Ahora es común hablar del Caribe mexicano, pero antes de Cancún, solamente los isleños y los del sur sabían de este mar. Lo conocían porque ahí pescaban, navegaban y en su costa vivían, secaban la carne del coco y compartían historias en la soledad, en el aislamiento.
Esta parte de la Península es una fracción de la parte continental de la cuenca del Caribe que tenía muy deshabitadas sus costas e islas hasta antes de la Guerra de Castas. A lo largo de estos últimos 150 años, sus habitantes se habían comportado y organizado de varias formas: extraían esponja, pescaban tortugas, especies de escama y caracol o en sus costas cortaban palo de tinte y obtenían copra. Y más cercanamente en el tiempo, colocaban trampas antillanas y de sombra para capturar langostas; mientras, en el interior, los mayas cortaban caoba y extraían la resina del chicle.
Fidel Villanueva, el caribeño que no únicamente sabe de pesca y agua potable, nos ayuda a recordar cómo se repoblaron las islas del Caribe mexicano: “Todo mundo pasa por acá a partir del 13 de marzo de 1848 con la toma de Valladolid por los mayas. Pobres y ricos huyen como pueden y así llegan encuerados hasta El Cuyo. Los batallones de Mérida se habían desbalagado. Barcos de Cuba y de Campeche acarreaban gente, otros vienen a pie y otros nadando por la costa. Buscaban las islas porque los mayas no tenían barcos y es así como llegan a fundar el pueblo de Isla Mujeres. En 1866 los militares realizan un censo, habían 427 habitantes en la isla; ya se daba una consolidación, una estabilización de la población, porque acá llegaron a haber 1,800 personas, pero muchas emigraron a Cozumel o al lado inglés (Belice) durante la guerra”.
Antes del decreto de creación del estado de Quintana Roo, en 1971, cuando se construyó el primer hotel de Cancún, era muy diferente el paisaje y la actividad de los hombres y mujeres del mar y del interior. Entonces, poco más de 88 mil seres se asentaban en el Caribe mexicano y de ellos, el 78 % se localizaba en la selvática zona centro y en la delegación de Payo Obispo. Actualmente las proporciones se han invertido: el norte continental y las islas representan el 72 % de la población total y la actividad económica preponderante dejó de ser la pesca y el comercio.
El arribo del turismo a las islas fue gradual. En un inicio los visitantes eran regionales y algunos norteamericanos que aprovecharon la infraestructura aeroportuaria que habían instalado los estadounidenses en la isla de Cozumel para patrullar el Caribe durante la Segunda Guerra Mundial. “Llegaron a partir de que se abrió la carretera de Chemax a Puerto Juárez, la cual se inició entre 1950 o 53 y para 1956 ya la terrecería estaba lista. Eso hizo que a nivel regional la gente se acercara a espiar el mar. Antes había canoas que para Semana Santa promovían viajes de placer a Holbox o Isla Mujeres, partiendo de Progreso, Yucatán. Era un turismo regional, no de masas”, recuerda el Cronista de la isla. “Venían por la comida típica y las playas. Pero hay que señalar que eso trajo al principio un impacto psicológico en los isleños: la gente pernoctaba, se quedaba, y ellos se sintieron desplazados en sus espacios, se sintieron invadidos en su intimidad, porque antes los únicos caminos eran los del mar”.
La presencia de los primeros turistas incrementó la población de las islas de manera exponencial. “En 1950 había 645 habitantes; para 1960, diez años más tarde, se registran 2,225 habitantes en Isla Mujeres: la carretera los trajo”. Para Fidel Villanueva, son los albores de los 70s los que marcan el desplazamiento de las actividades tradicionales por el turismo: “Para 1974 se crea la primera colonia popular y poco antes se había inaugurado el primer gran hotel, el Zazil-ha. La fisonomía del pueblo pesquero de 1850, comenzó a cambiar”. En este nuevo modelo económico “mucho mérito tuvo José Jesús Lima y sus contactos con Miguel Alemán, Lázaro Cárdenas e importantes inversionistas”.
La historia turística de la isla está ligada a la historia política de otra isla vecina. Hubo factores que hicieron que el turismo se “desviara” al naciente Cancún y a las islas. “Don José Lima tuvo la visión de iniciar con las inversiones, pues observó lo que sucedía con la revolución de Fidel Castro, lo de la crisis de los misiles del 62…, los norteamericanos ya no iban a Cuba; fue cuando empezó todo esto del turismo: fue el darle a los gringos una alternativa a tiro de piedra. Y así es como don Pepe le compra a don Ausencio Magaña, un señor que vendía paletas, la Punta norte de la isla en 80 mil pesos para poner lo que hoy es el hotel Avalon”.
Y es así como se da la transformación de aquel Caribe: lo tradicional da paso a la modernidad, la pesca pasó a ser una actividad secundaria y el turismo comenzó a marcar el ritmo en el Caribe mexicano. “Eso es interesante. Ese cambio o rompimiento del que hablas tiene nombre y apellidos en una isla donde todos nos conocíamos. Los Magaña representaban la actividad pesquera, marítima, y los Lima a los turisteros”.
Mientras Fidel simplemente tomaba agua y su interlocutor mojito tras mojito, transcurría el mediodía viendo pasar yates y veleros que se dirigían al puerto de abrigo, aventando sus olas a la semihundida Sultana, la hermanita de la ya desaparecida La novia del mar, naves emblemáticas de Isla Mujeres, de otros tiempos.
El Cronista por momentos meditaba, hacía pausas, como recordando datos que amigos como Tere Gamboa o Michel Antochiw le han proporcionado para enriquecer los archivos que avalan sus palabras. “Mi pasión, además del mar, ha sido la investigación histórica, la recopilación de datos. Después de leer aquellas Biblias varias veces, un día en la secundaria el profesor Salvador Lizárraga me dijo: ‘óyeme Fidel, por qué todo el tiempo andas con esos libros, se burlan de tí, nunca vas a entender a Dios’. Y me dio un libro que por ahí has de tener entre los tuyos. Eso me influyó, y desde entonces definí mi personalidad; me olvidé de la religión, y de Dios sólo me acuerdo cuando estoy a once mil metros de altura o cuando me he extraviado en el mar”.
En 1990 se había llegado a un balance poblacional entre el norte y el sur-centro de Quintana Roo, pero a partir de ese año el fiel comienza a deslizarse hacia donde la industria turística se ha desarrollado. La población se desplazó, también la economía y para varios observadores, el poder hace lo mismo. Por eso hay que escuchar a ellos, a los que vivieron otros tiempos. Cierto, tienen cierta nostalgia en su hablar, pero solo así podemos entender el lugar donde vivimos.
Fidel, el caribeño, sabe de este mar, de estas tierras: de los asentamientos mayas de la costa y de los canoeros que iban hasta Honduras, de los discípulos de Henry Morgan y de cómo llegó el turismo a su isla. Pero sobre todo, sabe de cómo se extraía la esponja por Isla Contoy, cuándo se comenzó a capturar la tortuga con redes, cómo los isleños intercambiaban con los cubanos sardina para carnada por anzuelos hechos en Oslo, Noruega; pero principalmente, sabe cómo quema el sedal cuando el mero de diez kilos se quiere escapar.
domingo, 13 de marzo de 2011
domingo, 6 de marzo de 2011
El caribeño
Mientras lo escuchaba hablar, allá en El Varadero de Burgos, recordaba aquellos testimonios que recogió Luis María Gatti cuando preparaba la exposición La vida en un lance y el libro Obreros del mar. Eran esos años de la primera mitad de los 80s, cuando la cultura popular amplió su campo conceptual y de trabajo a los pescadores.
El testimonio de él, así como fue registrado el de Rafael Burgos, José Magaña y Buenaventura Delgado de Isla Mujeres, Juan Rivero de Xcalak y Satur Coral de Holbox, debió ser objeto de aquel equipo de investigadores que integró Guillermo Bonfil y Lourdes Arizpe para recorrer los litorales del país y conocer a los que “agarraban pescados”, secaban el coco, sembraban chinchorros y que lo hacían por necesidad y con pasión.
De esos hombres y mujeres del Caribe quedan pocos. Ya las nuevas actividades turísticas los han atarrayado o las especies cada día están más lejos y escasas. Fidel Villanueva es un caribeño de aquellos tiempos.
Propicié el encuentro porque me parecía que el chetumaleño reunía algunos procesos de la vida en la costa, tenía la cualidad de sumar a la anécdota el dato que le da la tarea de organizar la microhistoria y por el simple hecho de recordar a aquellas familias pioneras de los últimos años del Territorio Federal y de los primeros del Estado.
No nació en la isla donde ahora vive, sino en la costa sur de Quintana Roo. Su padre, Fidel Villanueva Martínez, fue agricultor y hombre de mar que, desde tempana edad, se llevó a la familia a vivir a Río Wach, abajito de Mahahual. “Ahí estábamos en la costa, en un cocal del tío Valerio Rivero, que fue Prefecto Político en tiempos del Territorio. Ahí estuvimos haciendo copra, pesca y agricultura detrás de la costa, aprovechando la sabana, hasta que llegó el Janet…”.
Entre sembrar y cosechar papayas, sandías y plátanos, bajar cocos y pescar boquinetes, chakchí, caracol y langostas en un bote de vela, así pasó la familia buenos años “El cocal daba veinte toneladas de copra al mes, el tío le hacia un buen pago a mi papá. También vivíamos de playar hule y lacre, eran años posteriores a la guerra (Segunda Guerra Mundial). Todo eso se recogía y se vendía al doble del precio de la copra. Se tenían ingresos extras. Recuerdo cuando mi padre escarbaba con un alambre algunas nueces de coco, les hacía una ranura, ponía nuestros nombres y las metía en un enorme baúl: eran cocos rellenados con monedas de oro y plata..., pero todo desapareció con el Janet y eso nos obligó regresar a Chetumal, bajo un techo de paja, hacinados, y comiendo durante meses plátano verde del sembradío del abuelo Chono que respetó el huracán. A partir de ahí empezó una vida sumamente difícil y muy pobre”. Es de imaginarse la angustia de Efigenia Madrid Santín protegiendo a la familia del silbante viento y el hambre.
Fueron años donde atarrayar chihuas en la bahía y vender las sartas, era la forma de sobrevivir. “Lanzando la tarraya desde el muelle fiscal hasta el rancho de Lucio Osorio, así nos manteníamos en esa época de ruina”.
La magra economía se complementaba con otras actividades humildes, pero honestas: “Vendí pepitas, limpié zapatos, vendí chicles en el cine Ávila Camacho, en el Aguilar, descalzo, con la ropa abierta…, y así te vas proponiendo hacer algo, ser alguien”. De esta forma lo describe Fidel, hombre que conserva el color de la piel tostada por el sol de la costa y que nos pone a pensar en las penurias que pasaron los chetumaleños luego de que su ciudad y la costa fueran destruidas por un meteoro.
Ya con catorce años cumplidos, el ahora Cronista de Isla Mujeres, practicó la albañilería, apicultura, “forrador de autos”, carbonero, sacapiedras, calero…, era el hijo mayor de trece hermanos y sobre él se cargaban muchas responsabilidades. Pero llegaron los años del estudio, las oportunidades y la superación. El hombre se aleja de las aguas saladas y sus pescaditos y se transforma en un experto en el agua dulce, en el agua potable. Con estudios de educación secundaria logra colocarse como ayudante de químico en la planta de agua potable de Chetumal.
“Miguel Villanueva Sosa me empezó a enseñar a destilar agua y luego aprendí mucho de colorimetría, hacer análisis fisicoquímicos y bacteriológicos y demás. Lugo estudié para mecánico y electricista, que era lo que se requería en la planta con tantos motores y bombas y sistemas electromecánicos un tanto complejos”. A los 17 años ya era jefe de la planta y de la zona de pozos y para 1974, el año de la creación del estado de Quintana Roo, él logra ser el supervisor de sistemas de agua en toda la entidad.
Fue así como, con un buen cúmulo de experiencia y conocimientos, deja su región, su lugar de origen, y se traslada a Isla Mujeres en 1980. Va como responsable de la gerencia del sistema de agua potable de la Isla, se lo había pedido Pedro Joaquín y él, bien disciplinado, comienza una estancia y un trabajo que lo llevaría años después a la Presidencia Municipal.
Fidel llega a la isla cuando se vivían momentos convulsos. Los jóvenes isleños de la cooperativa pesquera Patria y Progreso se rebelaban al control que había ejercido durante mucho tiempo una familia. Así se registra parte del testimonio de Rafael Burgos en el libro Obreros del mar: “Cuando empezó la lucha de los pescadores, yo dije que participaría en esa lucha. Era el momento de tomar una decisión y de que nosotros los jóvenes cambiáramos la vida de este pueblo, que hagamos de las cooperativas lugares de trabajadores, de obreros del mar y no cooperativas de caciques ni de dictadores”.
En esas condiciones políticas, Fidel no llega a un lecho de rosas. “Me vine a hacer cargo del sistema; me acuerdo que me lo entregaron a balazos, así eran esos tiempos. Aquí la cosa estaba caliente, era el rompimiento, era un parteaguas en la pesca y, de cierta forma, la eterna lucha entre los turisteros y los pescadores”.
Ya establecido, atendiendo el suministro del agua que se trae entubada de la parte continental, de la facturación y los servicios domiciliarios, al parecer a Fidel le comienza a atraer la historia del lugar. Inicia una interesante etapa de rastreo de documentos en Chetumal, en Mérida y en el Archivo General de la Nación, para conocer en dónde estaba parado y exponer a los isleños los orígenes y lo hechos de la historia cotidiana. El de atender la lectura y buscar causas ya lo traía desde que era niño cuando leyó dos veces la Biblia de los adventistas, y una y media vez la Biblia de los católicos. Así comenzó su pasión por la historia, recuerda el isleño, el caribeño.
El testimonio de él, así como fue registrado el de Rafael Burgos, José Magaña y Buenaventura Delgado de Isla Mujeres, Juan Rivero de Xcalak y Satur Coral de Holbox, debió ser objeto de aquel equipo de investigadores que integró Guillermo Bonfil y Lourdes Arizpe para recorrer los litorales del país y conocer a los que “agarraban pescados”, secaban el coco, sembraban chinchorros y que lo hacían por necesidad y con pasión.
De esos hombres y mujeres del Caribe quedan pocos. Ya las nuevas actividades turísticas los han atarrayado o las especies cada día están más lejos y escasas. Fidel Villanueva es un caribeño de aquellos tiempos.
Propicié el encuentro porque me parecía que el chetumaleño reunía algunos procesos de la vida en la costa, tenía la cualidad de sumar a la anécdota el dato que le da la tarea de organizar la microhistoria y por el simple hecho de recordar a aquellas familias pioneras de los últimos años del Territorio Federal y de los primeros del Estado.
No nació en la isla donde ahora vive, sino en la costa sur de Quintana Roo. Su padre, Fidel Villanueva Martínez, fue agricultor y hombre de mar que, desde tempana edad, se llevó a la familia a vivir a Río Wach, abajito de Mahahual. “Ahí estábamos en la costa, en un cocal del tío Valerio Rivero, que fue Prefecto Político en tiempos del Territorio. Ahí estuvimos haciendo copra, pesca y agricultura detrás de la costa, aprovechando la sabana, hasta que llegó el Janet…”.
Entre sembrar y cosechar papayas, sandías y plátanos, bajar cocos y pescar boquinetes, chakchí, caracol y langostas en un bote de vela, así pasó la familia buenos años “El cocal daba veinte toneladas de copra al mes, el tío le hacia un buen pago a mi papá. También vivíamos de playar hule y lacre, eran años posteriores a la guerra (Segunda Guerra Mundial). Todo eso se recogía y se vendía al doble del precio de la copra. Se tenían ingresos extras. Recuerdo cuando mi padre escarbaba con un alambre algunas nueces de coco, les hacía una ranura, ponía nuestros nombres y las metía en un enorme baúl: eran cocos rellenados con monedas de oro y plata..., pero todo desapareció con el Janet y eso nos obligó regresar a Chetumal, bajo un techo de paja, hacinados, y comiendo durante meses plátano verde del sembradío del abuelo Chono que respetó el huracán. A partir de ahí empezó una vida sumamente difícil y muy pobre”. Es de imaginarse la angustia de Efigenia Madrid Santín protegiendo a la familia del silbante viento y el hambre.
Fueron años donde atarrayar chihuas en la bahía y vender las sartas, era la forma de sobrevivir. “Lanzando la tarraya desde el muelle fiscal hasta el rancho de Lucio Osorio, así nos manteníamos en esa época de ruina”.
La magra economía se complementaba con otras actividades humildes, pero honestas: “Vendí pepitas, limpié zapatos, vendí chicles en el cine Ávila Camacho, en el Aguilar, descalzo, con la ropa abierta…, y así te vas proponiendo hacer algo, ser alguien”. De esta forma lo describe Fidel, hombre que conserva el color de la piel tostada por el sol de la costa y que nos pone a pensar en las penurias que pasaron los chetumaleños luego de que su ciudad y la costa fueran destruidas por un meteoro.
Ya con catorce años cumplidos, el ahora Cronista de Isla Mujeres, practicó la albañilería, apicultura, “forrador de autos”, carbonero, sacapiedras, calero…, era el hijo mayor de trece hermanos y sobre él se cargaban muchas responsabilidades. Pero llegaron los años del estudio, las oportunidades y la superación. El hombre se aleja de las aguas saladas y sus pescaditos y se transforma en un experto en el agua dulce, en el agua potable. Con estudios de educación secundaria logra colocarse como ayudante de químico en la planta de agua potable de Chetumal.
“Miguel Villanueva Sosa me empezó a enseñar a destilar agua y luego aprendí mucho de colorimetría, hacer análisis fisicoquímicos y bacteriológicos y demás. Lugo estudié para mecánico y electricista, que era lo que se requería en la planta con tantos motores y bombas y sistemas electromecánicos un tanto complejos”. A los 17 años ya era jefe de la planta y de la zona de pozos y para 1974, el año de la creación del estado de Quintana Roo, él logra ser el supervisor de sistemas de agua en toda la entidad.
Fue así como, con un buen cúmulo de experiencia y conocimientos, deja su región, su lugar de origen, y se traslada a Isla Mujeres en 1980. Va como responsable de la gerencia del sistema de agua potable de la Isla, se lo había pedido Pedro Joaquín y él, bien disciplinado, comienza una estancia y un trabajo que lo llevaría años después a la Presidencia Municipal.
Fidel llega a la isla cuando se vivían momentos convulsos. Los jóvenes isleños de la cooperativa pesquera Patria y Progreso se rebelaban al control que había ejercido durante mucho tiempo una familia. Así se registra parte del testimonio de Rafael Burgos en el libro Obreros del mar: “Cuando empezó la lucha de los pescadores, yo dije que participaría en esa lucha. Era el momento de tomar una decisión y de que nosotros los jóvenes cambiáramos la vida de este pueblo, que hagamos de las cooperativas lugares de trabajadores, de obreros del mar y no cooperativas de caciques ni de dictadores”.
En esas condiciones políticas, Fidel no llega a un lecho de rosas. “Me vine a hacer cargo del sistema; me acuerdo que me lo entregaron a balazos, así eran esos tiempos. Aquí la cosa estaba caliente, era el rompimiento, era un parteaguas en la pesca y, de cierta forma, la eterna lucha entre los turisteros y los pescadores”.
Ya establecido, atendiendo el suministro del agua que se trae entubada de la parte continental, de la facturación y los servicios domiciliarios, al parecer a Fidel le comienza a atraer la historia del lugar. Inicia una interesante etapa de rastreo de documentos en Chetumal, en Mérida y en el Archivo General de la Nación, para conocer en dónde estaba parado y exponer a los isleños los orígenes y lo hechos de la historia cotidiana. El de atender la lectura y buscar causas ya lo traía desde que era niño cuando leyó dos veces la Biblia de los adventistas, y una y media vez la Biblia de los católicos. Así comenzó su pasión por la historia, recuerda el isleño, el caribeño.
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