La
niña, de pelo rubio y trenzas, corrió sin darse cuenta que en el piso de la
cocina había un charco de agua. Llevaba entre sus brazos una jarra de vidrio.
Momentos después, aquel charco era rojo y su manto se había duplicado en
dimensión.
El
mozo que asistía en aquella casa se llevó las manos al rostro y sus ojos se
abrieron desmesuradamente. Lo primero que se le ocurrió fue ponerle el trapo de
la cocina en la ya pálida carita de la niña, no se sabe si era para ocultar o
para frenar la impresionante hemorragia. Lo que pasó después tiene que ver con
uno de los más brillantes médicos que, años después, fue considerado como el
padre de la cirugía plástica y para fortuna de aquella chiquilla de manchado vestido
blanco, vivía muy cerca de aquella residencia en la colonia Del Valle.
Por
ese trágico acontecimiento escuché por primera vez el nombre de Fernando Ortíz
Monasterio.
Cincuenta
años después, esperando que aquella niña saliera de una consulta médica,
recordé aquel accidente. Y fue por la lectura que hacía de un texto de Carlos
Fuentes; era como conectar algunos circuitos aislados. No recuerdo el nombre
del libro que debe andar perdido en algún entrepaño desordenado. Pero lo que sí
tengo presente es que aquella reflexión del autor de Aura, me pareció similar a
un recordado artículo titulado La piel,
compleja envoltura del homo sapiens, escrito por Ortíz Monasterio en el
número 4 de Luna Córnea, en 1994. Me
llamó la atención.
El
pasado 31 de octubre, por insuficiencia respiratoria, a los 89 años, falleció
el médico Fernando Ortíz Monasterio, un icono –decía la nota periodística- de
la cirugía plástica y reconstructiva y Doctor Honoris Causa por la UNAM.
Aquel
interesante artículo de Ortíz Monasterio me enriqueció la idea de identidad que
ya viejas lecturas antropológicas y del psicoanálisis habían aportado. Me
refiero a la identidad individual y a sus confines biológicos, no a la
posterior imagen reflejada en el espejo.
El
texto, cuajado de datos, contenía elementos de la evolución del Hombre, de las
dimensiones de nuestra cobertura, de bioquímica y de la estética.
Venimos
del mar, no hay que olvidar, de ahí salimos para quedarnos en la tierra. En ese
largo proceso adaptativo se convirtió el “ambiente externo, el agua salada –en
que se habitaba-, en un medio interno” y para contenerla desarrollamos nuestra
envoltura, nuestra cubierta impermeable que contiene nuestros líquidos y
órganos: la piel, nuestra frontera personal con el exterior, nuestro límite físico
que nos da una primera identidad.
Esa
membrana sofisticada, de complicado diseño genético, tiene en un adulto una
superficie promedio de 1.8 metros cuadrados . “Su espesor es de dos
milímetros, pero alcanza seis o siete en la nuca y las plantas de los pies; se
adelgaza hasta medio milímetro en áreas como los párpados”, describe Ortíz
Monasterios.
La
elasticidad es una de sus principales características y eso nos permite
movimientos en diversas partes del cuerpo, incluso en posturas forzadas.
Dos
capas la componen. La superficial se conoce como epidermis y la subyacente se
le nombra dermis. La primera está compuesta de células que constantemente se
renuevan y es donde, a través de las terminales nerviosas, se percibe
directamente las condiciones climáticas externas: frío o calor. En la segunda
se localiza el colágeno, sustancia que da la elasticidad y que comparte espacio
con las glándulas sebáceas, las sudoríparas y las raíces pilosas o del pelo.
La
melanina es el elemento que le da la coloración particular a nuestra piel y
recibe injustamente la carga discriminatoria en muchas sociedades. ¿Qué culpa
tiene la melanina de haberse acumulado de forma particular en nuestras células
y que de ello se derive el erróneo concepto de raza?
Algo
que explica el Dr. Ortíz Monasterio es lo que la inevitable Ley de Gravedad
hace al cuerpo, a pesar de los esfuerzos inútiles de naturaleza narcisista: “La
piel es una reserva alimenticia. La grasa subcutánea es una fuente de calorías
cuando la ingestión de comida se restringe en la hambruna o en las dietas
alimenticias. Es igualmente una fuente productora de alimento puesto que la
glándula mamaria es un anexo de la piel”.
La
piel es el intermediario directo del sentido del tacto. Sin este sentido, la
privación del contacto físico tendría en el individuo una serie de trastornos
irreversibles en su conducta. Eso lo saben los torturadores cuando someten al
cautivo a un aislamiento de sus sentidos con el mundo externo, lo vuelven un
ser inerte y al mismo tiempo con la ansiedad al tope. El ser humano necesita
del intercambio de iones negativos y positivos para mantener las sensaciones.
La
piel nos protege y nos aísla, es la que “establece nuestros límites de nuestra
individualidad…, independientemente de que seamos de la misma raza, del mismo
color o de la misma familia”.
Sin
ciertas funciones, la piel sería la envoltura biológica, pero el tacto, la
caricia, permite la relación con el otro y genera mensajes de todo tipo, como
aquel que cita Ortíz Monasterios cuando Edipo clama desesperadamente a Creonte
en el momento que ya asume sus culpabilidad incestuosa: “Haz un signo de
asentimiento, hombre generoso, tócame con tu mano”.
La
piel puede ser también objeto de análisis estético por sus suavidad, textura,
color y olor. De esas características se han generado novelas y poemas, no
importando que en ella vayan impregnadas secreciones de glándulas en áreas como
la axila, los pezones o los genitales. Los olores pueden resultar agradables o
desagradables, pero eso lo determina la higiene y los perfumes.
La
piel es un tejido que determina y contiene nuestra individualidad pero que
también “ha sido objeto de biólogos, químicos, pintores, amantes, fotógrafos y
poetas”, menciona el Dr. Fernando Ortíz Monasterio.
La
piel fue también el campo donde el médico desarrolló su experiencia en la
cirugía plástica. Ignoro si aquella niña, de pelo rubio y trenzas, fue uno de
sus primeros casos, pero casi no dejó marca en esa piel y permitió que, con ese
trabajo, observáramos con otros ojos nuestra epidermis, esa parte de ese cuerpo
que Costantino Cavafis describe así:
Recuerda, cuerpo, cuánto te amaron;
/ no sólo las camas en las que yaciste, / sino también los deseos / que por tí
brillaron en los ojos / y temblaron en las voces, y que hicieron / vanos los
obstáculos del destino. / Ahora que pertenecen al pasado, / casi parece como si
te hubieras / entregado a esos deseos. / Cómo ardían. / Recuerda los ojos que
te vieron, / las voces que temblaron por ti. / Recuerda, cuerpo.
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