿cómo se va a cuadrar la música y la letra del himno?”.

Elio Carmichael, el pintor que nació en el año en que Payo Obispo se convirtió en Chetumal, ha realizado obras murales en el Fuerte de Bacalar, en la Casa de la Cultura, en el edificio que albergó el Conasida y espera, ya con cierta impaciencia, que algún político firme el convenio para darle continuidad y pueda concluir con el mural del Palacio Municipal que inició durante la administración de Enrique Alonso y que luego a nadie interesó: “te juro que no pienso cobrar lo que cobró el que hizo la Megaescultura”.

El que también participara en la reconstrucción del Teatro al Aire Libre de la escuela Belisario Domínguez, recreando los diseños originales del artista colombiano Rómulo Rozo, comenta que le “gusta la obra de Diego Rivera por su colorido, no tanto el hieratismo de sus formas; me gusta (José Clemente) Orozco por su movimiento y (David Alfaro) Siqueiros por lo grandilocuente que es, aunque es algo pop, algo vacío. Creo que el arte pictórico es un lenguaje perdido, un lenguaje que en su momento fue importante y que a través del tiempo fue sustituido por las palabras. Pero el Hombre debe valorar que es uno de los lenguajes para expresar ciertas cosas que las palabras no pueden decir”.

Una tarde de finales de 1992, la crítica de arte Raquel Rabinovich -mejor conocida como Raquel Tibol-, la especialista en la vida y obra de Diego Rivera y Frida Kahlo, tomaba un thé en la casa. En la plática que giraba en torno a los trabajos presentados en una reciente bienal de arte, recuerdo dos cosas: observaba con interés a mi hijo Carlos: “me gusta para mi nieta, deberían conocerse”, y también tengo fresco en la memoria el comentario que hizo de la obra de Elio: “es un buen muralista. Tiene una buena técnica. Me admira cómo pudo resolver ese problema de perspectiva que le presentaba ese muro. Desde cualquier ángulo de observación las figuras no se distorsionan. Es bueno, muy bueno”.

Viniendo ese comentario de una de las mejores y más despiadadas críticas de arte, la obra de Elio debería valorarse más. No creo que haciéndole discursos, sino entendiendo que el arte es esencial para la vida de un pueblo que quiere trascender. Así lo entiende un pintor que, en este caso, dejó que tres generaciones se comieran lo flemático de su origen para dar paso a la atrevida aplicación y enseñanza de la historia a todo color, sin palabras.

domingo, 13 de enero de 2008

La fiesta

A ella le confesé que no sabía bailar, pero le prometí que para este año que inicia tomaría un curso para no dejarla con las ganas. Tengo la terrible sospecha de que mi sensibilidad no tiene el mismo ritmo de mi pretendida racionalidad. Es paradójico: me divierto, pero no participo en esos eventos. Y lo peor de todo, me he interesado tanto en la fiesta que hasta una hipótesis elaboré de ella.

En ocasiones creo encontrar la diferencia y la justificación: la fiesta que me interesa es la ritualizada y la fiesta que me divierte es donde participan mis amigos, que festejan cualquier cosa ante el mínimo pretexto. Me ocuparé de la primera, de la fiesta que no festeja cumpleaños, ni años nuevos, sino de de aquélla que es atemporal, que viene de lejos y que nutre a muchas sociedades.

Todo comenzó con la inquietud de revisar ciertos temas. En esa tarea observé que el juego, la locura, el tiempo, la muerte y la fiesta fueron poco atendidos por los llamados modelos teóricos de simplicidad organizada, ya que pronto llegó su abandono y se dio la predilección a estudios con enfoques novedosos. Un ejemplo de cómo andan esos enfoques es que ahora la cultura es trabajada como texto, aunque se “disperse” la autoría y se entre en la valoración del Otro y de la Diferencia.

La fiesta, como objeto de estudio, fue durante mucho tiempo coto de los folkloristas -los primeros etnólogos de principios del siglo XX- y de su descriptivo desmenuzamiento etnográfico. En esos trabajos había un aislamiento de toda interpretación y se la presentaba como relevancia curiosa y exótica de las sociedades. Se describía lo llamativo de las máscaras, los giros coreográficos a que obligaba la música o el espacio ritual de la presentación, era todo. A esta forma de ver las cosas agradecían las viejas organizaciones de ballet folklóricos que tomaban lo más sencillo para resaltar la identidad de un grupo.

Esa cuarentena teórica impidió que se precisaran sus confines, su naturaleza fenomenológica y su posible significado. No había ningún interés por confirmar cualquier tímida intuición.

Aquel folklorismo no trabajó para atender a la fiesta-esencia, ni la memoria de ella, es decir, su simbolismo. Mucho menos el carácter “a-estructural” y contestatario que se da en las culturas populares y que de cierta forma la antropología mexicana de Guillermo Bonfil intuyó y dibujó.

Esta forma de ver a la fiesta parte del conocimiento de una sociedad compleja como la mexicana, que comprende, por definición, una diversidad de culturas locales que tienden hacia direcciones opuestas. Por un lado se acentúan los particularismos que reproducen la identidad de los grupos subalternos; por otro, la ideología de los sectores dominantes no sólo tiende a buscar la uniformidad en “proyectos sustitutivos” como le llamaba Bonfil Batalla, sino a condenar las experiencias que contradicen sus postulados de vida y a negar las diferencias que no comprende intelectualmente.

Un conocimiento riguroso, detallado y lúcido, de los grupos populares, así como sus comunidades, puede ser el fundamento necesario de una actitud entre nuestras culturas, pues cada una de ellas constituye un patrimonio y ninguna por sí sola dispone de fórmulas aplicables al conjunto. No hay necesidad de poner a competir en el tablado el jarabe de La negra con la jarana Olan de China; no se confundan.

Hablar de lo simbólico de la fiesta, se hace contextualizándola en lo cultural y por tanto en lo social. De ahí que la provocación de que la fiesta es “aestructural” y contestataria tiene validez; que se entienda esto cuando reconocemos los caracteres que nos marca la sociedad en la productividad, la seriedad, la lógica y la división artificial del tiempo; en lo laboral y en lo festivo. Con la división y la medición de tiempos, la fiesta entra a la institución del calendario; de esta forma, nuestra ideología aplica a la fiesta una función desvirtuada, al asignarle exclusivamente un rol catártico, como técnica de regocijo y domesticación.

El interés por la fiesta ha producido un cuerpo teórico que tiene cimientos en los trabajos de sociólogos y antropólogos como Emilio Durkheim, Marcel Mauss, Roger Caillois, Mircea Eliade, Georges Bataille, Jean Duvignaud, René Girad y hasta el filósofo Federico Nietzsche. Cada uno de ellos colocó un ladrillo en ese muro.

Para mayor detalle, este cuerpo teórico tiene dos vertientes, dos partes que la hacen, por un lado reconfortadora y organizadora de las instituciones, y por la otra es un “argumento” que sugiere una desposesión de los papeles sociales y acaba en un estado de indeterminación (trance) que provoca la disolución momentánea de la vida social organizada.

Nada más daré un ejemplo de cada enfoque para que se vea que son dos ojos que miran el mismo fenómeno. Marcel Mauss dice por allí: “En el curso de algunas manifestaciones colectivas, que acaparan la vida completa del grupo, el sistema del don que se establece en comunidades diferentes se exalta en un delirio de consumo y de derroche, el potlach. El maná se revela en esa fiesta de intercambio que a veces altera el orden común. Fenómeno total social, el potlach es el núcleo generador de la economía, del derecho, de la estética y de la vida psicológica: a partir de esos momentos de efervescencia se organizan las instituciones”. ¿No les recuerda algo de esto cuando se ha asistido a la fiesta patronal de Xcacal Guardia, con los antieconómicos mayas?

Roger Callois ha dicho que la fiesta escomo un desliz, una “trasgresión sagrada” que nace de la cotidianeidad profana. La fiesta es un exceso que sirve de “remedio del desgaste”, del agotamiento, del envejecimiento de la sociedad. La fiesta es, pues, elemento profano que al apelar a lo sagrado para vigorizar el orden social se sacraliza.

De la otra vertiente teórica, cito a Jean Duvignaud: “El discurso, como texto práctico o rito regulado por la repetición, no existe en la fiesta. Este siempre es fisurado por la constante de buscar una nueva figura, de organizar una vida común. Este principio de reorganizar la vida social de la fiesta tiene dos tiempos que son parte de una misma escena: el trance y la posesión.

El primero, el trance, es “la disolución de uno mismo, sin reconstrucción de una personalidad artificial y mística, es una situación `aestructural´ que nos lleva al estado que nos encontrábamos antes de la “llegada al mundo”. La fiesta propicia –a través del trance- que el yo pueda ser destruido. ¿Se imaginan un verdadero carnaval que durara más allá de los tiempos que impone un calendario oficial? Ninguna ley, ni sotana, podría con esa fiesta.

El “argumento“ del trance propicia la disolución momentánea de la vida social organizada. “El trance es una forma de desestructuración de los modelos culturales que permite a un individuo despojarse momentáneamente de una individualidad adquirida, integrando a su cuerpo conductas y comportamientos considerados “anormales”. El trance descompone un consensus social.

¿Se observa ahora el por qué no puedo bailar a pesar de que Carmen o Renée me hacen la insinuante invitación? Mucho mal me han hecho esas lecturas pues solamente un necio o un enfermo piensa en esos momentos que la fiesta es un modelo cultural cuya significación está escondida y forma parte de un saber críptico al que hay que acceder.

Soy un hombre aburrido, ya lo saben ahora. Pero ustedes traten, intenten, entrar en trance en esta fiesta-carnaval que ya se anuncia; no busquen un modelo intuitivo, ni traten de explicarse nada: se pueden quedar paralizados, sin bailar.

domingo, 6 de enero de 2008

La violencia

Pudo haber quedado atrás sin mayor problema, pero dejó una marca para que no lo olvide. Se fue el 2007 y al final me causó enojo, indignación e impotencia. Dos amigas, una más cercana que otra, fueron víctimas de la violencia: fueron violadas sexualmente. Resultaron ser un número más de la estadística violenta que ha venido creciendo en el mundo, en el país y en Quintana Roo.

La violencia puede ser callada, simulada o abierta; en ocasiones distante o cercana; pretendidamente justificada o injustificada generalmente, pero siempre está ahí y actúa lastimando a hombres y mujeres. Crece y crece, se acerca y casi nos toca por momentos.

En ocasiones aparece bajo la forma de la guerra, en golpe de mano del terrorismo, en acción libertaria, en acto de gobierno, en un ajuste o respuesta de la delincuencia organizada o también en herida directa al ciudadano, producto del desempleo, del resentimiento, del desequilibrio psicológico, de roles malentendidos y de todo aquello que produce una sociedad desigual. Al final esa fuerza o poder nos deja el trauma, la lesión o la muerte.

Sea de manera colectiva, interpersonal o auto infligida, pero la violencia siempre está presente como meta u objetivo; como resultado de equivocadas políticas socioeconómicas o ahí donde el individuo no logra insertarse en un modo de vida que debe ser exitoso.

Queda claro que ella, la violencia, afecta tanto a comunidades enteras como a individuos. Puede dejar un campo sembrado de cadáveres, un grupo reprimido, una mujer golpeada o el fiambre de un desesperado suicida. En todas esas formas siempre están presentes las relaciones de poder.

En México, la violencia ha tomado nuevos tintes y derroteros que la hacen especialmente particular, sobre todo en los últimos 30 años. Fueron los graduales, pero constantes, cambios sociales y económicos mundiales y nacionales los que permitieron que se acrecentaran la desigualdad, la pobreza, la marginación y la discriminación como el sustrato que arrojó nuevas formas e índices de violencia; ya sea desde la unidad mínima social: la familia, hasta escalas más amplias del tejido social, como son las ciudades.

Y son generalmente las mujeres, los niños y los ancianos los primeros que reciben el impacto de la violencia. Luego sigue el transeúnte, el barrio y toda una ciudad que deje de lado el cuidado y atención a sus diversos sectores.

La violencia en México ha dejado de ser un fenómeno en las ciudades consideradas tradicionales por su presencia. De la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey, la violencia se expandió a ciudades intermedias como Querétaro, Mérida, Culiacán Cancún, Playa del Carmen y a asentamientos fronterizos como Tapachula, Tijuana, Chetumal, Matamoros y especialmente Ciudad Juárez.

Mal se entendería o negación existiría si no se acepta reconocer la presencia de ciertos tipos de violencia que han llegado a nuestras ciudades. Sería un error quedarnos únicamente con la masificación de la violencia que se deja ver en los medios de comunicación, especialmente la referida al narcotráfico. Se ha creado en el imaginario la idea de que el mayor problema de violencia se centra en ese fenómeno, y que todos los esfuerzos gubernamentales y ciudadanos deben centrarse en el ataque a este tipo de violencia. Con esta percepción, muchas otras formas de violencia han quedado minimizadas o sin una adecuada atención.

Ernesto López Portillo, presidente del Instituto para la Seguridad y Democracia, comenta en un trabajo sobre Medios y Seguridad que “en México, el problema de la inseguridad y la violencia no se explica a través de la delincuencia organizada. Se tiene una imagen distorsionada de la realidad. Hay que entender el contexto”, y agrega: “lo que está pasando tiene dos características: la violencia asociada a la delincuencia organizada, que crea una imagen distorsionada, ya que no es una violencia generalizada contra objetivos indiscriminados, sino entre grupos involucrados en el crimen organizado, y la violencia común, intrafamiliar, esa sí ha crecido, principalmente contra mujeres y niños”.

Si no analizamos y sólo nos conformamos con la construcción de una realidad errónea, no es raro que la violencia doméstica y de género, de sectores poblacionales altamente vulnerables, quede en un segundo plano. Después de todo, la violencia hacia estos grupos no es tan espectacular como la que ejercen los cárteles de la droga y su ataque frontal tampoco es motivo de grandes movilizaciones de las fuerzas de seguridad. Aunque en términos reales, la violencia que genera delitos y homicidios fuera del narcotráfico sea de magnitud mucho mayor.

La violencia hacia los grupos vulnerables, especialmente hacia las mujeres, no son etéreas impresiones. En el año 2003, en su Informe Mundial sobre Violencia y Salud, la Organización Mundial de la Salud, calificó a México como uno de los países más violentos para las mujeres, y señaló el acoso sexual, la violencia familiar, la violencia psicológica y sexual como las principales agresiones a las que se enfrentan las mujeres mexicanas.

Según este informe de la OMS, más de 300 mujeres habían sido asesinadas y mil más se encontraban desaparecidas. La tasa de crímenes había aumentado a 4.7 mujeres muertas por cada 100 mil, según estimaciones extraoficiales. Seguramente los índices en los últimos cuatro años han crecido.

En el reporte presentado en el 2006, la Comisión Especial para dar Seguimiento a los Casos de Feminicidios en el país concluyó que los tres Estados más violentos para las mujeres son Oaxaca, Colima y Quintana Roo, con 75.0%, 71.5% y 70.0% respectivamente. En estos Estados, las mujeres mencionaron haber sufrido cualquier tipo de violencia, sea sexual, económica, física y psicológica

Con base en la realidad y a la acción de grupos organizados se ha logrado cierta sensibilización para realizar algunas reformas y adiciones legales en lo penal y lo civil, pero aún falta buen tramo por trabajar. Es necesario ir entendiendo que el mal se encuentra en casa y que se requieren mayores proyectos y acciones para bajar los índices y los cambios de conducta.

En este sentido, mucha atención debemos darle a la inquietud, al profesionalismo y al trabajo de organizaciones ciudadanas, como el Observatorio para la Violencia de Género en Cancún, que han venido insistiendo en estudios y propuestas que ayudan a entender la problemática.

Mientras los estudios y las propuestas avanzan, mientras las instancias gubernamentales se sensibilizan y actúan, los actos delictivos y la violencia siguen causando estragos en personas como Barbara y Leidy, mis amigas que ahora se despiertan en las noches con llanto y sobresaltos.

Algo debemos y se debe hacer para defender y dar justicia a los agraviados, para proteger a los grupos vulnerables y para evitar que el fenómeno de la violencia crezca en el paraíso.