Si no se conocen las historias locales y regionales, es difícil comprender la historia nacional.
Con las diversas actividades conmemorativas al Bicentenario de la Independencia y al Centenario de la Revolución Mexicana, de pronto uno tiene la sensación de encontrase en un mar de fuegos de artificio, fiestas populares, coloquios, publicaciones, premios, concursos, exposiciones, museos, plazas y parques, regatas, luces e iluminaciones, actividades deportivas, rehabilitaciones y desfiles. Un total de 2,300 eventos, muchos de ellos ya realizados o en proceso.
Entre esa enorme cantidad de eventos se pierden momentáneamente las razones concretas y las acciones directas que detonaron ambos movimientos. Hemos aceptado, como si fuera por transmisión genética, que el tañer de una campana en un pueblo de Guanajuato y el levantamiento armado y el asesinato de unos hermanos poblanos fueron los primeros hechos simbólicos de la Independencia y de la Revolución. Pero no todos piensan así.
Mezclado con microhistoria -esa versión popular de los acontecimientos que se liga a las acciones cotidianas y a hombres de escala natural-, y con historia regional –la responsable de exponer los procesos sociales, económicos y políticos específicos de cierto pueblo o región geográfica-, me encontré con la conmemoración de un evento yucateco, que me tomó por sorpresa al no saber mucho de él.
El 4 de junio, en Yucatán, principalmente la estructura de gobierno, los historiadores y la población de Valladolid, conmemoran el inicio de la Revolución Mexicana. Aseguran que la primera chispa de ese movimiento fue en la Sultana de Oriente en aquellos días de 1910, cuando yucatecos encabezados por Miguel Ruz Ponce, Maximiliano Bonilla, José Crisanto Chí y José Kantún asaltaron el palacio municipal, declarándose en rebeldía contra el gobierno de Porfirio Díaz.
Los insurrectos habían elaborado un mes antes el Plan de Dzelkoop, en donde mencionaban que “ha llegado la hora de hacer un poderoso esfuerzo para salvar al país de la tormenta que lo aniquila y evitar que el pueblo continúe sufriendo el flagelo del caciquismo y las arbitrariedades del temido dictador”.
La intentona terminó en un baño de sangre. El régimen porfirista envía tropas desde Veracruz y moviliza a Ignacio Bravo, que se encontraba en Santa Cruz (hoy Felipe Carrillo Puerto), para sofocar el levantamiento. Un centenar de muertos, la mayoría de los líderes del movimiento fusilados y otros enviados a la prisión de San Juan de Ulúa, fue el saldo. El gobierno yucateco manifiesta que la rebelión de Valladolid tuvo inspiración maderista y acusó al literato Delio Moreno Cantón y al periodista Carlos Menéndez de provocar el levantamiento. Lo cierto es que ya existían antecedentes políticos previos al movimiento del 4 de junio de 1910.
Salvo los primeros treinta años del levantamiento indígena de 1847, la sociedad yucateca, específicamente la élite política y económica, se encontraba en pleno proceso de recomposición, de relativa estabilidad y plenamente engarzada al proyecto económico henequenero. Son tiempos coincidentes con el ejercicio del poder de Porfirio Díaz.
Esa relativa estabilidad se movió con el surgimiento de grupos de presión y de poder que, para los inicios del siglo XX, buscaban, vía el proceso electoral o la revuelta, satisfacer sus intereses. Para esos años, los caciques rurales y los partidos políticos jugaban roles de pesos y contrapesos en las decisiones políticas, como las del porfirista Olegario Molina, o económicas, como las que representaba la International Harvester, monopolizadora de la producción henequenera.
En Yucatán, la rivalidad entre facciones y partidos venía desde las ideas contrarias entre los sanjuanistas y los rutineros; de los centralistas y los federalistas y los liberales y los conservadores. Los que siempre estuvieron en medio de esas pugnas fueron los indios mayas, sea como argumento o como carne de cañón. En Yucatán, la lucha por el poder entre dos grupos es algo histórico.
Lo sucedido en Valladolid en junio de aquel año se relaciona necesariamente con un proceso político y social que se venía dando desde la presencia y el poder que tenían los primeros medios de comunicación impresos, como La Revista de Mérida, la pacificación de los mayas en 1901, el arribo al gobierno de Olegario Molina, la visita a Yucatán de Porfirio Díaz en 1906, la gira política de Francisco I. Madero a Yucatán en 1909 y las elecciones para gobernador, en donde Madero prefiere apoyar al tabasqueño José María Pino Suárez, a través del Partido Nacional Antirreelecionista, que al vallisoletano Delio Moreno, quien se la juega por el Centro Electoral Independiente.
Tanto Pino Suárez como Moreno Cantón, son derrotados por el oficialista Enrique Muñóz, luego de un polémico resultado. Carlos Menéndez y su secretario Felipe Carrillo Puerto cuestionan duramente al nuevo gobierno. Posteriormente vendrían los hechos de Valladolid en 1910, que para muchos yucatecos fue la primera acción armada de la Revolución Mexicana.
Más tarde, en 1911, ya con Francisco I. Madero como Presidente, el poeta Delio Moreno Cantón se vuelve a enfrentar en las urnas con Pino Suárez, el candidato del Ejecutivo Federal. Pino Suárez gana después de una muy cuestionada elección donde se habla de fraude. Fue tal el apoyo popular a la victoria de Delio Moreno, que Pino Suárez estuvo en el poder menos de dos meses, antes de lanzarse a la candidatura por la vicepresidencia de México. Los revolucionarios maderistas quedaron en entredicho en Yucatán.
Actualmente, el Archivo General del Estado de Yucatán está digitalizando y poniendo en línea algunos documentos que nos permitan conocer algo más de la historia regional. De la misma manera, centros de investigación aportan más elementos de análisis para el conocimiento humano, empírico e ideológico de las realidades. Sólo de esta forma podremos trabajar y comprender histórica y culturalmente a las instituciones y a la sociedad en estos años de festejos, que abruman por momentos, pero que también ofrecen oportunidades al conocimiento de un Bicentenario y un Centenario de historia nuestra
domingo, 27 de junio de 2010
domingo, 13 de junio de 2010
Jueves de Corpus
“Los secretos están sobrestimados. Todo el mundo tiene más de un secreto. A la gente, en su condición ciudadana, le interesa un informe de la corrupción. Pero a la gente, en su condición de aburrida, le gusta que le cuenten historias… Lo real es más aburrido que la ficción”, así dice Julio Villanueva, el maestro de la crónica. Lo siguiente que describo, no pretende ser un entretenimiento: es la historia parcial de un hecho.
En el año de 1971 John Lennon grabó Imagine, Pablo Neruda ganó el Nóbel de literatura y Cassius Clay derrotó a Joe Frazier. A mediados de ese año me encontraba casualmente en la Ciudad de México, por unos días.
Aquel triste 10 de junio había amanecido medio nublado. Cuando me levanté, mis jóvenes tíos -el menor de ellos apenas me lleva cuatro años de edad- ya estaban esperándome para desayunar. Habían preparado, recuerdo bien, la cecina, el jocoque y el queso fresco que les había llevado de la costa: todos somos de allá y habíamos crecido juntos.
El Niño Henry, el más pequeño, el que siempre se proponía como tarea diaria encontrar respuesta a fenómenos culturales, aventó la pregunta:
-¿Qué significará el Corpus Christi?, ¿por qué este día va la gente a la Catedral con sus niños vestidos de inditos y todos compran unas mulitas hechas de hoja de maíz?.
Algo dijimos de tenía que ver con la eucaristía y que ese día se festejaba a los que se llaman Manuel…, también uno de nosotros dijo que eso era una ociosidad y con ello se dio fin a la intención por saber algo más de las costumbres que reproducimos sin saber, sin conocer los significados.
Por la tarde, el sol entraba plenamente al departamento del edificio de cinco pisos en la Calzada de Los Gallos, esquina con Instituto Técnico (hoy Circuito Interior). Desde el ventanal se observaba con todo detalle el campo donde entrenaban Las Águilas Blancas, el mejor equipo de fútbol americano que tenía el Politécnico. También se podía ver la Vocacional seis, la escuela técnica Wilfrido Massieu, la escuela de Medicina y la de Administración y sobresalía más allá la antena del Canal 11: era el Casco de Santo Tomás.
De pronto escuché: “¡¡el pueblo unido jamás será vencido!!” y “¡¡presos políticos libertad!!”. Bajé la mirada y por la avenida caminaban centenares de estudiantes, eran muchos, bien vigorosos y felices iban. Seguí con los ojos a una muchacha de pantalones morados y blusa blanca, era la más atractiva del contingente. No sabía que pasaba. Eran, aproximadamente, las cuatro de la tarde.
- “Vienen de Zacatenco, ya se están concentrando. Habrá una marcha de estudiantes hacia el Zócalo. Piden la libertad de los presos que todavía quedan del 68, se solidarizan con la lucha en la Universidad de Nuevo León y exigen aumento de presupuesto a las universidades”, me informó el mayor de mis parientes: La Changa, en honor a su vellosidad corporal.
- “Ni se te ocurra ir. Estás muy chamaco para eso. Además yo no puedo acompañarte, tengo cita con mi “pior es nada”, atajó.
Me le quedé mirando. Realmente no quería ir porque ya había pasado por esas en el 68, estaba escarmentado. Recuerdo aquel día en que los tres llegaron al pueblo llenos de miedo, ya que se habían involucrado en el movimiento estudiantil y la policía había aprehendido a un primo de ellos.
Tengo muy presente la regañada que les recetó Rafael, el hermano de mi abuela, hombre que parecía un rabino y que había participado en la Revolución: “No me gusta lo que hicieron. No se fueron a México a andar de revoltosos; se fueron a estudiar, cabroncitos. Pero lo que más me encabrona es que se vengan a refugiar bajo las enaguas de su mamá y de su abuela. Mañana mismo se me regresan a seguir lo que empezaron, en esta familia no ha habido ningún jotito y no los habrá. Que Dios los bendiga”. Y se tuvieron que regresar.
Hacia las cinco de la tarde, La Changa y yo subimos a la azotea del edificio para observar la marcha que saldría por Díaz Mirón, daría vuelta sobre San Cosme y de ahí derechito al Zócalo. No tengo idea cuántos manifestantes eran, pero varios miles, calculaba. Llevaban mantas, algunas pancartas y se escuchaba la voz de alguien que a través de un equipo de sonido los animaba con las consignas.
La nutrida columna comenzó a avanzar… No sé cuánto tiempo pasó. Sin embargo, en un instante todos los sonidos cambiaron: se escucharon disparos, algunas veces con cadencia y otras veces aislados…
- ¡¡Están disparando!! ¡¡Alguien está disparando!!
- No te preocupes, son cohetes. No creo que nuevamente quieran un dos de octubre los del gobierno.
- No jodas tío, no son cohetes, eso son descargas de fusil y de pistola…
Bajamos al departamento y nos mantuvimos atentos y con cuidado junto al ventanal. Sobre la avenida Instituto Técnico observamos como corrían en sentido contrario los centenares de muchachos que poco antes vimos alegremente marchar. Llevaban en el rostro el pavor, algunos habían perdido los zapatos, varias jovencitas lloraban, se jalaban de los brazos para no detenerse en su huida, y de pronto ví cómo entre tres llevaban cargando a la muchacha de pantalones morados, pero ahora su blusa blanca lucía una flor roja de sangre, en el pecho…¡¡Putísima, qué es esto!!...
Al día siguiente, muy temprano, compré varios periódicos. “Doce muertos el resultado de un enfrentamiento entre estudiantes”. No lo creía.
-“Fueron los Halcones los que mataron a los muchachos”, me lo dijo gratuitamente el vendedor del puesto de periódicos.
- “A esos cabrones los entrena el Departamento (del Distrito Federal) por la Magdalena Mixuca. Les enseñan manejo de armas, karate y kendo y además les pagan bien”.
- “¿Y usted cómo lo sabe?”, le pregunté.
- “Mi sobrino es uno de ellos. Es El Duffy Estudiaba aquí en la Voca, era un porro. Al rato viene por mí, vamos a festejar a Manuel, a su papá. Ayer no pudo, tenía trabajo el hijo de la chingada”.
En ese caso, me preguntaba: ¿podrá la historia oral tener mayor peso que lo que se escribe? Por el momento, con este recuerdo no tuve escapatoria del pasado y la realidad puede ser más contundente que la ficción.
Hoy, a 39 años de aquella tarde, nadie ha puesto el punto final de aquella historia. Se sabe que fueron setenta los muertos y quiénes fueron los culpables, pero algunos de ellos siguen libres, siguen vivos.
En el año de 1971 John Lennon grabó Imagine, Pablo Neruda ganó el Nóbel de literatura y Cassius Clay derrotó a Joe Frazier. A mediados de ese año me encontraba casualmente en la Ciudad de México, por unos días.
Aquel triste 10 de junio había amanecido medio nublado. Cuando me levanté, mis jóvenes tíos -el menor de ellos apenas me lleva cuatro años de edad- ya estaban esperándome para desayunar. Habían preparado, recuerdo bien, la cecina, el jocoque y el queso fresco que les había llevado de la costa: todos somos de allá y habíamos crecido juntos.
El Niño Henry, el más pequeño, el que siempre se proponía como tarea diaria encontrar respuesta a fenómenos culturales, aventó la pregunta:
-¿Qué significará el Corpus Christi?, ¿por qué este día va la gente a la Catedral con sus niños vestidos de inditos y todos compran unas mulitas hechas de hoja de maíz?.
Algo dijimos de tenía que ver con la eucaristía y que ese día se festejaba a los que se llaman Manuel…, también uno de nosotros dijo que eso era una ociosidad y con ello se dio fin a la intención por saber algo más de las costumbres que reproducimos sin saber, sin conocer los significados.
Por la tarde, el sol entraba plenamente al departamento del edificio de cinco pisos en la Calzada de Los Gallos, esquina con Instituto Técnico (hoy Circuito Interior). Desde el ventanal se observaba con todo detalle el campo donde entrenaban Las Águilas Blancas, el mejor equipo de fútbol americano que tenía el Politécnico. También se podía ver la Vocacional seis, la escuela técnica Wilfrido Massieu, la escuela de Medicina y la de Administración y sobresalía más allá la antena del Canal 11: era el Casco de Santo Tomás.
De pronto escuché: “¡¡el pueblo unido jamás será vencido!!” y “¡¡presos políticos libertad!!”. Bajé la mirada y por la avenida caminaban centenares de estudiantes, eran muchos, bien vigorosos y felices iban. Seguí con los ojos a una muchacha de pantalones morados y blusa blanca, era la más atractiva del contingente. No sabía que pasaba. Eran, aproximadamente, las cuatro de la tarde.
- “Vienen de Zacatenco, ya se están concentrando. Habrá una marcha de estudiantes hacia el Zócalo. Piden la libertad de los presos que todavía quedan del 68, se solidarizan con la lucha en la Universidad de Nuevo León y exigen aumento de presupuesto a las universidades”, me informó el mayor de mis parientes: La Changa, en honor a su vellosidad corporal.
- “Ni se te ocurra ir. Estás muy chamaco para eso. Además yo no puedo acompañarte, tengo cita con mi “pior es nada”, atajó.
Me le quedé mirando. Realmente no quería ir porque ya había pasado por esas en el 68, estaba escarmentado. Recuerdo aquel día en que los tres llegaron al pueblo llenos de miedo, ya que se habían involucrado en el movimiento estudiantil y la policía había aprehendido a un primo de ellos.
Tengo muy presente la regañada que les recetó Rafael, el hermano de mi abuela, hombre que parecía un rabino y que había participado en la Revolución: “No me gusta lo que hicieron. No se fueron a México a andar de revoltosos; se fueron a estudiar, cabroncitos. Pero lo que más me encabrona es que se vengan a refugiar bajo las enaguas de su mamá y de su abuela. Mañana mismo se me regresan a seguir lo que empezaron, en esta familia no ha habido ningún jotito y no los habrá. Que Dios los bendiga”. Y se tuvieron que regresar.
Hacia las cinco de la tarde, La Changa y yo subimos a la azotea del edificio para observar la marcha que saldría por Díaz Mirón, daría vuelta sobre San Cosme y de ahí derechito al Zócalo. No tengo idea cuántos manifestantes eran, pero varios miles, calculaba. Llevaban mantas, algunas pancartas y se escuchaba la voz de alguien que a través de un equipo de sonido los animaba con las consignas.
La nutrida columna comenzó a avanzar… No sé cuánto tiempo pasó. Sin embargo, en un instante todos los sonidos cambiaron: se escucharon disparos, algunas veces con cadencia y otras veces aislados…
- ¡¡Están disparando!! ¡¡Alguien está disparando!!
- No te preocupes, son cohetes. No creo que nuevamente quieran un dos de octubre los del gobierno.
- No jodas tío, no son cohetes, eso son descargas de fusil y de pistola…
Bajamos al departamento y nos mantuvimos atentos y con cuidado junto al ventanal. Sobre la avenida Instituto Técnico observamos como corrían en sentido contrario los centenares de muchachos que poco antes vimos alegremente marchar. Llevaban en el rostro el pavor, algunos habían perdido los zapatos, varias jovencitas lloraban, se jalaban de los brazos para no detenerse en su huida, y de pronto ví cómo entre tres llevaban cargando a la muchacha de pantalones morados, pero ahora su blusa blanca lucía una flor roja de sangre, en el pecho…¡¡Putísima, qué es esto!!...
Al día siguiente, muy temprano, compré varios periódicos. “Doce muertos el resultado de un enfrentamiento entre estudiantes”. No lo creía.
-“Fueron los Halcones los que mataron a los muchachos”, me lo dijo gratuitamente el vendedor del puesto de periódicos.
- “A esos cabrones los entrena el Departamento (del Distrito Federal) por la Magdalena Mixuca. Les enseñan manejo de armas, karate y kendo y además les pagan bien”.
- “¿Y usted cómo lo sabe?”, le pregunté.
- “Mi sobrino es uno de ellos. Es El Duffy Estudiaba aquí en la Voca, era un porro. Al rato viene por mí, vamos a festejar a Manuel, a su papá. Ayer no pudo, tenía trabajo el hijo de la chingada”.
En ese caso, me preguntaba: ¿podrá la historia oral tener mayor peso que lo que se escribe? Por el momento, con este recuerdo no tuve escapatoria del pasado y la realidad puede ser más contundente que la ficción.
Hoy, a 39 años de aquella tarde, nadie ha puesto el punto final de aquella historia. Se sabe que fueron setenta los muertos y quiénes fueron los culpables, pero algunos de ellos siguen libres, siguen vivos.
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