domingo, 25 de noviembre de 2012

Recuerda, cuerpo


La niña, de pelo rubio y trenzas, corrió sin darse cuenta que en el piso de la cocina había un charco de agua. Llevaba entre sus brazos una jarra de vidrio. Momentos después, aquel charco era rojo y su manto se había duplicado en dimensión.

El mozo que asistía en aquella casa se llevó las manos al rostro y sus ojos se abrieron desmesuradamente. Lo primero que se le ocurrió fue ponerle el trapo de la cocina en la ya pálida carita de la niña, no se sabe si era para ocultar o para frenar la impresionante hemorragia. Lo que pasó después tiene que ver con uno de los más brillantes médicos que, años después, fue considerado como el padre de la cirugía plástica y para fortuna de aquella chiquilla de manchado vestido blanco, vivía muy cerca de aquella residencia en la colonia Del Valle.

Por ese trágico acontecimiento escuché por primera vez el nombre de Fernando Ortíz Monasterio.

Cincuenta años después, esperando que aquella niña saliera de una consulta médica, recordé aquel accidente. Y fue por la lectura que hacía de un texto de Carlos Fuentes; era como conectar algunos circuitos aislados. No recuerdo el nombre del libro que debe andar perdido en algún entrepaño desordenado. Pero lo que sí tengo presente es que aquella reflexión del autor de Aura, me pareció similar a un recordado artículo titulado La piel, compleja envoltura del homo sapiens, escrito por Ortíz Monasterio en el número 4 de Luna Córnea, en 1994. Me llamó la atención.

El pasado 31 de octubre, por insuficiencia respiratoria, a los 89 años, falleció el médico Fernando Ortíz Monasterio, un icono –decía la nota periodística- de la cirugía plástica y reconstructiva y Doctor Honoris Causa por la UNAM.

Aquel interesante artículo de Ortíz Monasterio me enriqueció la idea de identidad que ya viejas lecturas antropológicas y del psicoanálisis habían aportado. Me refiero a la identidad individual y a sus confines biológicos, no a la posterior imagen reflejada en el espejo.

El texto, cuajado de datos, contenía elementos de la evolución del Hombre, de las dimensiones de nuestra cobertura, de bioquímica y de la estética.

Venimos del mar, no hay que olvidar, de ahí salimos para quedarnos en la tierra. En ese largo proceso adaptativo se convirtió el “ambiente externo, el agua salada –en que se habitaba-, en un medio interno” y para contenerla desarrollamos nuestra envoltura, nuestra cubierta impermeable que contiene nuestros líquidos y órganos: la piel, nuestra frontera personal con el exterior, nuestro límite físico que nos da una primera identidad.

Esa membrana sofisticada, de complicado diseño genético, tiene en un adulto una superficie promedio de 1.8 metros cuadrados. “Su espesor es de dos milímetros, pero alcanza seis o siete en la nuca y las plantas de los pies; se adelgaza hasta medio milímetro en áreas como los párpados”, describe Ortíz Monasterios.

La elasticidad es una de sus principales características y eso nos permite movimientos en diversas partes del cuerpo, incluso en posturas forzadas.

Dos capas la componen. La superficial se conoce como epidermis y la subyacente se le nombra dermis. La primera está compuesta de células que constantemente se renuevan y es donde, a través de las terminales nerviosas, se percibe directamente las condiciones climáticas externas: frío o calor. En la segunda se localiza el colágeno, sustancia que da la elasticidad y que comparte espacio con las glándulas sebáceas, las sudoríparas y las raíces pilosas o del pelo.

La melanina es el elemento que le da la coloración particular a nuestra piel y recibe injustamente la carga discriminatoria en muchas sociedades. ¿Qué culpa tiene la melanina de haberse acumulado de forma particular en nuestras células y que de ello se derive el erróneo concepto de raza?

Algo que explica el Dr. Ortíz Monasterio es lo que la inevitable Ley de Gravedad hace al cuerpo, a pesar de los esfuerzos inútiles de naturaleza narcisista: “La piel es una reserva alimenticia. La grasa subcutánea es una fuente de calorías cuando la ingestión de comida se restringe en la hambruna o en las dietas alimenticias. Es igualmente una fuente productora de alimento puesto que la glándula mamaria es un anexo de la piel”.

La piel es el intermediario directo del sentido del tacto. Sin este sentido, la privación del contacto físico tendría en el individuo una serie de trastornos irreversibles en su conducta. Eso lo saben los torturadores cuando someten al cautivo a un aislamiento de sus sentidos con el mundo externo, lo vuelven un ser inerte y al mismo tiempo con la ansiedad al tope. El ser humano necesita del intercambio de iones negativos y positivos para mantener las sensaciones.

La piel nos protege y nos aísla, es la que “establece nuestros límites de nuestra individualidad…, independientemente de que seamos de la misma raza, del mismo color o de la misma familia”.

Sin ciertas funciones, la piel sería la envoltura biológica, pero el tacto, la caricia, permite la relación con el otro y genera mensajes de todo tipo, como aquel que cita Ortíz Monasterios cuando Edipo clama desesperadamente a Creonte en el momento que ya asume sus culpabilidad incestuosa: “Haz un signo de asentimiento, hombre generoso, tócame con tu mano”.

La piel puede ser también objeto de análisis estético por sus suavidad, textura, color y olor. De esas características se han generado novelas y poemas, no importando que en ella vayan impregnadas secreciones de glándulas en áreas como la axila, los pezones o los genitales. Los olores pueden resultar agradables o desagradables, pero eso lo determina la higiene y los perfumes.

La piel es un tejido que determina y contiene nuestra individualidad pero que también “ha sido objeto de biólogos, químicos, pintores, amantes, fotógrafos y poetas”, menciona el Dr. Fernando Ortíz Monasterio.

La piel fue también el campo donde el médico desarrolló su experiencia en la cirugía plástica. Ignoro si aquella niña, de pelo rubio y trenzas, fue uno de sus primeros casos, pero casi no dejó marca en esa piel y permitió que, con ese trabajo, observáramos con otros ojos nuestra epidermis, esa parte de ese cuerpo que Costantino Cavafis describe así:

Recuerda, cuerpo, cuánto te amaron; / no sólo las camas en las que yaciste, / sino también los deseos / que por tí brillaron en los ojos / y temblaron en las voces, y que hicieron / vanos los obstáculos del destino. / Ahora que pertenecen al pasado, / casi parece como si te hubieras / entregado a esos deseos. / Cómo ardían. / Recuerda los ojos que te vieron, / las voces que temblaron por ti. / Recuerda, cuerpo.

domingo, 26 de agosto de 2012

Teje sus voces la memoria


Debo mencionar que cuando Agustín Labrada me propuso que armara un texto para  presentar a la sociedad local su obra Teje sus voces la memoria, recordé las insuperables y cautivantes palabras que el narrador y académico cubano Francisco López Sacha le dedicara a esta interesante obra en un auditorio repleto y atento, en la ciudad de Cancún.   

Resultado de la propuesta y el recuerdo, me sentí halagado y al mismo tiempo preocupado, porque nunca podré hablar de literatura como lo hace Sacha.  Pero, sin duda, me pareció una idea afortunada que la obra del asere se presentara aquí, en Chetumal, lugar donde residen escritores destacados y a los cuales la obra hace referencia. 

El autor tiene la agudeza y la perspicacia suficiente para analizar realidades literarias. Trae un escalpelo en la mano este cubano-quintanarroense.  

En la primera parte del libro, llamada Trasfondos, Agustín establece los inicios de lo que es la literatura quintanarroense a partir de la obra de Antonio Leal: Duramar. Es éste el centro, y el margen más lejano lo lleva a la historia de los tiempos de un territorio donde no había entidad y mucho menos identidad literaria como para llamársele quintanarroense.  Y el margen más cercano lo integra un grupo de escritores de verso o prosa que, nacidos aquí o allá, conforman actualmente una literatura quintanarroense.

Iniciando el item llamado Literatura quintanarroense y pasado poético, Labrada puntualiza  la escala que va de la literatura local, a la nacional y finalmente a la universal. Sin atreverse a realizar fastidiosas comparaciones o distinciones entre los escritores, pero sí ejemplificando con la obra de Juan Rulfo, de Jorge Luis Borges o de James Joyce, respecto a cómo la relatividad desaparece cuando el escritor logra abordar temáticas que entrecruzan asuntos que identifica a los seres humanos de cualquier lugar del planeta, de cualquier idioma, ideología o religión. Labrada no coloca ningún podium, pero tiene identificados los asuntos que trabajan nuestros escritores.
   
Aquel lejano margen va más atrás de 1902, antes de un territorio geográfico llamado Quintana Roo. Ahí aparecen los poetas que Martín Ramos rescata en la Diáspora de los letrados, donde destaca Wenceslao Alpuche.  Están también varios escritores de “héroes y relatos”  románticos sobre la Guerra  de  Castas, donde sobresale  Ernesto Morton y su obra Nati Pat: los indios bárbaros de Yucatán y se suman a este periodo cronistas de viajes donde aparecen Stephens, Miller y Sapper.


Aunque el nacido en Olguín ve en esta geografía y en el paisaje humano de aquellos tiempos las condiciones de un set para esos escritores -algo en que coincido-, me parece que cuando realiza el inventario de los escritores e investigadores de la primera mitad del siglo XX mete a todos en un costal de testimonios, de prosa y de fusiones.  Creo que Alfonso Villa Rojas nada tiene en común con el estilo y el tema de la novela de Luis Rosado Vega. Pero esto es pecata minuta ante la buena tarea de que nadie, ningún autor se le escapara y  de realizar una semblanza de cada obra.  Por cierto, al mencionar a Juan de la Cabada y su cuento El santo y a Nelson Reed y La Guerra de Castas de Yucatán, encuentro en estos textos dos buenos ejemplos de lo que puede hacer la ficción sobre bases reales, por un lado, y de la crónica periodística sobre un hecho histórico, por otro lado; ambos son admirables.

Entre más se avanza en la lectura del libro, me fui convenciendo de que era como la construcción de un diagrama de parentesco de la literatura de nuestro solar, donde se pueden identificar los viejos ancestros, los primos cruzados y paralelos y los hermanos mayores y menores.  Cada uno con estilo y temática propia.

En la segunda parte de esta obra que se llama Fabular mundos perdidos.  Agustín, que también es autor del poemario La vasta lejanía, inicia con la metáfora del río para navegar sobre la obra de Héctor Aguilar Camín, uno de los chetumaleños que ha encontrado en la historia oral y en los recuerdos de su ciudad buena parte de su inspiración.  En Todo pasado se volverá ceniza, Labrada se detiene con Por aquí se dan bien los muertos, de Mario Pérez Aguilar; se nota un particular interés crítico en este autor cuando  describe ese texto como un mural y se apoya en León Tolstoi y Gabriel Said para encontrar argumentos que soporten su análisis.

En esta corriente épica y de fabulación, Labrada Aguilera también destaca la obra de Luis Miguel Aguilar, Chetumal Bay Anthology.

El autor de Teje sus voces la memoria, sintetiza todo este capítulo de la siguiente forma:  en estas obras “Chetumal emerge como un tapiz heterogéneo, donde naufragan, viven y se borran héroes protagónicos de acciones tan mágicas como ridículas, en medio de la soledad y la alucinación, con la certeza que todo pasado se volverá ceniza”.

Para finalizar esta parte del libro, Agustín habla de Jorge González Durán y su Memoria de la guerra vieja. Pequeña, modesta, pero interesante obra que leí una tarde en la biblioteca López Mateos de Felipe Carrillo Puerto. Es una mezcla de poema en prosa, de historia novelada y de reportaje histórico de pasajes de la Guerra de Castas.   En este género agrega a Javier Gómez Navarrete y a Miguel Ángel Suárez, quienes han aportado con interesantes recursos al tema histórico del conflicto del siglo XIX. 

La tercera parte del libro, del también autor de la obra periodística Más se perdió en la guerra, inicia analizando, desmenuzando Mujeres de sal, de Elvira Aguilar. Noto una detenida lectura de Agustín, pues le prodiga a la chetumaleña frases como “la autora asume una óptica genérica ante un entorno hostil, desde una perspectiva artística y con recursos expresivos que evaden el enfrentamiento ortodoxo de hombre contra mujer”.  Alaba el manejo de los narradores y le acerca a Michel Butor y al mismísimo Dostoievsky para ejemplificar las cualidades de la autora.

Es evidente que Labrada conoció bien a Jorge Brogno. A él le dedica una de las partes más analíticas de su texto. Le percibo una dedicación al manejo cuentístico, a una prosa semejante o de influencia intencionada del Adolfo Bioy Casares, Marcel Proust y William Shakespeare. Brogno es un afortunado al recibir tales similitudes o contrastantes referencias en sus fantásticas construcciones.

En secuencia, aparece ahora Juan Gamboa.  La señal y otras narraciones es la obra en cuestión, texto que, confieso, no conozco. Son relatos más extraídos de la tradición oral, y que por momentos son cuentos. Por el estilo, -“folklórico yucateco”, según Agustín-, están también los trabajos de Eleuterio Llanes Pasos y de Javier Gómez Navarrete.

Jorge Cocom es ahora de quien se ocupa Labrada Aguilera. Secretos del abuelo merece palabras como ser una obra testimonial, apoyada en el recuerdo y con componentes didácticos, líricos y épicos.  Incluso algo de moralista encuentra el cubano-quintanarroense en la obra de Cocom Pech. Pero ve también frescura, un discurso natural donde el pensamiento místico impera.

La última parte de Teje sus voces la memoria está dedicada con toda justicia a Ramón Iván Suárez Caamal, a Antonio Leal, a Miguel Ángel Meza y a Javier España.   

Encuentra en Ramón una catarsis donde se plasman lados sombríos, con hipérboles precisas y discretos flujos existenciales.  De Baudelaire, Proust y hasta de Nietzche, Agustín toma electos para explicar la obra de Ramón Iván. 

De Antonio Leal, de quien en lo personal admiro sus elementos clásicos y bien tallados, Labrada encuentra parentesco con Ezra Pound y San Juan de la Cruz.   Vivencias eróticas y lecturas literarias donde también converge el pensamiento griego y el enfoque cristiano.

En Miguel Ángel Meza, Agustín ve en su obra una ceñida intimidad, donde irradia una poesía testimonial. En Meza, predominan temas sobre el amor, el paisaje y el placer estético, donde el verso libre manda sobre un sujeto lírico en primera persona.

Al final de Teje sus voces la memoria, aparece la infaltable presencia de Javier España, el poeta de “intenciones universalistas y estructuras ajustadas a un tono y a un lenguaje sumamente tersos”. La suerte cambia la vida es el texto que se toma de España para incluirlo en esta obra de antología revisada, enriquecida por los conocimientos de Agustín y con puntillazos de estilete por momentos.  

El libro da lugar y nombre a cada escritor nacido o allegado a Quintana Roo.  Ahí están todos los nombres: Javier, Elvira, Raúl Arístides Pérez, Rodolfo Novelo, Ever Canul, Ramón, Carlos Hurtado, Miguel Ángel, Carlos Torres, Lilí Conde, Héctor, Luis Miguel, Juan Domingo Argüelles, Alberto Castillo, Alejandra Camposeco, Leonardo y algunos más que se me escapan.  Ahí cada quien ocupa su lugar. Unos, como dice Agustín, ya con eco nacional; otros en proceso formativo y unos cuantos en silencio fecundo. 

El texto de Labrada es algo así -guardando las proporciones debidas-, como aquella obra que Roland Barthes escribió a finales de los años 50s para hacer una historia de la literatura francesa y que llamó El grado cero de la escritura.   Agustín realiza con recursos diferentes lo que el estructuralista francés hizo con especial orden y análisis: revisar y ordenar a través de la historia y las corrientes a la literatura de la Francia.  Me acuerdo bien de ello, porque Roland escribió cuando yo ya hablaba y caminaba, pero no escribía y porque luego lo leí como estructuralista. 

Teje sus voces la memoria.  Un libro pequeño, pero grande en sus intenciones: hablar de los que han escrito en o sobre Quintana Roo.

domingo, 3 de junio de 2012

El Juego II

El poliedro de plástico con diversas cavidades para insertar figuras era llamativo. Mi hijo era hábil con su primer juguete educativo de Fisher Price, que no le duró mucho; pronto volvió a su caniquero y a la pelota.  El llamativo accesorio del juego llegó en los mismos días que compré el libro de Robert Jaulin, “Juegos y juguetes”.

Jaulin, un antropólogo estructuralista francés, refiere que antes de los cambios sociales y tecnológicos que parten con la Revolución Industrial, era  común que los juguetes fueran fabricados por los niños y en algunos casos por sus padres. El bricolador mediaba entre el juguete y el juego.  El más fútil de los objetos se convertía en cómplice de aventuras y juegos.  Si bien muchas veces el juego no giraba en torno al juguete, éste era parte imprescindible.

Con  la Revolución Industrial, “la mayoría de los juguetes comienzan a ser producidos en serie. La transformación modifica la función de los padres, los niños o los artesanos de diseñar estos objetos, esta función pasa a ser de la industria dando lugar al nacimiento de la producción contemporánea del juguete”.

Deslumbró la Revolución Industrial. El mundo objetual y sus marcas de fábrica se apoderan del mercado y la tecnología compite con la creatividad.  Ahora será el tren que silbe o la muñeca que llore, gracias a los mecanismos de cuerda o de pilas secas.  Jaulin percibe que el mundo de los adultos y su consumismo hacen presencia en el mundo del juguete.

Se reconfiguran las interacciones en el juego como resultado de las transformaciones sociales y los procesos de privatización.  Pero no sólo privatización en la producción del juguete, sino que también el juego marcadamente se individualiza,  Se modifican o nacen nuevos principios y reglas del juego: Mattel, Barbie, Matchbox, Fisher Price, Sony y Macintosh se encargan de ello.

Además, del impacto de la tecnología sobre el juego, se dan cambios en los contenidos temáticos de los juguetes y en las interacciones sociales.  Jaulin lo explica en su exposición etnotecnológica, “aunque podemos decir que el juguete fue un producto industrial tardío, en el momento en el que la técnica entra a configurar el mundo del juego a través de la fabricación de juguetes, estos objetos se convierten en portadores de significados e intenciones, puesto que son objetos fabricados por los adultos para que los niños jueguen. Esto implica que los juguetes acarrean consigo información ideológica y cultural de las sociedades que los produjeron”.  La creación de estereotipos de belleza o la relación interactiva con la violencia, son dos ejemplos.

“Los juguetes denominados por Jaulin como objeto-signo  -juguetes de factura compleja que se configuran como réplicas exactas de la realidad, objetos completos o terminados a los cuales sólo queda mirarlos, observarlos- y que pueden equipararse con los juguetes que denomina juguetes deslumbrantes -juguetes que buscan deslumbrar a quien los contempla, ahuyentando al niño de ese espectáculo al que difícilmente podríamos llamar juego, dado que el uso del juguete se agota en sí mismo”. Así lo señalan investigadores de la Universidad de Pereira en Colombia.

Tras esa reflexión, se puede interpretar que los juguetes tienen o adquieren una responsabilidad que es propia de los seres humanos: se transforman en un  reemplazo de la socialización.  En palabras de Jaulin, “el juguete pasa a ser un objeto solitario que reemplaza mágicamente la palabra del amigo”.

El juego y los cambios en el juguete tienen repercusiones sociales. Además de la transformación del objeto, las familias se aíslan socialmente y los espacios colectivos, donde anteriormente se practicaba el juego, se reducen.   Sobre todo, en los ambientes urbanos, donde los espacios se transforman en departamentos o condominios.  El juego se delimita espacialmente y las relaciones sociales se cierran.   

El niño queda solo frente a su juguete-objeto: esa es la imagen.  La industria y los adultos le han entregado una representación de la realidad donde otra de las consecuencias es la homogenización de la mirada hacia el exterior.  El juguete se convierte en expresión de la industria más que en expresión propia de una cultura.

Para finalizar esta revisión, está la postura de Jean Duvignaud.  Literato e investigador  francés que cobrara notoriedad antropológica con su obra “El lenguaje perdido”.  El que también hiciera sociología del teatro, maneja una visión un tanto diferente del juego, algo ideologizada.  A través de  “El juego del juego”, nos dice lo siguiente:

“Si a pesar de todo, no nos dejáramos cegar por los mitos del trabajo y de la producción, vemos surgir actitudes, comportamientos y prácticas en sentido opuesto que revisten las formas más diversas y en ocasiones más clandestinas”.  El juego es uno de esos referentes.

El juego borra la trivialidad del sentido común en nuestra sociedad marcada por el sentido de la productividad y la eficiencia.  Va contra esa “costra endurecida” de la vida cotidiana y pondera las actividades “inútiles” o “lúdicas”…  Estas son ventanas de oxígeno para sociedades sobredeterminadas  y “bloqueadas”.   El juego es uno de los pocos espacios que aún permanecen libre de la mentalidad de nuestros tiempos de producción. 

El juego, al igual que la fiesta, resulta ser una de las “pocas brechas de la vida colectiva donde se revela sin excepción que a la vida se le puede dar un sentido de creatividad desprovista de una preocupación funcional”.   A la racionalidad impuesta por un sistema económico, el juego es una tentativa de establecimiento social para absorber, digerir o apropiarse  de lo inaceptable del orden establecido.  Se debe estar, dice el francés, contra la regularidad del tiempo continuo y apostar al azar, a lo imprevisible o el desorden.  El juego es una zona que escapa a la planeación y al orden establecido.

El fenómeno del juego también ha sido abordado por otros especialistas, como Sigmund Freud cuando hace referencia al placer, el cual se obtiene de la representación dramática, ya que el drama es un juego en donde experimentamos una voluptuosidad ambigua.

En lo ontológico, en lo onírico, en lo social, en lo ideológico, el juego tiene una función y un significado. Quien aún lo considere una trivialidad o cosa de niños, estará negando toda su potencialidad cultural, su valor cognitivo o educativo.  Esto, sin embargo, no lo busque en la realidad objetiva, ese no es su reino.  Se le localiza en su ritualidad, en sus manifestaciones y efectos sociales, que pueden resultar de  gran condicionamiento social o de gran desorden subversivo.

domingo, 29 de abril de 2012

El juego

El nacimiento de Carlos y la inquietud por saber qué estaban haciendo los antropólogos franceses del momento sobre el tema, me llevó a leer aquel trabajo de Robert Jaulin, Juegos y juguetes. Después, ya no supe cómo llegué con Johan Huizinga, pero antes, varias paradas tuve que hacer. Así comenzó mi interés por lo lúdico.

Desde su origen, el juego es un hecho social, tanto en su vocabulario, en su ritual y en sus convenciones. Resulta ser su medio donde se presentan ciertas manifestaciones atípicas dentro del mundo racional y su espíritu productivista. El juego, como categoría que refleja parte de la acción de los grupos sociales, constituye un pequeño mundo donde se encuentran, en menor grado y cumpliendo con determinadas funciones, los valores, y en general la estructura sociocultural que los produce.

Podríamos decir que etnográficamente, el juego es el entramado de lo sociocultural, donde se transmiten valores, costumbres, hábitos y formas de socialización, enfatizándose el contexto donde las comunidades lo elaboran, asumen y practican. Cada cultura y cada región poseen un sistema lúdico, compuesto por el conjunto de juegos, juguetes y tradiciones que surgen de la realidad de esa cultura. Cada juego, tradicional está compuesto por "partículas de realidad", en las que es posible develar las estructuras sociales y culturales que subyacen a cada sociedad; por ello no es gratuito que un juego, en diferentes espacios geográficos, tenga letras distintas, significados diferentes.

El fenómeno del juego ha sido analizado desde la tercera década del siglo XX. Fue el holandés Johan Huizinga quien hiciera las primeras reflexiones en su obra Homo ludens. Posteriormente vendrían los franceses Roger Caillois y Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo; Robert Jaulin y El Juego y el juguete y Jean Duvignaud y El juego del juego.

Todos ellos tienen una conceptualización diferente, incluso opuesta en algún caso.

Huizinga, por ejemplo, nos dice que el juego es más viejo que la cultura, pues por mucho que estrechemos el concepto de ésta, presupone siempre una actividad humana, y los animales no han esperado a que el hombre les enseñe a jugar. Los animales juegan, lo mismo que el hombre.

El juego traspasa los límites de la ocupación puramente biológica o física. En el juego entra “en juego” algo que rebasa el instinto inmediato de conservación y que da un sentido de ocupación vital. Todo juego significa algo.

Se cree, dice Huizinga, que se puede definir el origen y la base del juego como la descarga de un exceso de energía y de imitación. También se cree que el juego es una necesidad congénita de poder hacer o efectuar algo. Y otros más consideran el juego como la satisfacción de los deseos que, no pudiendo ser satisfechos en la realidad, se logran a través de la ficción y ello sirve para la formación de la personalidad.

El juego no se puede ignorar, ni negar. Lo abstracto como el derecho, la belleza, la bondad, la verdad…, se puede negar; todo lo serio se puede negar; el juego no. Inconcientemente, el juego no se opone a lo serio, tampoco puede afirmarse que no es lo serio, mucho menos que el juego no es cosa seria. Hay juegos que se juegan con tanta seriedad que la risa no existe.

Pero el juego tiene orden y tensión, estas son sus cualidades y reglas. En cuanto se traspasan las reglas, se deshace el mundo y el juego acaba. Existen grupos o equipos de jugadores, como el de las canicas o el futbol, en donde existe un sentimiento de fraternidad, de hallarse juntos, de separarse de los demás y de sustraerse a las normas generales. El juego, nos dice Huizinga, es una lucha por algo o una representación de algo.

Roger Caillois, uno de los herederos de Emilio Durkheim, amigo de Gastón Bachelard y George Bataille, surrealista y fuerte pilar de la sociología francesa, escribió en Los juegos y lo hombres que el juego es una ocupación separada, cuidadosamente aislada del resto de la existencia y realizada por lo general dentro de los límites precisos de tiempo y espacio. El ajedrez, la chácara, los quemados, las canicas, el futbol… tienen sus espacios: tablero, patio, calle, cancha.

Las leyes confusas y complicadas de la vida ordinaria se sustituyen, en esos espacios y tiempos definidos del juego, por reglas precisas e irrecusables y que es preciso aceptarlas. El que las viola es un tramposo, pues abusa de la lealtad de los otros jugadores.

Sin embargo, hay que señalar que existen juegos sin reglas. Jugar a las muñecas, a policías y ladrones…, requieren de improvisación e imaginación. Aquí, el principal atractivo es representar un papel, un rol, el comportarse como si uno fuese alguien distinto: un desdoblamiento de la personalidad. Aquí la ficción es la regla. Existen entonces juegos reglamentados y juegos ficticios, según Caillois.

El investigador francés analiza que dentro de estos tipos de juegos hay otros tipos, como los de azar, el de la mímica y la interpretación. Si agregamos a ellos los papalotes, el trompo, los acertijos, los crucigramas y los juegos de feria, resulta otra clasificación. Juegos, que a partir de su actividad, pueden ser: libre, separada, incierta, improductiva, reglamentada y ficticia.

Propone una clasificación de los mismos en cuatro categorías, según el elemento que predomine en los mismos: la competencia (canicas, futbol, ajedrez: agón), el azar (ruleta, lotería: alea), el simulacro (indios vaqueros, máscaras y disfraz: mimicry) o el vértigo (tiovivo, volador o rueda de la fortuna: ilinx).

Caillois señala que durante mucho tiempo el estudio de los juegos se circunscribió a la historia de los juguetes, en los instrumentos o accesorios del juego. No se estudiaban sus reglas, naturaleza, características y el género de satisfacción que producen.

Es interesante mencionar que, según este sociólogo, algunos juguetes fueron originalmente utensilios cuando los adultos encontraron algo mejor. Por ejemplo, armas caídas en desuso como cerbatanas, arcos, escudos y la honda. El balero y el trompo fueron, en un principio, artefactos mágicos. Otros juegos y sus accesorios se basan en creencias perdidas que reproducen, en el vacío, ritos con el significado perdido.

Caillois sostiene que el espíritu del juego es esencial para la cultura, pero en el transcurso de la historia, juegos y juguetes son residuos de ella. Como supervivencias incomprendidas de un estado caduco o préstamos tomados de una cultura ajena, privados de sentido en aquélla en que se les produce, los juegos siempre aparecen fuera del funcionamiento de la sociedad en que se les encuentra. En ella, ya sólo se les tolera, mientras que en una fase anterior o en la sociedad de la cual han surgido, son parte integrante de sus instituciones fundamentales, sean laicas o sagradas.

El juego es una práctica, un fenómeno social, que tiene, junto con su accesorio principal: el juguete, otro tipo de funciones y que Jaulin y Duvignaud no explicarán en la siguiente entrega.

domingo, 25 de marzo de 2012

Los jóvenes

Si nos apegamos a las clasificaciones sociológicas, creo pertenecer a la llamada Generación Jones, aquélla que un comunicólogo definió como la de los anhelos, las utopías o de las expectativas no cumplidas. Optimista y replanteadora de valores sociales como la igualdad, la solidaridad, la honestidad, la libertad y otros temas que se vinculan a los derechos humanos, fueron algunas de sus características de ese grupo. Somos los nacidos entre la segunda mitad de la década de los 50s y los últimos años de los 60s.

En México, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, los jóvenes de entre 15 y 30 años de edad suman más de 29 millones, son los que pertenecen a la Generación Y. Nacieron entre 1982 y 1994, cuando sus padres llevaron a casa el walkman o el primer reproductor de CD o el DVD de formato grande o la computadora personal Apple II o la Acer.

Los pertenecientes a la Generación Y son los hijos de la Generación Jones: en medio quedó la Generación X; las tres conviven laboralmente y observamos como los Baby boomers se retiran. Es necesario mencionar que para asumirse como miembro de una de estas clasificaciones deben tomarse en cuenta el sentido de pertenencia, las creencias y comportamientos comunes, llámese ideología, y el tiempo histórico.

Los jóvenes que se encuentran dentro de la Generación Y son caracterizados por pertenecer a la tecnología de la digitalización y a la cibernética que controla todo. Son, sin generalizar, los jóvenes que trabajan con tres pantallas abiertas al mismo tiempo: la del iPad, la del Blackberry y la del televisor. Son los que apenas recuerdan el fin de la Guerra Fría y los que son hábiles googleando y acumulando información del Internet.

Convivimos con los Y, es cierto; pero ¿qué tanto los conocemos los que somos de otro grupo generacional? Pareciera que la velocidad que impone la digitalización ha ensanchado la brecha entre los grupos. ¿Esa dificultad es la típica característica de lo posmoderno, de la multiplicidad de elementos tecnológicos y de la fugacidad de los datos? Pareciera que nuestros modelos teóricos se derrumban ante lo cambiante del sistema, las innovaciones y del orden de las cosas. ¿Lo tradicional ahora es cosa de los abuelos o es representada aquella antigualla llamada Commodore 12?

No es un asunto de prioridad social o política, pero no deja de llamar la atención en el contexto posmoderno el saber cuál es la filosofía vigente entre los jóvenes de la Generación Y, ¿existe algo más que hablar de pluralismo y diversidad? Desconozco quiénes son los que ejercen alguna autoridad o influencia sobre ellos, me refiero a los textos literarios o clásicos, ya que eso permitiría conocer sus intereses culturales. Se nota su fuerte influencia en los usos lingüísticos, en los giros y formas de comunicarse, pero, ¿cuáles son sus verdades universales, o será que ya todo es relativo?

Realmente existen pocos estudios sobre los jóvenes actuales. “Cada quién vive su juventud de diferente manera”, se podría decir y con ello se elude cualquier intento de reflexión. Algunos más simplistas reducirán todo a cuestiones de edad: los viejos y los jóvenes, pero no creo que sea así. Algo está cambiando aceleradamente y por lo menos habría que mantener el interés sobre el punto para sostener con ellos un diálogo de sobremesa que dure una media hora.

Para empezar a entenderlos, no es lo mismo juventud que jóvenes, ambos tienen significados diferentes. Según Sven Morch, “se asume y se reconoce a la juventud como una fase-etapa especifica de la vida durante la cual –a través de un conjunto de prácticas institucionalizadas- le son impuestas al individuo ciertas demandas y tareas que definen y canalizan su comportamiento como ‘joven’, mismas que suponen una relación con la idea de juventud”.

Sin embargo, hay que recordar que ya está perfectamente documentado etnográfica e históricamente que la idea de juventud cambia de sociedad en sociedad. Los recientes trabajos de Giovanni Lévi y los pioneros de Margaret Mead así lo muestran. También revisemos los términos que les hemos dado en diferentes tiempos y lugares: púberes, efebos, mozos, muchachos y jóvenes.

Lo cierto, y usando un término de Arnold van Gennep, la juventud es un estado liminal, se encuentra entre los márgenes de la niñez y la autonomía del adulto. Así, inconcientemente, construimos socioculturalmente a la juventud.

Pero los jóvenes mismos han cambiado parcialmente la definición de Morch. Aquel joven obediente, disciplinado y sometido de la primera mitad del siglo XX en poco se parece a los insumisos de los años 60s y 70s: comenzaron los pachucos, le siguieron los disidentes del 68, luego los guerrilleros, quienes pasaron la estafeta a los chavos disco y luego los chavos banda. A partir de ahí perdí la claridad de la secuencia, o ¿será que entonces comenzó a operar la cibernética metálica o tecno, pero controladora, sin que me diera cuenta? Las tareas, demandas y comportamientos han cambiado.

Hoy muchos jóvenes han conformado un nuevo paisaje juvenil donde están los neohipitecas, neozapatos, skatos, taggs, emos, anarco-punketos, darketos, autogestivos, raztecas, cívicos y rockeros reprimidos. Son grupos que se han conformado para oponerse a “la burocratización de la participación juvenil y que fueron entramando redes de solidaridad, grupos de apoyo mutuo, experiencias culturales, acciones directas y formas de organización subterráneas”, así lo señala Maritza Urteaga, en su obra La construcción juvenil de la realidad, libro que políticos, administradores, psicólogos, sociólogos y tomadores de decisiones deberían conocer y leer.

Entender a los jóvenes de hoy es comprender sus estilos culturales, sus formas de identidad y de organización o representación. Esa es la clave: esforzarse para ver cómo se forman las llamadas microsociedades juveniles y que significativamente se han vuelto autónomas de nuestras instituciones adultas, así, imperceptiblemente. Eso es ir más allá de los conceptos diferencia y movilización y de la posible tensión por la disputa social del espacio público y político.

Ser joven es equivalente a ser moderno, y la Generación Y es un grupo activo que debe estar en la vanguardia de las todas las modas: intelectuales, artísticas y hasta políticas. Y ese es el reto y compromiso que tienen ellos. Así ha sido en la historia de la humanidad.

domingo, 5 de febrero de 2012

Una revisión

El representante del CONACULTA y de los institutos culturales de Veracruz, Yucatán, Campeche, Tabasco y Chiapas primero abrieron desmesuradamente los ojos; pero luego, de inmediato, estuvieron de acuerdo conmigo cuando les dije: “No está de más recordar que el quehacer cultural se guía por paradigmas, por modelos. Sabemos que no es recomendable realizar acciones, eventos, sin tener presente que deben responder a una idea, a un propósito. Desestimar la reflexión que dé cobijo al quehacer se puede traducir en un voluntarismo que nos puede divertir, distraer o hacer dormir satisfechos esa noche por los aplausos recibidos. Pero nuestra responsabilidad es mayor”.

Han pasado tres décadas en que la política cultural del estado nacional así lo hacía: toda acción respondía a una profunda reflexión. Y no es que antes nada existiera, se tomaba como antecedente, para bien o para mal, el largo nacionalismo vasconcelista, algunas veces homogeneizador, pero constructor también de muchas instituciones.

La experiencia en política cultural de estos últimos 35 años no deja de ser muy interesante. Análisis, discusiones, encuentros, seminarios y otros foros fueron lugares donde académicos e intelectuales de aquel entonces invertían serios argumentos para hacer coherente el quehacer cultural con una idea clara de país. Ahí estaban Stavenhagen, Bonfil, Monsiváis, Arizpe, Turok, Canclini, Margulis, Colombres y otros más. Sería oportuno revisar ahora, a la luz de la dominancia de lo ecléctico y la hibridación, el qué se quería hacer.

Y creo que lo anterior es importante, pues de cierta forma aquellas discusiones y definiciones fueron lentamente escurriendo a la periferia, a nuestros estados, y dejaron las primeras huellas.

¿Quién recuerda al FONAPAS y toda su política de creación de casas de la cultura en todo el territorio nacional? Y ligado a esa iniciativa, ¿quién no recuerda que entonces la cultura tenía un dejo folklorizante y un barniz de las bellas artes? Talleres de todo tipo, grupos de bailables regionales, encuentros de oratoria y de poesía…, entre otras cosas. Fueron los primeros despertares de la provincia donde Raúl Velasco encontró suficiente material para su programa de televisión. Mientras que de aquí para allá, lejano se veía el Palacio de las Bellas Artes, el Museo Nacional de Antropología, el Teatro Blanquita o los primeros festivales cervantinos.

¿Quién no recuerda que el más cercano referente para trabajar la cultura de los pueblos campesinos era el entonces Instituto Nacional Indigenista, mientras que sus técnicos extraían dientes, proporcionaban semillas para sembrar o construían caminos? Eran los últimos estertores de la política de integración de los proyectos y sueños indígenas al gran proyecto de desarrollo nacional.

El país de finales de los años 70s era otro, es cierto. Se querían hacer muchas cosas en la cultura, en los estados se iniciaba la búsqueda de los rasgos identitarios del ser local, mientras la cultura de masas que traían los medios de comunicación masiva entraba hasta el último rincón de las pueblos y pequeñas ciudades.

En los años 80s, en nuestros estados se consolidaron la presencia de instituciones federales como el Instituto Nacional de Antropología e Historia, la Dirección de Culturas Populares y el Fondo Nacional para las Artesanías. Pero también se dio la respuesta local al crearse los primeros institutos de cultura.

¿Qué hacían aquellos primeros institutos culturales? No lo sé muy bien, sería pretencioso saberlo, pero me imagino que hacían mucho de lo que ya realizaban aquellas casas de la cultura, más la publicación de poemarios, algunos estudios históricos, obras de teatro, los primeros cuerpos de ballet…, fue un segundo despertar donde ya se integraban a los creadores e investigadores locales. También fueron los años de los grandes festivales regionales y los primeros grandes encuentros culturales de los pueblos rurales y sus bailes y su música con recursos locales o federales, provenientes del Programas Cultural de la Frontera Norte y la Frontera Sur.

En la década de los 90s llegaron los apoyos directos a las comunidades y a los creadores. Becas o estímulos; proyectos a financiar en las comunidades campesinas e indígenas. Son los primeros días del PACMYC y del FONCA y la plena llegada del CONACULTA. La provincia ya recibe de manera regular los primeros beneficios de los programas culturales federales.

Ahora tenemos los siguientes programas con fondos federales, estatales y hasta municipales. Programa de Desarrollo Cultural Infantil, Programa de Desarrollo Cultural para la Juventud, Programa de Atención a Públicos Específicos, Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico, Programa de Desarrollo Cultural Municipal, Fondo Regional de la Zona Sur, Programa Nacional de Fomento a la Lectura, Programa de Desarrollo Cultural Maya, Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias (PACMYC) y el Programa para el Desarrollo Integral de las Culturas de los Pueblos y Comunidades Indígenas (PRODICI).

Vienen a la memoria diez programas, pero tal vez haya más. Pero no es el número lo importante. Lo valioso es analizar qué cualidades tiene cada uno de ellos, qué representan en su conjunto para nuestros estados. Se acerca la hora de sentarse a revisar los resultados y sus implicaciones. Todos ellos nacieron con la mejor intención, pero, ¿su fragmentación ayuda?, ¿presentan ya algunos vicios?, ¿sus reglas de operación necesitan ser revisadas?, ¿hasta dónde hemos creado una dependencia hacia la federación?, ¿existe equidad y comunión en los estados sobre los objetivos y proyectos en los programas y fondos compartidos?, ¿administrativamente, son programas ágiles o resultan tortuosos en sus operación financiera?, ¿realmente sabemos, cuando proponemos proyectos, qué es lo que deseamos o es únicamente una manera de obtener recursos para justificar nuestro quehacer?, ¿la federación induce el quehacer cultural a través de los programas o simplemente lo estimula desinteresadamente?

Para conocer las fortalezas o debilidades de cada Programa, necesitamos revisar uno a uno, con una actitud honesta, crítica y propositiva. Y es aquí donde vuelvo al principio: ¿Qué queremos hacer?, ¿cuál es nuestro modelo paradigmático a seguir en la cultura?, ¿a través de los Programas estamos reflejando una política cultural o simplemente realizamos acciones porque tenemos bolsas disponibles?

Revisar los Programas Culturales Federales es también una oportunidad para revisar nuestra gestión cultural, de saber el estado de la relación de la cultura y las políticas públicas en esta era, donde existen y conviven las culturas tradicionales, la cibernética y la globalización.

Tal como señalan algunos estudios culturales, existen modelos que se construyen culturalmente a partir del estado que deseamos.

Así tenemos una tipología que, sin ignorar el comportamiento cambiante de los actores culturales y las instituciones, debemos tener presente. ¿Somos un modelo de mecenazgo cultural?, ¿de tradicionalismo patrimonialista?, ¿populistas?, ¿de privatización neoconservadora?, ¿de la democratización cultural o de la democracia cultural participativa?

Revisemos nuestros modelos, nuestros deseos, nuestros proyectos y procesos y entonces, creo, que también podremos exigir mejores Programas a la Federación y a nosotros mismos. Esa fue la conclusión en el pasado Segundo Foro Cultural de la Zona Sur, allá en Villahermosa.

domingo, 15 de enero de 2012

La discriminación

En las últimas semanas recibí tres documentos sobre la discriminación. Uno circulaba por las redes sociales (http://www.youtube.com/watch?v=Z341bBS7oj0), otro fue una nota informativa sobre un funcionario de la SEDESOL a quien le desagradaba el olor a sudor de las mujeres indígenas y el último se trata de la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México, que publica el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CNPD). Inevitable y obligadamente tenía que escribir sobre el tema.

Tal vez por ser un documento multimedia, el video que llegó por el Facebook es impactante; el dislate del funcionario que está acostumbrado a los buenos perfumes, fue indignante y los datos de la Encuesta son sorprendentes, nos pueden resultar cercanos.

El acto de distinguir, separar y hacer diferente una cosa de otra puede quedarse en un principio clasificatorio, de elemental lógica; pero eso, aplicado a los seres humanos, connota un prejuicio que se traduce en la vulneración de ciertos grupos sociales.

Raza o etnia, religión, condición socioeconómica, preferencia sexual, minusvalía, género y edad, son las principales categorías donde se manifiesta ese fenómeno que “niega el ejercicio igualitario de libertades, derechos y oportunidades a cualquier persona…”, según la CNPD.

Generalmente pensamos que la discriminación se ubica lejanamente en la relación xenofóbica entre naciones, en el conflicto con el extranjero migrante. Para algunos, la discriminación se queda en la escala de la relación entre grandes grupos sociales. Pero no es así, la dimensión es mucho más cercana.

Los pobres, los ancianos, los homosexuales, las mujeres, los discapacitados, son los depositarios de muchos prejuicios y estereotipos: se crea una imagen, se le asigna atributos, símbolos y significados; y ya se tiene una categoría discriminatoria perfectamente definida. Esta acción nos hace olvidar que nosotros mismos podemos ser objeto o se omite inconcientemente nuestra autoimagen.

Ha quedado atrás el encantador reconocimiento de que nuestro país, México, es lugar de la diversidad étnica y cultural; lo que queda por hacer es reconocer que difícilmente podremos armar ese rompecabezas si no atendemos la discriminación y la desigualdad. Pero ya hay un avance: somos diversos ante la ley.

El artículo 133 de nuestra Constitución Política, Declaraciones, Convenciones y disposiciones de la ONU, ya forman parte del andamiaje de instrumentos jurídicos para atender los derechos humanos y combatir la discriminación. Pero, al parecer, únicamente 12 estados de la República tienen cláusulas no discriminatorias en sus leyes. Habría que revisar en detalle el caso Quintana Roo, nuestra realidad más cercana.

La Encuesta Nacional sobre Discriminación levantada por la CNPD tuvo un diseño interesante. Se visitó a 13 mil 751 hogares, su aplicó en las 32 entidades federativas y 301 municipios. La muestra fue aleatoria, polietápica, estratificada y por conglomerados. De los resultados se definieron once regiones geográficas, diez zonas metropolitanas, cuatro tipos de localidad y cuatro zonas fronterizas. Quintana Roo quedó dentro de la región “Urbanización baja”, junto con Campeche y Yucatán. Y entre los múltiples resultados, se destacan algunos de ellos:

Somos los que mejor percibimos a nivel nacional de que los niños deben tener derechos. Los que opinan que los niños no tienen derechos por ser menores de edad están en Chihuahua, Sinaloa y Sonora. Pero no quedamos muy bien posicionados en la pregunta de ¿Se justifica pegarle a un niño para que obedezca?; nos superan de manera positiva Durango, Aguascalientes y San Luis Potosí.

En nuestra tolerancia religiosa, no estamos muy bien. Apenas el 60% defiende el derecho de los no católicos a vivir aquí y somos insuperables en decir que se debe reubicar a las personas protestantes en otra parte. Muestran mayor tolerancia las regiones de Tabasco - Veracruz y Aguascalientes - Querétaro, entre otras. Sin embargo, a nivel de barrio o de colonia –con nuestros vecinos cercanos-, somos muy tolerantes con las minorías religiosas.

Como región, estamos en cuarto lugar nacional donde se percibe que pertenecer a una minoría étnica es el principal factor de discriminación: grave. Nos superan las regiones de Tabasco – Veracruz y Distrito Federal - Estado de México. Pero resulta que es en nuestra región donde se percibe de mejor manera que la pertenencia étnica no impide tener las mismas oportunidades de trabajo; la región con la peor percepción es la de Hidalgo, Morelos, Puebla y Tlaxcala. A nivel nacional, las minorías étnicas opinan que es su lengua la principal causa de sus problemas.

Fuera de la regionalización, el mexicano tiene las siguientes percepciones y actitudes. Seis de cada diez connacionales considera que lo que más divide a la gente es la riqueza. Los partidos políticos son el segundo factor causante de división. La educación ocupa el tercer lugar; la repartición de apoyos gubernamentales el cuarto; las preferencias sexuales el quinto; las ideas políticas, el sexto…

Dentro de los diversos grupos vulnerables, los derechos que menos se respetan son hacia los homosexuales, migrantes e indígenas. El no tener dinero, la apariencia física, la edad y el sexo son las condiciones que más identifica la población como causantes de discriminación.

Son numerosos y preocupantes los resultados de la Encuesta y es imposible detallar todos ellos. Quedan en el tintero la situación de las mujeres, las personas adultas, los migrantes, los discapacitados…

En el 2005 se realizó la primera Encuesta, donde también participó la SEDESOL en su aplicación, y el resultado fue que somos una sociedad con intensas prácticas de exclusión, desprecio y discriminación hacia ciertos grupos. La discriminación, dice la CNPD, “está fuertemente enraizada y asumida en la cultura social y se reproduce por medio de valores culturales”.

La Encuesta y nuestras personales percepciones y actitudes se trasforman en un espejo para hacer evidente algo que se guarda en el silencio o la invisibilidad. Es un perfecto examen de conciencia donde la hipocresía o la doble moral no deberían tener cabida. Nos podríamos asustar de quiénes somos y qué debemos corregir, ante nosotros, ante la autoridad y ante la sociedad.