Debo mencionar que cuando Agustín Labrada me propuso
que armara un texto para presentar a la
sociedad local su obra Teje sus voces la
memoria, recordé las insuperables y cautivantes palabras que el narrador y
académico cubano Francisco López Sacha
le dedicara a esta interesante obra en un auditorio repleto y atento, en la
ciudad de Cancún.
Resultado de la propuesta y el recuerdo, me sentí halagado y al mismo tiempo preocupado, porque nunca podré hablar de literatura como lo hace Sacha. Pero, sin duda, me pareció una idea afortunada que la obra del asere se presentara aquí, en Chetumal, lugar donde residen escritores destacados y a los cuales la obra hace referencia.
El autor tiene la agudeza y la perspicacia suficiente
para analizar realidades literarias. Trae un escalpelo en la mano este
cubano-quintanarroense.
En la primera parte del libro, llamada Trasfondos, Agustín establece los inicios
de lo que es la literatura quintanarroense a partir de la obra de Antonio Leal:
Duramar. Es éste el centro, y el
margen más lejano lo lleva a la historia de los tiempos de un territorio donde
no había entidad y mucho menos identidad literaria como para llamársele
quintanarroense. Y el margen más cercano
lo integra un grupo de escritores de verso o prosa que, nacidos aquí o allá, conforman
actualmente una literatura quintanarroense.
Iniciando el item
llamado Literatura quintanarroense y
pasado poético, Labrada puntualiza la
escala que va de la literatura local, a la nacional y finalmente a la
universal. Sin atreverse a realizar fastidiosas comparaciones o distinciones
entre los escritores, pero sí ejemplificando con la obra de Juan Rulfo, de Jorge
Luis Borges o de James Joyce, respecto a cómo la relatividad desaparece cuando
el escritor logra abordar temáticas que entrecruzan asuntos que identifica a
los seres humanos de cualquier lugar del planeta, de cualquier idioma,
ideología o religión. Labrada no coloca ningún podium, pero tiene identificados los asuntos que trabajan nuestros
escritores.
Aquel lejano margen va más atrás de 1902, antes de un territorio geográfico llamado Quintana Roo. Ahí aparecen los poetas que Martín Ramos rescata en la Diáspora de los letrados, donde destaca Wenceslao Alpuche. Están también varios escritores de “héroes y relatos” románticos sobre la Guerra de Castas, donde sobresale Ernesto Morton y su obra Nati Pat: los indios bárbaros de Yucatán y se suman a este periodo cronistas de viajes donde aparecen Stephens, Miller y Sapper.
Aunque el nacido en Olguín
ve en esta geografía y en el paisaje humano de aquellos tiempos las condiciones
de un set para esos escritores -algo
en que coincido-, me parece que cuando realiza el inventario de los escritores
e investigadores de la primera mitad del siglo XX mete a todos en un costal de
testimonios, de prosa y de fusiones.
Creo que Alfonso Villa Rojas nada tiene en común con el estilo y el tema
de la novela de Luis Rosado Vega. Pero esto es pecata minuta ante la buena tarea de que nadie, ningún autor se le
escapara y de realizar una semblanza de cada
obra. Por cierto, al mencionar a Juan de
la Cabada y su cuento El santo y a
Nelson Reed y La Guerra de Castas de
Yucatán, encuentro en estos textos dos buenos ejemplos de lo que puede
hacer la ficción sobre bases reales, por un lado, y de la crónica periodística
sobre un hecho histórico, por otro lado; ambos son admirables.
Entre más se avanza en la
lectura del libro, me fui convenciendo de que era como la construcción de un
diagrama de parentesco de la literatura de nuestro solar, donde se pueden
identificar los viejos ancestros, los primos cruzados y paralelos y los
hermanos mayores y menores. Cada uno con
estilo y temática propia.
En la segunda parte de esta
obra que se llama Fabular mundos perdidos. Agustín, que también es autor del poemario La vasta lejanía, inicia con la metáfora
del río para navegar sobre la obra de Héctor Aguilar Camín, uno de los
chetumaleños que ha encontrado en la historia oral y en los recuerdos de su
ciudad buena parte de su inspiración. En
Todo pasado se volverá ceniza,
Labrada se detiene con Por aquí se dan
bien los muertos, de Mario Pérez Aguilar; se nota un particular interés
crítico en este autor cuando describe ese
texto como un mural y se apoya en León Tolstoi y Gabriel Said para encontrar
argumentos que soporten su análisis.
En esta corriente épica y
de fabulación, Labrada Aguilera también destaca la obra de Luis Miguel Aguilar,
Chetumal Bay Anthology.
El autor de Teje sus voces la memoria, sintetiza
todo este capítulo de la siguiente forma:
en estas obras “Chetumal emerge como un tapiz heterogéneo, donde
naufragan, viven y se borran héroes protagónicos de acciones tan mágicas como
ridículas, en medio de la soledad y la alucinación, con la certeza que todo
pasado se volverá ceniza”.
Para finalizar esta parte
del libro, Agustín habla de Jorge González Durán y su Memoria de la guerra vieja. Pequeña, modesta, pero interesante obra
que leí una tarde en la biblioteca López
Mateos de Felipe Carrillo Puerto. Es una mezcla de poema en prosa, de
historia novelada y de reportaje histórico de pasajes de la Guerra de Castas. En este género agrega a Javier Gómez
Navarrete y a Miguel Ángel Suárez, quienes han aportado con interesantes
recursos al tema histórico del conflicto del siglo XIX.
La tercera parte del libro,
del también autor de la obra periodística Más
se perdió en la guerra, inicia analizando, desmenuzando Mujeres de sal, de Elvira Aguilar. Noto
una detenida lectura de Agustín, pues le prodiga a la chetumaleña frases como
“la autora asume una óptica genérica ante un entorno hostil, desde una
perspectiva artística y con recursos expresivos que evaden el enfrentamiento
ortodoxo de hombre contra mujer”. Alaba
el manejo de los narradores y le acerca a Michel Butor y al mismísimo
Dostoievsky para ejemplificar las cualidades de la autora.
Es evidente que Labrada
conoció bien a Jorge Brogno. A él le dedica una de las partes más analíticas de
su texto. Le percibo una dedicación al manejo cuentístico, a una prosa
semejante o de influencia intencionada del Adolfo Bioy Casares, Marcel Proust y
William Shakespeare. Brogno es un afortunado al recibir tales similitudes o
contrastantes referencias en sus fantásticas construcciones.
En secuencia, aparece ahora
Juan Gamboa. La señal y otras narraciones es la obra en cuestión, texto que, confieso,
no conozco. Son relatos más extraídos de la tradición oral, y que por momentos
son cuentos. Por el estilo, -“folklórico yucateco”, según Agustín-, están
también los trabajos de Eleuterio Llanes Pasos y de Javier Gómez Navarrete.
Jorge Cocom es ahora de
quien se ocupa Labrada Aguilera. Secretos
del abuelo merece palabras como ser una obra testimonial, apoyada en el
recuerdo y con componentes didácticos, líricos y épicos. Incluso algo de moralista encuentra el
cubano-quintanarroense en la obra de Cocom Pech. Pero ve también frescura, un
discurso natural donde el pensamiento místico impera.
La última parte de Teje sus voces la memoria está dedicada
con toda justicia a Ramón Iván Suárez Caamal, a Antonio Leal, a Miguel Ángel
Meza y a Javier España.
Encuentra en Ramón una
catarsis donde se plasman lados sombríos, con hipérboles precisas y discretos
flujos existenciales. De Baudelaire,
Proust y hasta de Nietzche, Agustín toma electos para explicar la obra de Ramón
Iván.
De Antonio Leal, de quien
en lo personal admiro sus elementos clásicos y bien tallados, Labrada encuentra
parentesco con Ezra Pound y San Juan de la Cruz. Vivencias eróticas y lecturas literarias
donde también converge el pensamiento griego y el enfoque cristiano.
En Miguel Ángel Meza,
Agustín ve en su obra una ceñida intimidad, donde irradia una poesía
testimonial. En Meza, predominan temas sobre el amor, el paisaje y el placer
estético, donde el verso libre manda sobre un sujeto lírico en primera persona.
Al final de Teje sus voces la memoria, aparece la
infaltable presencia de Javier España, el poeta de “intenciones universalistas
y estructuras ajustadas a un tono y a un lenguaje sumamente tersos”. La suerte cambia la vida es el texto que
se toma de España para incluirlo en esta obra de antología revisada,
enriquecida por los conocimientos de Agustín y con puntillazos de estilete por
momentos.
El libro da lugar y nombre
a cada escritor nacido o allegado a Quintana Roo. Ahí están todos los nombres: Javier, Elvira,
Raúl Arístides Pérez, Rodolfo Novelo, Ever Canul, Ramón, Carlos Hurtado, Miguel
Ángel, Carlos Torres, Lilí Conde, Héctor, Luis Miguel, Juan Domingo Argüelles,
Alberto Castillo, Alejandra Camposeco, Leonardo y algunos más que se me
escapan. Ahí cada quien ocupa su lugar.
Unos, como dice Agustín, ya con eco nacional; otros en proceso formativo y unos
cuantos en silencio fecundo.
El texto de Labrada es algo
así -guardando las proporciones debidas-, como aquella obra que Roland Barthes
escribió a finales de los años 50s para hacer una historia de la literatura
francesa y que llamó El grado cero de la
escritura. Agustín realiza con recursos diferentes lo que
el estructuralista francés hizo con especial orden y análisis: revisar y
ordenar a través de la historia y las corrientes a la literatura de la
Francia. Me acuerdo bien de ello, porque
Roland escribió cuando yo ya hablaba y caminaba, pero no escribía y porque
luego lo leí como estructuralista.
Teje sus voces la memoria. Un libro pequeño, pero grande en sus
intenciones: hablar de los que han escrito en o sobre Quintana Roo.