Indudablemente lee y escribe, pero sus interpretaciones no son fieles a la partitura. Se toma libertades que no a todo el auditorio le parecen plenamente armoniosas. Así sucede con el ensayo Breve discurso sobre la cultura, de Mario Vargas Llosa, publicado en Letras Libres en su número 139.
En ese texto, el novelista peruano critica el concepto cultura que tanto a sociólogos y antropólogos les ha tomado 140 años en construir, y se conforma con percepciones del siglo XV, separando a las artes, específicamente a la literatura, de la cultura.
En otra parte de su ensayo, el autor de Conversación en la catedral, se esmera en cuestionar a dos pensadores franceses de la segunda mitad del siglo XX: a Michel Foucault y a Jacques Derrida, usando argumentos pueriles como jugadores de ideas y malabaristas de circo que “divierten y hasta maravillan pero no convencen”. Me parece que en este terreno, el que resulta un funambulista de las palabras es Vargas Llosa.
La crítica no es patrimonio exclusivo de una forma de pensar o de interpretar el mundo, mayormente cuando ésta toca el terreno filosófico, en ello es libre el autor del ensayo. Pero es extraño que en el terreno de la crítica literaria, el respetable novelista intente una paráfrasis, pero sin tocar lo conceptual, las construcciones intelectuales de sus víctimas. Tal vez los puntos de apoyo que encontró fue que es válido mezclar sentimientos e ideas para dar forma a un texto. Faltó fondo.
Pensar que la Cultura (con mayúscula) ha perdido jerarquía ante el reconocimiento de las culturas (en plural), es la parte inicial y motivacional del mencionado ensayo. El autor se va hasta el Renacimiento para localizar que, entonces, la cultura la integraba la literatura y las artes. Luego agrega que durante la Ilustración se le suman la ciencia y los descubrimientos. Para Mario Vargas Llosa la cultura se define a partir de los “rangos sociales”, entre los que la cultivan y la enriquecen con sus aportes; por el contario, aquellos que “la despreciaban o ignoraban” eran los excluidos social y económicamente: toda una visón clasista de la cultura. Él conoce los significados de la cultura hegemónica y las culturas subalternas y también muestra filiación al Romanticismo del siglo XVIII.
Por lo tanto, la cultura es un ente al que el individuo tiene que acceder y del resultado del intento quedan los cultos y los incultos. La visión acumulativa de conocimientos y habilidades es la cultura, según el escritor peruano. De esta forma, sólo aquellos que perciban el manejo de los tiempos y narradores de Faulkner, comprendan la perspectiva en Velázquez, conozcan la ópera sobre el poeta y caballero Tannhäuser o se comuniquen con dios en varios idiomas -como aquella parábola de Monsiváis-, son cultos; los otros son un depravado resultado del “empastelamiento” que han hecho los antropólogos para entender y respetar a las sociedades “primitivas”, la cultura popular.
“Una cosa es creer que todas las culturas merecen consideración…, y otra, muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se equivalen”, menciona Vargas Llosa.
Nuestra concepción de cultura, esa que incluye a la diversidad, no es “angelical”, ni una forzada igualdad horizontal. Tampoco es concebible que la Cultura (individual, refinada y decimonónica) sea la meta a alcanzar de todos los pueblos, ni tampoco se ha disfrazado el concepto de cultura para integrar a los incultos.
En la antropología, la visión evolucionista de la cultura, esa que afirma que es global y general, perdió brillo desde tiempos de Franz Boas, allá a principios del siglo XX. Este antropólogo propuso que cada cultura es particular y no necesariamente debe recorrer un solo y mismo camino: es pertinente conocer la historia de cada cultura.
Después vinieron otras seis escuelas teóricas con sus definiciones, hasta que llegó la de Clifford Geertz, quien con notoria influencia weberiana, nos dice que la cultura es un sistema ordenado de significados y símbolos en cuyos términos tiene lugar la integración social. Es una propuesta que busca las formas que nos comunican, perpetúan y desarrollan nuestro conocimiento y actitudes hacia la vida. La cultura no pertenece a nadie en particular, es un producto social que requiere ser interpretada para entenderla.
Es complejo hablar de cultura, pero no por ello la debemos reducir a lo más simple. El reto es conocer la complejidad y ordenarla.
En el ensayo, que en su encabezado se presenta como una defensa de “la educación humanística y la capacidad que la literatura y la alta cultura tienen para transformar la vida…”, el merecido ganador del Nobel de Literatura cuestiona a Foucault y a Derrida.
Luego de ver en la televisión francesa un reportaje sobre la violencia interétnica en una escuela de un suburbio parisino, Vargas Llosa da un brinco para relacionar las imágenes y las declaraciones con la situación actual de la educación y específicamente la del maestro. Para ello, utiliza como puente y culpa a Michel Foucault.
Vargas Llosa señala que el filósofo sostenía que la enseñanza, junto con “la siquiatría, la religión, la justicia y el lenguaje” son parte de las estructuras del poder y que tiene la finalidad “de reprimir y domesticar el cuerpo social” y que esa postura, en el contexto de los movimientos sociales de 1968, tenía como propósito cuestionar a la autoridad. Afortunadamente, para el novelista eso no prosperó: “no acabó con la autoridad”, pero tuvo efectos negativos en la educación al despojar al maestro de credibilidad.
No sé que ensayo habrá leído Vargas Llosa, sospecho que Los intelectuales y el poder, porque ahí hay una referencia al mayo del 68. Pero en ese texto el filósofo precisamente habla de la negación del intelectual de colocarse delante de las masas, y, por el contrario, localizar las formas del poder –en el saber, en la verdad, en el discurso- para elaborar un mapa, una microfísica de éste. Esas masas no tenían necesidad de conocer cuáles eran las formas de dominación, las conocían.
En su pequeña obra Microfísica del poder, Foucault dice que "el poder no es un fenómeno de dominación masiva y homogénea de un individuo sobre los otros, de un grupo sobre otros, de una clase sobre otras; el poder contemplado desde cerca no es algo dividido entre quienes lo poseen y los que no lo tienen y lo soportan. No está nunca localizado aquí o allá, no está nunca en manos de algunos. El poder funciona, se ejercita a través de una organización reticular. Y en sus redes circulan los individuos, quienes están siempre en situaciones de sufrir o ejercitar ese poder, no son nunca el blanco inerte o consistente del poder ni son siempre los elementos de conexión. El poder transita transversalmente, no está quieto en los individuos".
Y así continúa el escritor. Luego le toca a Jacques Derrida, discípulo de Foucault. Apoyándose en un texto de Gertrude Himmelfarb, acusa al estructuralismo de Foucault y el deconstruccionismo de Derrida de “corrientes del pensamiento… frívolas y superficiales comparadas con las escuelas tradicionales de crítica literaria e histórica”.
El autor de La Fiesta del Chivo entiende por deconstrucción el “desmontar unos objetos verbales cuyo ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa nadería formal, una gratuidad verbosa y narcisista…, es hacer de la crítica literaria una monótona masturbación”. No entendió a Derrida.
Derrida requirió comprender en detalle a J.J. Rousseau y a Ferdinand de Saussure para agregar ese nuevo concepto, fue una propuesta filosófica y lingüística para usos literarios. Se requería explicar la construcción de un concepto “desde la perspectiva histórica y acumulaciones metafóricas o metonímicas. De esta forma, la significación de un texto –periodístico o novela-, se puede ver que es resultado de “la diferencia entre las palabras empleadas, y no en referencia a las cosas que representan”.
Es cierto, muchas veces los asuntos académicos congelan y hacen abstractas las obras que se apoyan en la imaginación y se les priva de “su poderosa fuerza vital”. También es innegable que Mario Vargas Llosa es un osado intelectual responsable e inteligible. Pero, en este caso, no estuve de acuerdo con él y por ello, prefiero seguir leyendo su estupenda novela El sueño del celta.
domingo, 23 de enero de 2011
domingo, 9 de enero de 2011
El escritor
Leí la entrevista en Perú21 del 3 de enero y entonces me animé a escribir sobre él. “Le encuentro faltas garrafales desde el punto de vista de cultura lingüística, y se las digo, premio Nobel y todo. Y es un gran escritor porque el genio no tiene nada que ver con la gramática. Vargas Llosa es un gran escritor, pero tuvo una formación mediocre”. El golpe de Martha Hildebrandt, la especialista en lingüística estructural, fue duro, seco, y parecía oportunista e inexplicable. Pero esa no era la primera crítica que recibía Mario Vargas Llosa.
En semanas pasadas, conversando con el escritor Carlos Torres, comentábamos el otorgamiento del Nobel al nacido en Arequipa. Hablamos breve y elogiosamente de algunas de sus obras, como La casa verde, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta y La Fiesta del Chivo. Nunca cuestionamos la calidad de esas novelas, mucho menos encontramos “faltas garrafales”, tal vez por no tener las herramientas de Hildebrandt, quien seguramente no estudió en “escuelitas de Cochabamba y Piura”.
En lo que sí coincidí con Torres fue que no era de nuestro agrado la postura política de Vargas Llosa y que en el género de ensayo el ganador del Premio Príncipe de Asturias cometía ligerezas, interpretaciones que no se podían dejar pasar.
Sobre el primer punto, comentamos que eso puede ser algo menor ante la monumentalidad de sus novelas, que finalmente eran posturas respetables, tal como sucedió con Jorge Luis Borges, el argentino autor de los poemas El Cómplice, Nubes, Poemas de los dones y El Golem y que merecía el Nobel que nunca le fue otorgado.
Pero en lo que sí no cedimos fue en estar en desacuerdo con algunos puntos de vista del novelista sobre otros escritores, lingüistas o filósofos que merecen respeto, por sus obras y por sus propuestas. El peruano es muy atrevido y da a sus palabras escritas tal contundencia como los marros que tiraron el Muro de Berlín; no sé si lo hace de esa manera por saber que los muertos no pueden hablar, ni rebatirlo.
La conversación con Carlos Torres terminó esa tarde con el préstamo de Las huellas de la voz, una obra antológica de Juan García Ponce publicada en el año 2000. “Lee el ensayo La ignorancia del placer. A ver que te parece”, sugirió el amigo. Luego de la lectura de ese ensayo, de la crítica de Hildebrandt y de releer un artículo de Mario Vargas Llosa titulado Breve discurso sobre la cultura, publicado en la revista Letras Libres en su número 139, resalto y comento algunas líneas.
En La ignorancia del placer, García Ponce no da uno, sino varios golpes con guante blanco en el rostro de Vargas Llosa. Después de la lectura del ensayo El placer glacial, donde Vargas Llosa revisa y opina sobre la primera novela de George Bataille, La historia del ojo, García Ponce pone los acentos sobre las íes.
El escritor yucateco inicia señalando que “con asombro, con irritación, con tristeza, pero con tenaz paciencia…” ha leído el trabajo del peruano sobre la novela del sociólogo francés. Le señala que no entendió la obra y, por lo tanto, su escrito es patético.
El autor de La vida perdurable reconocía en el ahora Nobel su dedicación como buen maestro de literatura para desmenuzar La historia del ojo, pero señala principalmente tres faltas en su ensayo:
Primero. El racionalismo y la laicidad de Vargas Llosa es incapaz de comprender la ausencia de Dios en Bataille, señala García Ponce. Esa ausencia se suple con lo sagrado y con su posible transgresión. Sin mencionarlo, García Ponce conocía la obra El erotismo, de Bataille y por eso, aquello que parecía casi pornográfico a los ojos de Vargas Llosa cuando menciona el “poder repulsivo y la violencia moral” de aquel episodio del “buen curita rubicundo de ojos de santo es masturbado…”, no es comprendido bajo aquella famosa frase de Bataille: la transgresión no es la negación de lo prohibido, sino que lo supera y lo completa.
Segundo. La modernidad de Vargas Llosa no le permite ver la “religiosidad” de Bataille, la búsqueda del “posible sentido de un mundo que se ha quedado sin centro, de una vida cuyo único y profundo valor es su propia fuerza”. Bataille venía de la sociología francesa, la de Marcel Mauss y Roger Callois, sabía de las consecuencias de su renuncia a Dios, pero también sabía de la existencia de lo sagrado. Por eso conocía los actos de sus personajes en su obra y no se trataba de “un juego de niños, irreflexivos, vehementes y caprichosos”, como vio Varga Llosa en una “mirada rápida y superficial”.
Tercero. La historia del ojo, dice García Ponce, “no quiere ser una buena novela, sino una novela perversa, una novela ofensiva…. Es una provocación y un insulto y un reto a nuestra normalidad”. Mario Vargas, el hombre moderno que no tiene prejuicios religiosos, hizo “un valeroso intento de enfrentar y mirar esta novela”, pero sus armas de la razón le impidieron ser tentado por el placer, se negó a hablar de “esas verdades profundas”. Se protegió y nos protege de la novela y nos comunica que “los hombres decentes no deben escribir sobre libros indecentes”, dice García Ponce.
George Bataille, además de novelista y sociólogo, fue poeta y ensayista. Tuvo la iniciativa de agrupar a grandes intelectuales como Gastón Bachelard y Roger Callois en torno a una publicación titulada Acéphale. Con Callois inició el análisis de la transgresión como un rompimiento de la normalidad, como el acceso momentáneo, temporal, a la liminidad: fueron ellos quienes aportaron elementos para la teoría de la fiesta, un espacio elaborado de transgresión. Las ideas de Bataille no fueron bien acogidas por el movimiento existencialista que encabezaba Jean Paul Sartre, habría que mencionar, pero sus aportes fueron aceptados por filósofos estructuralistas como Michael Foucault y Jacques Derrida.
Coincidentemente sobre estos últimos, Foucault y Derrida, Mario Vargas Llosa escribe críticamente en su ensayo Breve discurso sobre la cultura, publicado en la revista Letras Libres y del cual me ocuparé en la siguiente parte.
Tiene razón aquella lingüista: Mario Vargas Llosa es un gran escritor. No son exageradas las palabras de Peter Englund, Secretario de la Academia que concedió el Nobel: lo que distingue a Mario Vargas Llosa es su valentía. Aunque en algunas percepciones no se esté de acuerdo con él.
En semanas pasadas, conversando con el escritor Carlos Torres, comentábamos el otorgamiento del Nobel al nacido en Arequipa. Hablamos breve y elogiosamente de algunas de sus obras, como La casa verde, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta y La Fiesta del Chivo. Nunca cuestionamos la calidad de esas novelas, mucho menos encontramos “faltas garrafales”, tal vez por no tener las herramientas de Hildebrandt, quien seguramente no estudió en “escuelitas de Cochabamba y Piura”.
En lo que sí coincidí con Torres fue que no era de nuestro agrado la postura política de Vargas Llosa y que en el género de ensayo el ganador del Premio Príncipe de Asturias cometía ligerezas, interpretaciones que no se podían dejar pasar.
Sobre el primer punto, comentamos que eso puede ser algo menor ante la monumentalidad de sus novelas, que finalmente eran posturas respetables, tal como sucedió con Jorge Luis Borges, el argentino autor de los poemas El Cómplice, Nubes, Poemas de los dones y El Golem y que merecía el Nobel que nunca le fue otorgado.
Pero en lo que sí no cedimos fue en estar en desacuerdo con algunos puntos de vista del novelista sobre otros escritores, lingüistas o filósofos que merecen respeto, por sus obras y por sus propuestas. El peruano es muy atrevido y da a sus palabras escritas tal contundencia como los marros que tiraron el Muro de Berlín; no sé si lo hace de esa manera por saber que los muertos no pueden hablar, ni rebatirlo.
La conversación con Carlos Torres terminó esa tarde con el préstamo de Las huellas de la voz, una obra antológica de Juan García Ponce publicada en el año 2000. “Lee el ensayo La ignorancia del placer. A ver que te parece”, sugirió el amigo. Luego de la lectura de ese ensayo, de la crítica de Hildebrandt y de releer un artículo de Mario Vargas Llosa titulado Breve discurso sobre la cultura, publicado en la revista Letras Libres en su número 139, resalto y comento algunas líneas.
En La ignorancia del placer, García Ponce no da uno, sino varios golpes con guante blanco en el rostro de Vargas Llosa. Después de la lectura del ensayo El placer glacial, donde Vargas Llosa revisa y opina sobre la primera novela de George Bataille, La historia del ojo, García Ponce pone los acentos sobre las íes.
El escritor yucateco inicia señalando que “con asombro, con irritación, con tristeza, pero con tenaz paciencia…” ha leído el trabajo del peruano sobre la novela del sociólogo francés. Le señala que no entendió la obra y, por lo tanto, su escrito es patético.
El autor de La vida perdurable reconocía en el ahora Nobel su dedicación como buen maestro de literatura para desmenuzar La historia del ojo, pero señala principalmente tres faltas en su ensayo:
Primero. El racionalismo y la laicidad de Vargas Llosa es incapaz de comprender la ausencia de Dios en Bataille, señala García Ponce. Esa ausencia se suple con lo sagrado y con su posible transgresión. Sin mencionarlo, García Ponce conocía la obra El erotismo, de Bataille y por eso, aquello que parecía casi pornográfico a los ojos de Vargas Llosa cuando menciona el “poder repulsivo y la violencia moral” de aquel episodio del “buen curita rubicundo de ojos de santo es masturbado…”, no es comprendido bajo aquella famosa frase de Bataille: la transgresión no es la negación de lo prohibido, sino que lo supera y lo completa.
Segundo. La modernidad de Vargas Llosa no le permite ver la “religiosidad” de Bataille, la búsqueda del “posible sentido de un mundo que se ha quedado sin centro, de una vida cuyo único y profundo valor es su propia fuerza”. Bataille venía de la sociología francesa, la de Marcel Mauss y Roger Callois, sabía de las consecuencias de su renuncia a Dios, pero también sabía de la existencia de lo sagrado. Por eso conocía los actos de sus personajes en su obra y no se trataba de “un juego de niños, irreflexivos, vehementes y caprichosos”, como vio Varga Llosa en una “mirada rápida y superficial”.
Tercero. La historia del ojo, dice García Ponce, “no quiere ser una buena novela, sino una novela perversa, una novela ofensiva…. Es una provocación y un insulto y un reto a nuestra normalidad”. Mario Vargas, el hombre moderno que no tiene prejuicios religiosos, hizo “un valeroso intento de enfrentar y mirar esta novela”, pero sus armas de la razón le impidieron ser tentado por el placer, se negó a hablar de “esas verdades profundas”. Se protegió y nos protege de la novela y nos comunica que “los hombres decentes no deben escribir sobre libros indecentes”, dice García Ponce.
George Bataille, además de novelista y sociólogo, fue poeta y ensayista. Tuvo la iniciativa de agrupar a grandes intelectuales como Gastón Bachelard y Roger Callois en torno a una publicación titulada Acéphale. Con Callois inició el análisis de la transgresión como un rompimiento de la normalidad, como el acceso momentáneo, temporal, a la liminidad: fueron ellos quienes aportaron elementos para la teoría de la fiesta, un espacio elaborado de transgresión. Las ideas de Bataille no fueron bien acogidas por el movimiento existencialista que encabezaba Jean Paul Sartre, habría que mencionar, pero sus aportes fueron aceptados por filósofos estructuralistas como Michael Foucault y Jacques Derrida.
Coincidentemente sobre estos últimos, Foucault y Derrida, Mario Vargas Llosa escribe críticamente en su ensayo Breve discurso sobre la cultura, publicado en la revista Letras Libres y del cual me ocuparé en la siguiente parte.
Tiene razón aquella lingüista: Mario Vargas Llosa es un gran escritor. No son exageradas las palabras de Peter Englund, Secretario de la Academia que concedió el Nobel: lo que distingue a Mario Vargas Llosa es su valentía. Aunque en algunas percepciones no se esté de acuerdo con él.
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