domingo, 26 de agosto de 2012

Teje sus voces la memoria


Debo mencionar que cuando Agustín Labrada me propuso que armara un texto para  presentar a la sociedad local su obra Teje sus voces la memoria, recordé las insuperables y cautivantes palabras que el narrador y académico cubano Francisco López Sacha le dedicara a esta interesante obra en un auditorio repleto y atento, en la ciudad de Cancún.   

Resultado de la propuesta y el recuerdo, me sentí halagado y al mismo tiempo preocupado, porque nunca podré hablar de literatura como lo hace Sacha.  Pero, sin duda, me pareció una idea afortunada que la obra del asere se presentara aquí, en Chetumal, lugar donde residen escritores destacados y a los cuales la obra hace referencia. 

El autor tiene la agudeza y la perspicacia suficiente para analizar realidades literarias. Trae un escalpelo en la mano este cubano-quintanarroense.  

En la primera parte del libro, llamada Trasfondos, Agustín establece los inicios de lo que es la literatura quintanarroense a partir de la obra de Antonio Leal: Duramar. Es éste el centro, y el margen más lejano lo lleva a la historia de los tiempos de un territorio donde no había entidad y mucho menos identidad literaria como para llamársele quintanarroense.  Y el margen más cercano lo integra un grupo de escritores de verso o prosa que, nacidos aquí o allá, conforman actualmente una literatura quintanarroense.

Iniciando el item llamado Literatura quintanarroense y pasado poético, Labrada puntualiza  la escala que va de la literatura local, a la nacional y finalmente a la universal. Sin atreverse a realizar fastidiosas comparaciones o distinciones entre los escritores, pero sí ejemplificando con la obra de Juan Rulfo, de Jorge Luis Borges o de James Joyce, respecto a cómo la relatividad desaparece cuando el escritor logra abordar temáticas que entrecruzan asuntos que identifica a los seres humanos de cualquier lugar del planeta, de cualquier idioma, ideología o religión. Labrada no coloca ningún podium, pero tiene identificados los asuntos que trabajan nuestros escritores.
   
Aquel lejano margen va más atrás de 1902, antes de un territorio geográfico llamado Quintana Roo. Ahí aparecen los poetas que Martín Ramos rescata en la Diáspora de los letrados, donde destaca Wenceslao Alpuche.  Están también varios escritores de “héroes y relatos”  románticos sobre la Guerra  de  Castas, donde sobresale  Ernesto Morton y su obra Nati Pat: los indios bárbaros de Yucatán y se suman a este periodo cronistas de viajes donde aparecen Stephens, Miller y Sapper.


Aunque el nacido en Olguín ve en esta geografía y en el paisaje humano de aquellos tiempos las condiciones de un set para esos escritores -algo en que coincido-, me parece que cuando realiza el inventario de los escritores e investigadores de la primera mitad del siglo XX mete a todos en un costal de testimonios, de prosa y de fusiones.  Creo que Alfonso Villa Rojas nada tiene en común con el estilo y el tema de la novela de Luis Rosado Vega. Pero esto es pecata minuta ante la buena tarea de que nadie, ningún autor se le escapara y  de realizar una semblanza de cada obra.  Por cierto, al mencionar a Juan de la Cabada y su cuento El santo y a Nelson Reed y La Guerra de Castas de Yucatán, encuentro en estos textos dos buenos ejemplos de lo que puede hacer la ficción sobre bases reales, por un lado, y de la crónica periodística sobre un hecho histórico, por otro lado; ambos son admirables.

Entre más se avanza en la lectura del libro, me fui convenciendo de que era como la construcción de un diagrama de parentesco de la literatura de nuestro solar, donde se pueden identificar los viejos ancestros, los primos cruzados y paralelos y los hermanos mayores y menores.  Cada uno con estilo y temática propia.

En la segunda parte de esta obra que se llama Fabular mundos perdidos.  Agustín, que también es autor del poemario La vasta lejanía, inicia con la metáfora del río para navegar sobre la obra de Héctor Aguilar Camín, uno de los chetumaleños que ha encontrado en la historia oral y en los recuerdos de su ciudad buena parte de su inspiración.  En Todo pasado se volverá ceniza, Labrada se detiene con Por aquí se dan bien los muertos, de Mario Pérez Aguilar; se nota un particular interés crítico en este autor cuando  describe ese texto como un mural y se apoya en León Tolstoi y Gabriel Said para encontrar argumentos que soporten su análisis.

En esta corriente épica y de fabulación, Labrada Aguilera también destaca la obra de Luis Miguel Aguilar, Chetumal Bay Anthology.

El autor de Teje sus voces la memoria, sintetiza todo este capítulo de la siguiente forma:  en estas obras “Chetumal emerge como un tapiz heterogéneo, donde naufragan, viven y se borran héroes protagónicos de acciones tan mágicas como ridículas, en medio de la soledad y la alucinación, con la certeza que todo pasado se volverá ceniza”.

Para finalizar esta parte del libro, Agustín habla de Jorge González Durán y su Memoria de la guerra vieja. Pequeña, modesta, pero interesante obra que leí una tarde en la biblioteca López Mateos de Felipe Carrillo Puerto. Es una mezcla de poema en prosa, de historia novelada y de reportaje histórico de pasajes de la Guerra de Castas.   En este género agrega a Javier Gómez Navarrete y a Miguel Ángel Suárez, quienes han aportado con interesantes recursos al tema histórico del conflicto del siglo XIX. 

La tercera parte del libro, del también autor de la obra periodística Más se perdió en la guerra, inicia analizando, desmenuzando Mujeres de sal, de Elvira Aguilar. Noto una detenida lectura de Agustín, pues le prodiga a la chetumaleña frases como “la autora asume una óptica genérica ante un entorno hostil, desde una perspectiva artística y con recursos expresivos que evaden el enfrentamiento ortodoxo de hombre contra mujer”.  Alaba el manejo de los narradores y le acerca a Michel Butor y al mismísimo Dostoievsky para ejemplificar las cualidades de la autora.

Es evidente que Labrada conoció bien a Jorge Brogno. A él le dedica una de las partes más analíticas de su texto. Le percibo una dedicación al manejo cuentístico, a una prosa semejante o de influencia intencionada del Adolfo Bioy Casares, Marcel Proust y William Shakespeare. Brogno es un afortunado al recibir tales similitudes o contrastantes referencias en sus fantásticas construcciones.

En secuencia, aparece ahora Juan Gamboa.  La señal y otras narraciones es la obra en cuestión, texto que, confieso, no conozco. Son relatos más extraídos de la tradición oral, y que por momentos son cuentos. Por el estilo, -“folklórico yucateco”, según Agustín-, están también los trabajos de Eleuterio Llanes Pasos y de Javier Gómez Navarrete.

Jorge Cocom es ahora de quien se ocupa Labrada Aguilera. Secretos del abuelo merece palabras como ser una obra testimonial, apoyada en el recuerdo y con componentes didácticos, líricos y épicos.  Incluso algo de moralista encuentra el cubano-quintanarroense en la obra de Cocom Pech. Pero ve también frescura, un discurso natural donde el pensamiento místico impera.

La última parte de Teje sus voces la memoria está dedicada con toda justicia a Ramón Iván Suárez Caamal, a Antonio Leal, a Miguel Ángel Meza y a Javier España.   

Encuentra en Ramón una catarsis donde se plasman lados sombríos, con hipérboles precisas y discretos flujos existenciales.  De Baudelaire, Proust y hasta de Nietzche, Agustín toma electos para explicar la obra de Ramón Iván. 

De Antonio Leal, de quien en lo personal admiro sus elementos clásicos y bien tallados, Labrada encuentra parentesco con Ezra Pound y San Juan de la Cruz.   Vivencias eróticas y lecturas literarias donde también converge el pensamiento griego y el enfoque cristiano.

En Miguel Ángel Meza, Agustín ve en su obra una ceñida intimidad, donde irradia una poesía testimonial. En Meza, predominan temas sobre el amor, el paisaje y el placer estético, donde el verso libre manda sobre un sujeto lírico en primera persona.

Al final de Teje sus voces la memoria, aparece la infaltable presencia de Javier España, el poeta de “intenciones universalistas y estructuras ajustadas a un tono y a un lenguaje sumamente tersos”. La suerte cambia la vida es el texto que se toma de España para incluirlo en esta obra de antología revisada, enriquecida por los conocimientos de Agustín y con puntillazos de estilete por momentos.  

El libro da lugar y nombre a cada escritor nacido o allegado a Quintana Roo.  Ahí están todos los nombres: Javier, Elvira, Raúl Arístides Pérez, Rodolfo Novelo, Ever Canul, Ramón, Carlos Hurtado, Miguel Ángel, Carlos Torres, Lilí Conde, Héctor, Luis Miguel, Juan Domingo Argüelles, Alberto Castillo, Alejandra Camposeco, Leonardo y algunos más que se me escapan.  Ahí cada quien ocupa su lugar. Unos, como dice Agustín, ya con eco nacional; otros en proceso formativo y unos cuantos en silencio fecundo. 

El texto de Labrada es algo así -guardando las proporciones debidas-, como aquella obra que Roland Barthes escribió a finales de los años 50s para hacer una historia de la literatura francesa y que llamó El grado cero de la escritura.   Agustín realiza con recursos diferentes lo que el estructuralista francés hizo con especial orden y análisis: revisar y ordenar a través de la historia y las corrientes a la literatura de la Francia.  Me acuerdo bien de ello, porque Roland escribió cuando yo ya hablaba y caminaba, pero no escribía y porque luego lo leí como estructuralista. 

Teje sus voces la memoria.  Un libro pequeño, pero grande en sus intenciones: hablar de los que han escrito en o sobre Quintana Roo.