domingo, 1 de marzo de 2009

El Plan

La casita es chaparrona, de color azul cielo, muros de adobe, techo de tejas y una puerta de parota de dos hojas. El frente de calle es de ocho metros y ésta es una recta empedrada que sube una loma que ya forma parte de las primeras estribaciones de la sierra. Si no fuera por que algo importante sucedió ahí, diría que la casa no tiene ningún garbo, no muestra una gran personalidad. Sólo una placa de bronce fijada en la fachada nos remite a un hecho sucedido hace 155 años.

Para esas fechas ya no caían esas lluvias que nunca terminaban y los ríos y arroyos se podían atravesar sin amarrarse a largas cuerdas. Ya las brechas de roja y pegajosa tierra estaban secas y para llegar a Acapulco las jornadas podían ser tres, a lomo de bestia.

El lugar debió ser el adecuado. Remoto, aislado, de exuberante vegetación y habitado por indios, mulatos, mestizos y algunos blancos que lo único que tenían en común y los unía es que eran liberales. Todos le traían ganas al Presidente de la República.

Un cubano, hijo de españoles, que primero luchó del lado de los realistas durante la Independencia y luego se sumó a los vencedores, llegó a aquel lugar para elaborar un documento donde invitaba a los mexicanos a luchar contra Antonio López de Santa Anna. El texto, breve y perfecto, decía en los “considerandos” que la permanencia en el poder del entonces Presidente era “un amago constante para las libertades públicas, puesto que con el mayor escándalo, bajo su gobierno se han hollado las garantías individuales que se respetan aún en los países menos civilizados”.

El que escribía era Florencio Villarreal, un coronel ilustrado de esos tiempos. Apelaba al celo que se tenía por las libertades para quitarse el yugo del poder absoluto; acusaba a Santa Anna de recargar al pueblo onerosas contribuciones que sólo se empleaban para gastos superfluos y formar fortunas de unos cuantos favoritos; recordaba que el gobernante no conservó la integridad del territorio de la República y que la existencia política de un pueblo no podía cimentarse en el capricho de un solo hombre.

Luego, aquel personaje de cerrada barba que terminó peleando bajo la causa del liberal, pero extranjero, Maximiliano de Habsburgo, redactó los nueve puntos del Plan de Ayutla. Destacaban tres aspectos: se desconocía a Santa Anna como Presidente, se proponía formar una junta para nombrar un Presidente interino y que éste convocara a un Congreso Constituyente para elaborar una nueva Constitución. Al documento se le puso fecha de 1 de marzo de 1854 y lo firmaron jefes y oficiales de batallones de infantería, de cazadores y de granaderos, aunque el grueso de los alzados eran civiles armados con fusiles traídos de Estados Unidos y machetes de fabricación local.

Al Plan pronto se sumó el coronel Ignacio Comonfort, que era el jefe de la aduana de Acapulco, y Juan Nepomuceno Álvarez, un caudillo de la Costa Grande que venía participando en las luchas armadas desde la guerra de Independencia.

Que el patilludo de Juan Álvarez fuera de la otra costa y no de la Costa Chica, creo que a los levantados de Ayutla no les hacía mucha gracia. Los habitantes de ambas costas siempre habían mantenido mutuo recelo, por cosas de mayor valentía o de tener más mujeres. Pero Álvarez era un militar experimentado, era acaudalado, había terminado la educación Primaria y tenía buenos contactos políticos en la Ciudad de México.

Álvarez, de inmediato, es reconocido como jefe del levantamiento. En los primeros combates las tropas de Santa Anna toman ventaja, pero en Acapulco son derrotadas. Mientras el Plan era bien recibido y se tomaban plazas en Michoacán, Guanajuato, México, Nuevo León, Tamaulipas, Colima y Jalisco, quien se hacía llamar Alteza Serenísima trataba de ganar popularidad mostrándose patriota: en septiembre de aquel año, estrenó en la ciudad de México el Himno Nacional.

De poco sirvió que Jaime Nunó y Francisco González le dedicaran a Santa Anna la estrofa IV: “Del guerrero inmortal de Zempoala te defiende la espada terrible, y sostiene su brazo invencible, tu sagrado pendón tricolor…”, pues la rebelión que provocó el Plan de Ayutla era incontenible y ello obligó a que en 1855 su Alteza hiciera sus baúles y tomara rumbo a Colombia. Se fue El quince uñas.

Como era de esperarse, Juan Álvarez llega como Presidente interino de la República apoyado por los masones del Rito Nacional Mexicano. Duró poco tiempo en el poder, escasamente un año, lo suficiente para colocar en plataforma a sus compañeros Benito Juárez, Melchor Ocampo, Ignacio Comonfort y Guillermo Prieto. A Florencio, aquel cubano liberal que elaboró el Plan que lo llevó al poder, nada le otorgó.

Producto de aquel Plan de Ayutla, en febrero de 1857 se hace pública una nueva Constitución. Una Constitución muy moderna que recogía las mejores ideas y normas de aquellos tiempos. Algunos analistas han considerado que aquel avanzado documento tomó por sorpresa a la realidad de aquel México rural acostumbrado a caudillos, caciques, espiritualidades y sin una identidad nacional plenamente fraguada.

Al Congreso constituyente y a Ignacio Comonfort les tocó decretar aquel documento que comenzaba diciendo: “En el nombre de Dios y con la autoridad del pueblo mexicano”, pero que paradójicamente en su artículo 27 decía: “Ninguna corporación civil o eclesiástica, cualquiera que sea su carácter, denominación u objeto, tendrá capacidad legal para adquirir en propiedad o administrar por sí bienes raíces, con la única excepción de los edificios destinados inmediata y directamente al servicio u objeto de la institución”. En realidad esa Constitución abolió el fuero militar y eclesiástico, dos fuerzas que antes del Plan de Ayutla estaban acostumbrados a gobernar con la espada o la conseja.

Aquel Plan tuvo fuertes consecuencias, pues con el tiempo permitió la consolidación de instituciones y terminó con la anarquía y la inestabilidad que dejaron las primeras tres décadas del México independiente. Las pugnas entre liberales y conservadores no terminaron con el Plan ni con la Constitución de 1857, pero dejó ver que el modelo borbónico estaba en crisis y que la aristocracia heredada de la Colonia tenía como competidor a una naciente burguesía ilustrada.

Hoy frente a aquella casita chaparrona de tejas y adobe, desfilan escolares, redoblan los tambores, hay discursos oficiales y el gobernante Zeferino Torreblanca, un hombre de indefinible ideología, seguramente se ha de preguntar qué tan importante fue aquel 1 de marzo de 1854, en ese pueblo de la Costa Chica. Nunca lo sabrá.