Tengo dos referentes de aquel movimiento armado de 1910: el saber que medianamente he obtenido y el recuerdo que vivamente me heredaron.
Sobre la Revolución mexicana los estudios han sido prolíficos, al grado que a los historiadores que tratan, o trataron el tema, se les agrupa en cuatro bloques. En el primero aparecen Martín Luis Guzmán y José Vasconcelos; en el segundo grupo destaca Jesús Silva Herzog; en el tercer agrupamiento se encuentran Moisés González Navarro y Jesús Reyes Heroles y en la última generación de estudiosos están John Womack, Jean Meyer, Enrique Krauze, Friedrich Katz, Francois-Xavier Guerra y Héctor Aguilar Camín. Seguramente ya se está formando el quinto grupo; la tela da para más, especialmente el pedazo que cubre los primeros años posrevolucionarios.
Revisando, veo que fui un extremista: recuerdo las crónicas y narraciones de Martín Luis Guzmán y de Vasconcelos, por un lado; y las historias de los actores sociales de Womack, Krauze, Guerra y Aguilar, por el otro lado. Me brinqué a los demás, nada sé de ellos. De estos últimos, confieso que conocí algunos de sus aportes gracias a las sugerencias y a los préstamos que generosamente me hizo Carlos Macías Richard. Estas lecturas, hechas en la primera mitad de los noventas, sepultaron aquella idea de que la historia la hacen los pueblos y ahora podía ver la importancia que tenían los líderes y las élites.
Ya debe notarse que además de mucha bala y de un millón de muertos, la Revolución es una veta de estudio que no se ha terminado, menos ahora que cumplirá 100 años de su inicio.
De esos autores, el que mayor impacto me produjo fue Francois-Xavier Guerra, un historiador francés muerto hace seis años y que, además de su rigurosidad y objetividad científica, era un ferviente militante del Opus Dei. Vale la pena leer las palabras que por esta condición le dedicó In memoriam Jean Meyer.
Guerra escribió el ya clásico México: del Antiguo Régimen a la Revolución. En esta obra analiza los procesos que consolidaron el poder porfirista y los que produjeron su caída. Fuera de lo ortodoxo, el estudioso de Latinoamérica considera que la causa que derrumbó el sistema político de Porfirio Díaz fue su carácter personalista y la resistencia a formar serios y competitivos partidos políticos que permitieran la sucesión en el poder.
El conocimiento detallado que tenía Guerra de la figura del cacique a lo largo de varios estudios, le permitió entender el papel de Porfirio Díaz como un mediador entre universos culturales diferentes y opuestos: el cacique siempre tiene un pie en cada uno de los mundos y lo aprovecha para resolver la relación entre el gobierno y los sectores sociales. De cierta forma, esa tesis fue la que guió al investigador a establecer un modelo que “explicara el tipo de relaciones entre las sociedades tradicionales y el Estado moderno en países del Tercer Mundo”.
En la obra, el investigador del Institut des Hauttes Etudes de l’Amerique Latine indaga la contradicción entre el México moderno: “la convivencia dramática entre la modernidad jurídica y política cimentada hacia 1857 por hombres de la Reforma, y la inmensa ladera de una sociedad tradicional plagada de cotos”. Se interpreta que para Guerra, el régimen de Porfirio Díaz fue una mezcla de compromiso con esa modernidad pero en una ficción democrática.
Pero no se queda en el trabajo de fuentes y de análisis contextual; Guerra sintetiza lo que fue la Revolución. En un panel que compartió con Aguilar Camín, Enrique Florescano y Meyer en 1992, nos dice: “La Revolución mexicana es un mito fundador, es un mito no en el sentido peyorativo de la palabra, sino mito como creencia colectiva, que viene a consolidar esta memoria, que viene a consolidar esta identidad nacional”.
Y es cierto. La Revolución fue un hecho social real, traumático, pero que luego fue sistematizado en sus diversas partes y finalmente integrado a un discurso escolar y político. Todo ello sin una mayor exigencia analítica, sin una posible revisión de los escenarios históricos, de los hombres y las circunstancias.
Esa lectura de Francois-Xavier Guerra y los trabajos de Enrique Krauze me inquietaron y confortaron. Debido tal vez a que una parte de mÍ no proviene de un abolengo revolucionario, esos estudios me han permitido conocer los detalles, los actores sociales y las coyunturas culturales de aquel movimiento.
Innegablemente fue un movimiento justo y reivindicativo del México que no encontró vías para otra forma de lucha política y que entró en crisis por el empate entre lo tradicional y la modernidad.
Pero cuando se crece viviendo entre dos versiones de la historia; entre lo que te enseñan en la escuela y lo que te dice la abuela, el asunto es siempre un tema incómodo.
Sospecho que aquellos libros de educación primaria que se apoyaban en el nacionalismo revolucionario y la microhistoria familiar que la comías y cenabas, fueron causa de esa inquietud que ya fue resuelta por los investigadores de la cuarta generación.
Ahora sólo son anécdotas el cómo esa parte de la familia combatió a los zapatistas, luchó a sangre y fuego por que el pueblo no fuera tomado y las mujeres fueran respetadas. El que el tío-capitán murió en su cama maldiciendo a su primo Emiliano Zapata, o que el bisabuelo-coronel -“por quien llevas su gran nombre”-, no recibió cristiana sepultura porque murió peleando en la agreste campiña y se lo comieron los zopilotes, o que la abuela presumiera su escritura y su lectura de los clásicos que sólo la educación del Dios-Porfirio podía dar.
En fin. Un día encontré en el archivo Porfirio Díaz de la Universidad Iberoamericana cartas entre ellos y me di cuenta que sus amores y lealtades tenían raíces. Pero fue la guerra de ellos. No tengo problemas con las ideas del pariente Emiliano y estoy en paz con la memoria de la abuela.
La Revolución es parte de la historia de México y fue durante un largo tiempo un problema de historia personal, del inconsciente. En ocasiones los historiadores también hacen psicoterapia, y creo que no lo saben.
La Revolución mexicana es, como dice Arnaldo Córdova, un referente constante que permitió que “a su sombra” se pensara en el pasado y que en ella se finque nuestro desarrollo futuro. Pero es necesario que continúen los estudios, que se le siga revisando para no quedarnos en una historia patriotera, fácil y digerible que únicamente sirva para el discurso que nos identifica como un pueblo y una nación. De esta forma, sabremos qué queda, qué es vigente de su ideario en estos tiempos donde los mandatos del libre mercado le dejan muy poco margen al Estado y a su historia.
Sobre la Revolución mexicana los estudios han sido prolíficos, al grado que a los historiadores que tratan, o trataron el tema, se les agrupa en cuatro bloques. En el primero aparecen Martín Luis Guzmán y José Vasconcelos; en el segundo grupo destaca Jesús Silva Herzog; en el tercer agrupamiento se encuentran Moisés González Navarro y Jesús Reyes Heroles y en la última generación de estudiosos están John Womack, Jean Meyer, Enrique Krauze, Friedrich Katz, Francois-Xavier Guerra y Héctor Aguilar Camín. Seguramente ya se está formando el quinto grupo; la tela da para más, especialmente el pedazo que cubre los primeros años posrevolucionarios.
Revisando, veo que fui un extremista: recuerdo las crónicas y narraciones de Martín Luis Guzmán y de Vasconcelos, por un lado; y las historias de los actores sociales de Womack, Krauze, Guerra y Aguilar, por el otro lado. Me brinqué a los demás, nada sé de ellos. De estos últimos, confieso que conocí algunos de sus aportes gracias a las sugerencias y a los préstamos que generosamente me hizo Carlos Macías Richard. Estas lecturas, hechas en la primera mitad de los noventas, sepultaron aquella idea de que la historia la hacen los pueblos y ahora podía ver la importancia que tenían los líderes y las élites.
Ya debe notarse que además de mucha bala y de un millón de muertos, la Revolución es una veta de estudio que no se ha terminado, menos ahora que cumplirá 100 años de su inicio.
De esos autores, el que mayor impacto me produjo fue Francois-Xavier Guerra, un historiador francés muerto hace seis años y que, además de su rigurosidad y objetividad científica, era un ferviente militante del Opus Dei. Vale la pena leer las palabras que por esta condición le dedicó In memoriam Jean Meyer.
Guerra escribió el ya clásico México: del Antiguo Régimen a la Revolución. En esta obra analiza los procesos que consolidaron el poder porfirista y los que produjeron su caída. Fuera de lo ortodoxo, el estudioso de Latinoamérica considera que la causa que derrumbó el sistema político de Porfirio Díaz fue su carácter personalista y la resistencia a formar serios y competitivos partidos políticos que permitieran la sucesión en el poder.
El conocimiento detallado que tenía Guerra de la figura del cacique a lo largo de varios estudios, le permitió entender el papel de Porfirio Díaz como un mediador entre universos culturales diferentes y opuestos: el cacique siempre tiene un pie en cada uno de los mundos y lo aprovecha para resolver la relación entre el gobierno y los sectores sociales. De cierta forma, esa tesis fue la que guió al investigador a establecer un modelo que “explicara el tipo de relaciones entre las sociedades tradicionales y el Estado moderno en países del Tercer Mundo”.
En la obra, el investigador del Institut des Hauttes Etudes de l’Amerique Latine indaga la contradicción entre el México moderno: “la convivencia dramática entre la modernidad jurídica y política cimentada hacia 1857 por hombres de la Reforma, y la inmensa ladera de una sociedad tradicional plagada de cotos”. Se interpreta que para Guerra, el régimen de Porfirio Díaz fue una mezcla de compromiso con esa modernidad pero en una ficción democrática.
Pero no se queda en el trabajo de fuentes y de análisis contextual; Guerra sintetiza lo que fue la Revolución. En un panel que compartió con Aguilar Camín, Enrique Florescano y Meyer en 1992, nos dice: “La Revolución mexicana es un mito fundador, es un mito no en el sentido peyorativo de la palabra, sino mito como creencia colectiva, que viene a consolidar esta memoria, que viene a consolidar esta identidad nacional”.
Y es cierto. La Revolución fue un hecho social real, traumático, pero que luego fue sistematizado en sus diversas partes y finalmente integrado a un discurso escolar y político. Todo ello sin una mayor exigencia analítica, sin una posible revisión de los escenarios históricos, de los hombres y las circunstancias.
Esa lectura de Francois-Xavier Guerra y los trabajos de Enrique Krauze me inquietaron y confortaron. Debido tal vez a que una parte de mÍ no proviene de un abolengo revolucionario, esos estudios me han permitido conocer los detalles, los actores sociales y las coyunturas culturales de aquel movimiento.
Innegablemente fue un movimiento justo y reivindicativo del México que no encontró vías para otra forma de lucha política y que entró en crisis por el empate entre lo tradicional y la modernidad.
Pero cuando se crece viviendo entre dos versiones de la historia; entre lo que te enseñan en la escuela y lo que te dice la abuela, el asunto es siempre un tema incómodo.
Sospecho que aquellos libros de educación primaria que se apoyaban en el nacionalismo revolucionario y la microhistoria familiar que la comías y cenabas, fueron causa de esa inquietud que ya fue resuelta por los investigadores de la cuarta generación.
Ahora sólo son anécdotas el cómo esa parte de la familia combatió a los zapatistas, luchó a sangre y fuego por que el pueblo no fuera tomado y las mujeres fueran respetadas. El que el tío-capitán murió en su cama maldiciendo a su primo Emiliano Zapata, o que el bisabuelo-coronel -“por quien llevas su gran nombre”-, no recibió cristiana sepultura porque murió peleando en la agreste campiña y se lo comieron los zopilotes, o que la abuela presumiera su escritura y su lectura de los clásicos que sólo la educación del Dios-Porfirio podía dar.
En fin. Un día encontré en el archivo Porfirio Díaz de la Universidad Iberoamericana cartas entre ellos y me di cuenta que sus amores y lealtades tenían raíces. Pero fue la guerra de ellos. No tengo problemas con las ideas del pariente Emiliano y estoy en paz con la memoria de la abuela.
La Revolución es parte de la historia de México y fue durante un largo tiempo un problema de historia personal, del inconsciente. En ocasiones los historiadores también hacen psicoterapia, y creo que no lo saben.
La Revolución mexicana es, como dice Arnaldo Córdova, un referente constante que permitió que “a su sombra” se pensara en el pasado y que en ella se finque nuestro desarrollo futuro. Pero es necesario que continúen los estudios, que se le siga revisando para no quedarnos en una historia patriotera, fácil y digerible que únicamente sirva para el discurso que nos identifica como un pueblo y una nación. De esta forma, sabremos qué queda, qué es vigente de su ideario en estos tiempos donde los mandatos del libre mercado le dejan muy poco margen al Estado y a su historia.