domingo, 25 de noviembre de 2012

Recuerda, cuerpo


La niña, de pelo rubio y trenzas, corrió sin darse cuenta que en el piso de la cocina había un charco de agua. Llevaba entre sus brazos una jarra de vidrio. Momentos después, aquel charco era rojo y su manto se había duplicado en dimensión.

El mozo que asistía en aquella casa se llevó las manos al rostro y sus ojos se abrieron desmesuradamente. Lo primero que se le ocurrió fue ponerle el trapo de la cocina en la ya pálida carita de la niña, no se sabe si era para ocultar o para frenar la impresionante hemorragia. Lo que pasó después tiene que ver con uno de los más brillantes médicos que, años después, fue considerado como el padre de la cirugía plástica y para fortuna de aquella chiquilla de manchado vestido blanco, vivía muy cerca de aquella residencia en la colonia Del Valle.

Por ese trágico acontecimiento escuché por primera vez el nombre de Fernando Ortíz Monasterio.

Cincuenta años después, esperando que aquella niña saliera de una consulta médica, recordé aquel accidente. Y fue por la lectura que hacía de un texto de Carlos Fuentes; era como conectar algunos circuitos aislados. No recuerdo el nombre del libro que debe andar perdido en algún entrepaño desordenado. Pero lo que sí tengo presente es que aquella reflexión del autor de Aura, me pareció similar a un recordado artículo titulado La piel, compleja envoltura del homo sapiens, escrito por Ortíz Monasterio en el número 4 de Luna Córnea, en 1994. Me llamó la atención.

El pasado 31 de octubre, por insuficiencia respiratoria, a los 89 años, falleció el médico Fernando Ortíz Monasterio, un icono –decía la nota periodística- de la cirugía plástica y reconstructiva y Doctor Honoris Causa por la UNAM.

Aquel interesante artículo de Ortíz Monasterio me enriqueció la idea de identidad que ya viejas lecturas antropológicas y del psicoanálisis habían aportado. Me refiero a la identidad individual y a sus confines biológicos, no a la posterior imagen reflejada en el espejo.

El texto, cuajado de datos, contenía elementos de la evolución del Hombre, de las dimensiones de nuestra cobertura, de bioquímica y de la estética.

Venimos del mar, no hay que olvidar, de ahí salimos para quedarnos en la tierra. En ese largo proceso adaptativo se convirtió el “ambiente externo, el agua salada –en que se habitaba-, en un medio interno” y para contenerla desarrollamos nuestra envoltura, nuestra cubierta impermeable que contiene nuestros líquidos y órganos: la piel, nuestra frontera personal con el exterior, nuestro límite físico que nos da una primera identidad.

Esa membrana sofisticada, de complicado diseño genético, tiene en un adulto una superficie promedio de 1.8 metros cuadrados. “Su espesor es de dos milímetros, pero alcanza seis o siete en la nuca y las plantas de los pies; se adelgaza hasta medio milímetro en áreas como los párpados”, describe Ortíz Monasterios.

La elasticidad es una de sus principales características y eso nos permite movimientos en diversas partes del cuerpo, incluso en posturas forzadas.

Dos capas la componen. La superficial se conoce como epidermis y la subyacente se le nombra dermis. La primera está compuesta de células que constantemente se renuevan y es donde, a través de las terminales nerviosas, se percibe directamente las condiciones climáticas externas: frío o calor. En la segunda se localiza el colágeno, sustancia que da la elasticidad y que comparte espacio con las glándulas sebáceas, las sudoríparas y las raíces pilosas o del pelo.

La melanina es el elemento que le da la coloración particular a nuestra piel y recibe injustamente la carga discriminatoria en muchas sociedades. ¿Qué culpa tiene la melanina de haberse acumulado de forma particular en nuestras células y que de ello se derive el erróneo concepto de raza?

Algo que explica el Dr. Ortíz Monasterio es lo que la inevitable Ley de Gravedad hace al cuerpo, a pesar de los esfuerzos inútiles de naturaleza narcisista: “La piel es una reserva alimenticia. La grasa subcutánea es una fuente de calorías cuando la ingestión de comida se restringe en la hambruna o en las dietas alimenticias. Es igualmente una fuente productora de alimento puesto que la glándula mamaria es un anexo de la piel”.

La piel es el intermediario directo del sentido del tacto. Sin este sentido, la privación del contacto físico tendría en el individuo una serie de trastornos irreversibles en su conducta. Eso lo saben los torturadores cuando someten al cautivo a un aislamiento de sus sentidos con el mundo externo, lo vuelven un ser inerte y al mismo tiempo con la ansiedad al tope. El ser humano necesita del intercambio de iones negativos y positivos para mantener las sensaciones.

La piel nos protege y nos aísla, es la que “establece nuestros límites de nuestra individualidad…, independientemente de que seamos de la misma raza, del mismo color o de la misma familia”.

Sin ciertas funciones, la piel sería la envoltura biológica, pero el tacto, la caricia, permite la relación con el otro y genera mensajes de todo tipo, como aquel que cita Ortíz Monasterios cuando Edipo clama desesperadamente a Creonte en el momento que ya asume sus culpabilidad incestuosa: “Haz un signo de asentimiento, hombre generoso, tócame con tu mano”.

La piel puede ser también objeto de análisis estético por sus suavidad, textura, color y olor. De esas características se han generado novelas y poemas, no importando que en ella vayan impregnadas secreciones de glándulas en áreas como la axila, los pezones o los genitales. Los olores pueden resultar agradables o desagradables, pero eso lo determina la higiene y los perfumes.

La piel es un tejido que determina y contiene nuestra individualidad pero que también “ha sido objeto de biólogos, químicos, pintores, amantes, fotógrafos y poetas”, menciona el Dr. Fernando Ortíz Monasterio.

La piel fue también el campo donde el médico desarrolló su experiencia en la cirugía plástica. Ignoro si aquella niña, de pelo rubio y trenzas, fue uno de sus primeros casos, pero casi no dejó marca en esa piel y permitió que, con ese trabajo, observáramos con otros ojos nuestra epidermis, esa parte de ese cuerpo que Costantino Cavafis describe así:

Recuerda, cuerpo, cuánto te amaron; / no sólo las camas en las que yaciste, / sino también los deseos / que por tí brillaron en los ojos / y temblaron en las voces, y que hicieron / vanos los obstáculos del destino. / Ahora que pertenecen al pasado, / casi parece como si te hubieras / entregado a esos deseos. / Cómo ardían. / Recuerda los ojos que te vieron, / las voces que temblaron por ti. / Recuerda, cuerpo.

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