domingo, 13 de enero de 2008

La fiesta

A ella le confesé que no sabía bailar, pero le prometí que para este año que inicia tomaría un curso para no dejarla con las ganas. Tengo la terrible sospecha de que mi sensibilidad no tiene el mismo ritmo de mi pretendida racionalidad. Es paradójico: me divierto, pero no participo en esos eventos. Y lo peor de todo, me he interesado tanto en la fiesta que hasta una hipótesis elaboré de ella.

En ocasiones creo encontrar la diferencia y la justificación: la fiesta que me interesa es la ritualizada y la fiesta que me divierte es donde participan mis amigos, que festejan cualquier cosa ante el mínimo pretexto. Me ocuparé de la primera, de la fiesta que no festeja cumpleaños, ni años nuevos, sino de de aquélla que es atemporal, que viene de lejos y que nutre a muchas sociedades.

Todo comenzó con la inquietud de revisar ciertos temas. En esa tarea observé que el juego, la locura, el tiempo, la muerte y la fiesta fueron poco atendidos por los llamados modelos teóricos de simplicidad organizada, ya que pronto llegó su abandono y se dio la predilección a estudios con enfoques novedosos. Un ejemplo de cómo andan esos enfoques es que ahora la cultura es trabajada como texto, aunque se “disperse” la autoría y se entre en la valoración del Otro y de la Diferencia.

La fiesta, como objeto de estudio, fue durante mucho tiempo coto de los folkloristas -los primeros etnólogos de principios del siglo XX- y de su descriptivo desmenuzamiento etnográfico. En esos trabajos había un aislamiento de toda interpretación y se la presentaba como relevancia curiosa y exótica de las sociedades. Se describía lo llamativo de las máscaras, los giros coreográficos a que obligaba la música o el espacio ritual de la presentación, era todo. A esta forma de ver las cosas agradecían las viejas organizaciones de ballet folklóricos que tomaban lo más sencillo para resaltar la identidad de un grupo.

Esa cuarentena teórica impidió que se precisaran sus confines, su naturaleza fenomenológica y su posible significado. No había ningún interés por confirmar cualquier tímida intuición.

Aquel folklorismo no trabajó para atender a la fiesta-esencia, ni la memoria de ella, es decir, su simbolismo. Mucho menos el carácter “a-estructural” y contestatario que se da en las culturas populares y que de cierta forma la antropología mexicana de Guillermo Bonfil intuyó y dibujó.

Esta forma de ver a la fiesta parte del conocimiento de una sociedad compleja como la mexicana, que comprende, por definición, una diversidad de culturas locales que tienden hacia direcciones opuestas. Por un lado se acentúan los particularismos que reproducen la identidad de los grupos subalternos; por otro, la ideología de los sectores dominantes no sólo tiende a buscar la uniformidad en “proyectos sustitutivos” como le llamaba Bonfil Batalla, sino a condenar las experiencias que contradicen sus postulados de vida y a negar las diferencias que no comprende intelectualmente.

Un conocimiento riguroso, detallado y lúcido, de los grupos populares, así como sus comunidades, puede ser el fundamento necesario de una actitud entre nuestras culturas, pues cada una de ellas constituye un patrimonio y ninguna por sí sola dispone de fórmulas aplicables al conjunto. No hay necesidad de poner a competir en el tablado el jarabe de La negra con la jarana Olan de China; no se confundan.

Hablar de lo simbólico de la fiesta, se hace contextualizándola en lo cultural y por tanto en lo social. De ahí que la provocación de que la fiesta es “aestructural” y contestataria tiene validez; que se entienda esto cuando reconocemos los caracteres que nos marca la sociedad en la productividad, la seriedad, la lógica y la división artificial del tiempo; en lo laboral y en lo festivo. Con la división y la medición de tiempos, la fiesta entra a la institución del calendario; de esta forma, nuestra ideología aplica a la fiesta una función desvirtuada, al asignarle exclusivamente un rol catártico, como técnica de regocijo y domesticación.

El interés por la fiesta ha producido un cuerpo teórico que tiene cimientos en los trabajos de sociólogos y antropólogos como Emilio Durkheim, Marcel Mauss, Roger Caillois, Mircea Eliade, Georges Bataille, Jean Duvignaud, René Girad y hasta el filósofo Federico Nietzsche. Cada uno de ellos colocó un ladrillo en ese muro.

Para mayor detalle, este cuerpo teórico tiene dos vertientes, dos partes que la hacen, por un lado reconfortadora y organizadora de las instituciones, y por la otra es un “argumento” que sugiere una desposesión de los papeles sociales y acaba en un estado de indeterminación (trance) que provoca la disolución momentánea de la vida social organizada.

Nada más daré un ejemplo de cada enfoque para que se vea que son dos ojos que miran el mismo fenómeno. Marcel Mauss dice por allí: “En el curso de algunas manifestaciones colectivas, que acaparan la vida completa del grupo, el sistema del don que se establece en comunidades diferentes se exalta en un delirio de consumo y de derroche, el potlach. El maná se revela en esa fiesta de intercambio que a veces altera el orden común. Fenómeno total social, el potlach es el núcleo generador de la economía, del derecho, de la estética y de la vida psicológica: a partir de esos momentos de efervescencia se organizan las instituciones”. ¿No les recuerda algo de esto cuando se ha asistido a la fiesta patronal de Xcacal Guardia, con los antieconómicos mayas?

Roger Callois ha dicho que la fiesta escomo un desliz, una “trasgresión sagrada” que nace de la cotidianeidad profana. La fiesta es un exceso que sirve de “remedio del desgaste”, del agotamiento, del envejecimiento de la sociedad. La fiesta es, pues, elemento profano que al apelar a lo sagrado para vigorizar el orden social se sacraliza.

De la otra vertiente teórica, cito a Jean Duvignaud: “El discurso, como texto práctico o rito regulado por la repetición, no existe en la fiesta. Este siempre es fisurado por la constante de buscar una nueva figura, de organizar una vida común. Este principio de reorganizar la vida social de la fiesta tiene dos tiempos que son parte de una misma escena: el trance y la posesión.

El primero, el trance, es “la disolución de uno mismo, sin reconstrucción de una personalidad artificial y mística, es una situación `aestructural´ que nos lleva al estado que nos encontrábamos antes de la “llegada al mundo”. La fiesta propicia –a través del trance- que el yo pueda ser destruido. ¿Se imaginan un verdadero carnaval que durara más allá de los tiempos que impone un calendario oficial? Ninguna ley, ni sotana, podría con esa fiesta.

El “argumento“ del trance propicia la disolución momentánea de la vida social organizada. “El trance es una forma de desestructuración de los modelos culturales que permite a un individuo despojarse momentáneamente de una individualidad adquirida, integrando a su cuerpo conductas y comportamientos considerados “anormales”. El trance descompone un consensus social.

¿Se observa ahora el por qué no puedo bailar a pesar de que Carmen o Renée me hacen la insinuante invitación? Mucho mal me han hecho esas lecturas pues solamente un necio o un enfermo piensa en esos momentos que la fiesta es un modelo cultural cuya significación está escondida y forma parte de un saber críptico al que hay que acceder.

Soy un hombre aburrido, ya lo saben ahora. Pero ustedes traten, intenten, entrar en trance en esta fiesta-carnaval que ya se anuncia; no busquen un modelo intuitivo, ni traten de explicarse nada: se pueden quedar paralizados, sin bailar.

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