martes, 24 de agosto de 2010

El desencanto

Es casual que esta semana haya leído el último libro de José Woldenberg y una entrevista a Héctor Aguilar Camín, hecha por José Luis Martínez. Es coincidente que ambos hablen de manera crítica de la izquierda mexicana. El primero lo hace mostrando algunos episodios en donde esa izquierda tuvo luces y sombras en las cuatro últimas décadas; el segundo, señalando que en el terreno de las ideas, la izquierda no se ha hecho una autocrítica, que comparte los mismos fundamentos nacionalistas revolucionarios que el PRI y que en la práctica resulta ser un “corporativismo de baja calidad” que tiene como proyecto mover al PAN e impedir el regreso del PRI. Uno de los citados se reconoce como liberal, a sabiendas que hoy al liberal se le tacha de derecha; el otro intelectual no lo dice, nadie le pregunta.

El libro El desencanto fue editado por Cal y Arena en el 2009, poco después de las elecciones federales intermedias y reeditado en el 2010. Fue comprado en la XXXII Feria Internacional del Libro de Minería y se quedó haciendo cola cinco meses en el primer nivel del librero.

El texto es de una factura interesante, inteligente, que atrapa. Se toma y en dos días se leen sus 377 páginas. En lo personal, lo que motivó su adictiva lectura fue que varios de esos pasajes eran conocidos a diferente distancia o de interés en su momento.

Nadie que viviera en el DF en los años 70s podía pasar sin saber que sucedía en las universidades y en las calles. Tampoco se desconocía la reforma política de 1977, impulsada por Jesús Reyes Heroles, y la posterior confluencia de organizaciones para formar el primer gran partido de izquierda. A 1500 kilómetros de distancia se sabía del movimiento encabezado por Carlos Imaz, Imanol Ordorika y Antonio Santos, que se opuso a las reformas de Jorge Carpizo, y del nacimiento del PRD y de aquella vertiginosa etapa con Cuauhtémoc Cárdenas. A menos kilómetros, nos enteramos con detalle del levantamiento zapatista y de la violencia política al interior del PRI. Y quién no recuerda la elección presidencial de 2006 y sus resultados.

Ese es uno de los pilares del libro. Woldenberg inventa a Manuel, un fallecido amigo suyo -que bien pudo ser en la vida real Pablo Pascual Moncayo, Manuel Martínez Peláez o el mismo Woldenberg Karakowsky- para narrar, para relatar, una historia de 35 años de la izquierda mexicana. El surgimiento del sindicalismo universitario y de otros sindicatos independientes; la creación en 1981 del Partido Socialista Unificado de México y la campaña de Arnoldo Martínez Verdugo; el movimiento huelguístico del Consejo Estudiantil Universitario en 1987; el surgimiento del PRD en 1989, su primer retroceso electoral en 1991 y su “actitud antigubernamental” que llevó a Adolfo Sánchez Rebolledo, Pablo Pascual Moncayo y a José Woldenberg a renunciar a su militancia; la creación del Instituto Federal Electoral en 1990 y su reconocida labor por la democracia electoral de aquella década; la insurrección del EZLN y la división en la izquierda: los que apoyaban la causa y los que negaban la violencia como vía para acceder al poder y, finalmente, los resultados del PREP en el 2006 y la reacción de la izquierda partidista ante la derrota.

Esa es la ruta y las paradas que tiene Manuel para hablar de los logros y los retrocesos de la izquierda que al final lo llevan a un desencanto.

De manera intercalada, el autor va colocando pequeños ensayos que supuestamente Manuel fue trabajando y reuniendo en su proceso de desesperanza. Se trata de siete científicos, escritores e intelectuales que terminaron abjurando -o suicidándose en el peor de los casos-, de la doctrina de Marx, luego de la experiencia soviética, principalmente.

Arthur Koestler. El novelista húngaro que luchó en la Guerra Civil española, el que escribió su desilusión en la obra El cero y el infinito. En ese libro, según Woldenberg, se ilustra “la forma en la que la Revolución (rusa) devora a sus creadores”. Koestler y su esposa deciden suicidarse en 1983, nos dice el autor, dejándonos la impresión de que fue orillado por el desencanto. Tenía leucemia y Parkinson, es la verdad.

Howard Fast. El militante escritor norteamericano, perseguido por el Macartismo, a quien el Partido le cuestionó su obra El Ciudadano Tom Paine por su tendencia trotskista y que terminó desilusionado luego del informe de Jruschov en el XX Congreso del PCUS.

André Gide. El escritor francés, premio Nobel, autor de Los monederos falsos, del que la iglesia católica prohibió la lectura de sus obras. El que luego de sus viajes a Moscú se deprime por uniformidad intelectual y la “desindividualización”, y al final por el culto a la personalidad de Stalin y la dictadura del Partido.

Ignazio Silone. El fundador del Partido Comunista Italiano, delegado en la Internacional, autor de la novela Fontamara. Después de un viaje a Moscú, rompe con Lenin y Trotsky por “su absoluta incapacidad para discutir lealmente las opciones contrarias a las suyas”. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Silone edita diversas publicaciones con fondos de la CIA, pero eso no dice el libro.

Manuel también ordenó material de George Orwell, de José Revueltas y de Víctor Serge para documentar el desencanto. Aunque no me queda muy clara la inclusión de los dos primeros, pues Orwell no fue conocido como comunista y Revueltas, a pesar de la “visión reaccionaria, existencialista, derrotista, pequeñoburguesa” que en él pudieron ver sus compañeros a través de su obra Los días terrenales, nunca abandonó su militancia partidista. De Serge, el intelectual anarquista, sí es conocida su postura antiestalinista debido a la los privilegios degradantes de la burocracia.

En 1983 circulaba con Martha en su flamante Datsun azul por la avenida Churubusco. Ella venía del antiguo PC. No recuerdo cómo salió el tema, pero le comentaba que me encontraba decepcionado de la Unión Soviética, que no estaba de acuerdo con su burocracia, que nunca había entendido los procesos de Moscú y le argumenté el caso Lysenko, donde no debía mezclarse la ciencia con la política. Ella se orilló, encendió un cigarro, respiró hondo, y mirándome me dijo: “No esperaba eso de ti. Ahora sólo deseo que no resultes un revisionista, un reformista”. “Entonces espero el juicio sumario y el fusilamiento, camarada”, respondí. Me reí ante mi ocurrencia en contraste con el ceño y los labios apretados de mi querida amiga. Así se las gastaba esa izquierda, que ni siquiera era revolucionaria; pero dogmática, eso sí.

El libro El desencanto de José Woldenberg es un relato que por momentos parece un ensayo. Es un buen ejercicio personal por recordar algunos momentos de la izquierda en México, y por ser un esfuerzo memorioso e individual puede resultar parcial y subjetivo, ese es el riesgo. Es, por otro lado, un reconocimiento a los “distintos movimientos que apuntan precisamente al logro de una sociedad más equitativa y democrática…”.

Vale la pena ponerse esas gafas y revisar cómo en todo este tramo se fue pasando de la lucha de clases y la bandera de la desigualdad -que tanto le apasionaba a Martha- a objetivos más tangibles y realistas: el derecho de las mujeres, el derecho de las minorías homosexuales y otros que van cayendo en la canasta de los derechos individuales, junto a la defensa del estado laico, las luchas ambientalistas y del patrimonio cultural. Pero esa parte, esa lectura, falta.

domingo, 8 de agosto de 2010

Shubidubi

No se busque en el Diccionario de la Real Academia el significado de esas palabras, no se encontrará. Es suficiente saber que sus inventores, los de la generación yeyé, le dieron significado. Quería decir algo así como placentero, agradable, mientras ellos liaban o aspiraban un churro de cannabis, en aquella trepidante década donde se mezclaba el rock, la minifalda, el pop art, los Beatles, el Peace and Love y Vietnam.

Además de ser nosotros unos desfasados semánticos, unos provincianos que al principio no entendíamos su música, ni fumábamos mota, no hemos reconocido suficientemente a aquellos jóvenes, a esa generación, que algo hizo por su sociedad. Una sociedad que ahora, 40 años después, discute la constitucionalidad de los matrimonios gay o la legalización de las drogas. Evidentemente, ellos iniciaron la posmodernidad y sus temas.

Aquella actitud abierta y desenfadada de esos jóvenes se vinculaba con una rebelión a la figura paterna o a la gubernamental. Rompieron con cierto conservadurismo, bajaron del pedestal a la autoridad y cuestionaron a los aparatos ideológicos de estado, como les decía Althusser. Para algunos fue Herbert Marcuse, para otros Carlos Marx, y otros tantos tenían a Siddartha Gautama como sus inspiradores. Luego llegó para muchos la represión y para otros la depresión con la muerte de algunos de sus ídolos, como Janis Joplin, Jimi Hendrix y Jim Morrison. Inició la desbandada y un contingente se fue a la militancia política, a la academia; otros se colocaron los audífonos de sus walkman o de sus Ipod, nomás para recordar el paraíso perdido de los años 60s.

No viví esos años, no soy parte de esa generación, pero les agradezco. Sólo así puedo entender ahora una parte de la discusión en torno a la legalización de las drogas. Aún no tengo clara una postura al respecto, pero el tema debe ser ampliamente discutido ante los contundentes 28 mil muertos que arroja la política punitiva en contra del llamado crimen organizado en los últimos cuatro años.

La parte que entiendo es la del fallecido economista Milton Fridman, maestro de los Chicago Boys. El Premio Nobel de Economía en 1972 decía, hace dos décadas, que si se legalizan las drogas el número de homicidios decrecería notablemente, se reduciría el número de reclusos y los criminalizados adictos podrían ser respetables ciudadanos.

Fridman reconocía que la legalización de las drogas podía posibilitar el aumento de personas consumidoras. Con esa acción se destruiría el mercado negro, los precios bajarían y la demanda aumentaría. Pero pedía reservas para llegar a esa conclusión. Advertía, sin ningún argumento terapéutico, que criminalizar las drogas conducía a que las personas pasaran de las dogas blandas a las drogas duras.

El economista prefería argumentar a favor de la libertad del ciudadano, pero del ciudadano consumidor: “se debe reconocer la importancia de los mercados y de la libre elección y soberanía del consumidor y llegar a descubrir el mal que se produce cuando se interfiere en ellos”. Se trata de un asunto de libertad.

Y también le endosa al gobierno la carga moral que significa la prohibición. Para Fridman, el gobierno que prohíba el consumo de drogas debe asumir los costos y la responsabilidad de los muertos que se generan. “Es un problema moral que el gobierno criminalice a la gente… por estar haciendo cosas que no aprobaríamos, pero que no hacen nada que dañe a otros”. Tal vez si el gobierno asumiera plenamente el asunto como de salud pública y no de seguridad pública, su carga moral no se teñiría de rojo, se quedaría atendiendo la prevención y a los adictos.

En conclusión, Milton Fridman -tan recurrido en estos días para argumentar a favor de la legalización de las drogas-, centra su postura que el Estado no tiene derecho a indicarle a los ciudadanos qué hacer y no hacer: son libres de fumar tabaco o de fumar mota. El ciudadano debe ser un responsable consumidor.

Hasta aquí es la parte que entiendo y apoyaría. Si todo se regula –el consumo y la venta- y se atiende como un problema de salud pública, es posible pensar en la legalización del consumo de drogas, advirtiendo que existe el fantasma de que el número de consumidores se dispare incontrolablemente y entonces en un futuro hablaremos de un fracaso.

Existen, por otra parte, argumentos sólidos que hacen pensar que la legalización de las drogas sería un error.

Uno de ellos es el que aporta el doctor Carlos Rodríguez Ajenjo, Secretario Técnico del Consejo Nacional contra las Adicciones. Para él, la adicción a las drogas pasa por el tipo de consumo que tengan las personas y este tiene los componentes o factores de riesgo, que son: el ambiente de la persona, los factores de protección y la presencia de la sustancia. Ante ello me pregunto: ¿cómo puede el adolescente mexicano tomar decisiones sobre las drogas si su información, su educación es pobre? No controlaría la etapa de prueba, ni la de la tolerancia y la adicción sería irremediable. Evidentemente está en desventaja ante la oferta de las drogas.

Rodríguez Ajenjo agrega que atrás de la enfermedad de la adicción existen intereses para preservarla, incrementarla, “intereses muy fuertes, tanto de tipo legal como es el caso del alcohol y el tabaco, e ilegal como es el caso de otro tipo de drogas y esto genera un negocio que no debemos olvidar”.

Otro argumento es el de Efraín Villanueva, directivo estatal en Quintana Roo de los Centros de Integración Juvenil, el cual es totalmente contario a la legalización de las drogas. El sociólogo Villanueva no ignora la situación internacional del tema, donde en 14 estados de la Unión Americana y en España se ha despenalizado el uso de la marihuana para usos médicos. Tampoco desconoce la experiencia emblemática en Holanda, donde esa medida no resolvió “el problema de seguridad, sino que por el contrario, el consumo entre las personas de 18 a 24 años de edad se triplicó entre 1984 y 1996, al pasar del 15 al 44%. Holanda vio incrementar el narcoturismo, así como el consumo de heroína, cocaína y el Sida, por lo que a partir de 2004 reconoció que el consumo de la mariguana no es inocuo ni para los abusadores ni para la comunidad”.

Villanueva está atento y sabe de la postura de los que han pronunciado recientemente a favor de la legalización de las drogas; uno de ellos, el historiador Héctor Aguilar Camín. “Desde una posición liberal, se escuchan argumentos respecto a la libertad de elección del individuo. A ellos les respondemos que las drogas atentan contra la libertad del individuo al producir dependencia”, remata Villanueva Arcos.

Es difícil por el momento tener una postura clara sobre la legalización de las drogas. Evidentemente es un asunto de salud pública que debe seguir siendo analizado y discutido. Saber si el control sobre las drogas es más dañino que los efectos que estas tienen en el individuo y en la sociedad, es el punto. Libertad individual o adicción es la disyuntiva que se presenta.

Qué lejos quedó aquella expresión, cándida tal vez, de shubidubi, del placer, del sentirse bonito. Ahora está presente la preocupación mientras leemos: “Narcobloqueos paralizan la ciudad de Monterrey”, y oprimimos para escuchar Picture yourself in a boat on a river / with tangerine trees and marmalade skies / somebody calls you, you answer quite slowly, / a girl with kaleidoscope eyes / cellophane flowers of yellow and green, / towering over your head / look for the girl with the sun in her eyes, / and she’s gone / Lucy in the sky with diamonds…