domingo, 8 de noviembre de 2009

El Maestro

Parecían conejillos de indias. Nadie sabía que había pasado años atrás, pero todo el grupo experimentó que, por ser nueva la carrera y para marcar una diferencia con los antropólogos sociales que se formaban en el mismo claustro, se les cargaba la mano con lecturas: 60 páginas al día. Se les insistía que la fuente del saber estaba en los clásicos y no en los refritos; del barbudo de Tréveris sólo lo esencial y fundamental: Das Kapital, y se ofrecían seminarios a granel de semiología y psicoanálisis y otras cosas. Muchos no aguantaron el paso, prefirieron la bohemia.

El que encabezaba ese proyecto experimental era un nayarita, un barbón exjesuita, de palabra sabia y directa, de pocos pero sinceros y capaces amigos. A este maestro le seguían en la aventura de enseñar de manera diferente un par de catalanes, un castellano, un panameño, un brasileño y un chilango. Era un cóctel mortífero, tremendamente capaz, que ponía en ridículo a la mayoría de sus competidores académicos. Eran polémicos y no pocos les profesaban sentimientos de aversión.

Ambos grupos, el de los maestros y el de los conejillos, se llevaban bien, había fraternidad. La mayor parte de los alumnos seguían a la maestra catalana; era la más alivianada, la que mezclaba la política y la academia, la que ofrecía poemas y música de Lluis Llach, la que asistía todos los viernes al reventón para discutir los temas coyunturales y la que les hablaba de sus amores. Los otros eran como seminaristas que seguían al hijo de Ignacio de Loyola para que les facilitara las novedades literarias llagadas de París, Madrid o Barcelona o para escucharle anécdotas increíbles de sus poderes sexuales.

En esa idea de leer a los clásicos, el maestro tenía como obsesión, como obstinada fe, el conocimiento y la enseñanza de la escuela estructuralista. Él negaba que fuese una moda pasajera y que “las verdades que pone en relieve sobre la conciencia, el ser y la libertad”, ya eran parte del saber de la humanidad. En ocasiones, al grupo le llegaba la duda sobre ese entusiasmo al ver alrededor y observar que el estructuralismo no era una escuela grata en aquellos tiempos: la moda era ser marxista.

Michael Foucault, el historiador, y Louis Althusser, el filósofo, eran los únicos cabos que unían al grupo con el resto de la escuela. A Roland Barthes, el semiólogo, a Jacques Lacan, el psicoanalista, y a Claude Lévi-Strauss, el etnólogo, pocos los conocían fuera de aquel grupo de conejillos y de maestros.

Encima de todo eso, los jóvenes tenían que leer a los alemanes, a los ingleses y a los norteamericanos que habían formado escuelas; pero sobre todo, a los franceses. En algún momento el grupo notó que de los mexicanos poco se leía, como si fuesen de relleno. Algún maestro explicó que los nuestros básicamente habían hecho historia y etnografía de rescate y que de teoría nada había, salvo los fundamentos nacionalistas y las nacientes propuestas de construcción de la identidad. “En todo caso, se tendría que hacer una nueva etnografía de México vinculándola a la teoría”. Como que no agradaba mucho esa explicación, pero así estaba escrito en el diseño curricular.

A lo largo de meses y años, los jóvenes leyeron y leyeron a Claude Lévi-Strauss. Era la biblia que el exjesuita en ocasiones les entregó acompañada de tamales de camarones, del mejor vino que se conseguía en ese entonces o del obsequio de pares de borceguíes para cuando se hacia trabajo de campo. Se conjuntaba el afecto con el saber.



El último sábado de octubre de este año, un día antes que llegaran los muertos-niños, falleció en París Claude Lévi-Strauss. Tenía 100 años de edad y fue uno de los más influyentes intelectuales de la segunda mitad del siglo XX e icono de la cultura francesa contemporánea. La muerte del maestro fue tan discreta, que el mundo se enteró dos días después, como queriendo evitar con ello la foto que buscaría Sarkozy en estos tiempos en que Francia ha olvidado algunos derechos del hombre y del ciudadano al discriminar y poner en la cesantía a millones de personas por motivos raciales. Murió seguramente como un gentil justo, sin escuchar el Shemá Israel Ad-onai Elo-einu, Ad-onai Ejad.

Al principio fue Tristes trópicos. Fue la obra que inició a Lévi-Strauss en la etnografía. Con en buen estilo narrativo, novelesco, describe su viaje al Mato Grosso brasileño, donde trabaja con los bororo y los nambikwara. Fue la lectura que supuestamente permitiría conocer una obra etnográfica y distinguirla de los libros de viajes y de los aventureros exploradores de siglos atrás.
Le siguió Las estructuras elementales del parentesco, para que se entendieran las nomenclaturas de los sistemas que definen a nuestros parientes por descendencia y a los aliados. También indicaba lo que estaba prohibido y lo que se permitía a través de la regla de la prohibición del incesto como norma universal. ¡Oh, Edipo, tu ceguera nos dió la luz!. Ahí se supo que la naturaleza es la transformación de lo social en lo orgánico y que la cultura era la transformación de lo orgánico en social.

Luego vinieron en fila india los dos volúmenes de Antropología estructural. Una colección de ensayos de gran calado que hacían sudar al más fresco de los lectores: se trata de la exposición del método estructuralista en antropología. Se quedan grabadas algunas ideas: “Los hombres hacen que las cosas hablen, que simbolicen; para ello disponen de una ciencia común: el lenguaje. Y las leyes de esta ciencia residen en el inconciente” o “La conciencia de un individuo introduce variantes dentro de un sistema simbólico que sólo puede ser colectivo. Ya que la sociedad es la poseedora del sistema simbólico, el individuo adquiere valor simbólico por su presencia en la sociedad…” .

A continuación otro tambache: los cuatro deliciosos volúmenes de Mitológicas. De manera fascinante, el etnólogo ordenó cientos de mitos para explicar su estructura universal a partir de un aparato lógico-matemático de pares binarios de oposición y haces de relación de mitemas. Hermenéutica y racionalismo puro basado en la teoría lingüística. Lo crudo y lo cocido, De la miel a las cenizas…, ordenados como obras musicales: sonata, canto, rondó…

Y llegó El pensamiento salvaje, donde cuestiona viejos prejuicios sobre la mentalidad prelógica de los llamados pueblos primitivos y por el contario, explica el rigor interno de sus estructuras donde existe la lógica de lo sensible.

Y así siguió la lectura de La vía de las máscaras, La mirada distante y Palabra dada. Pero sus últimas dos o tres obras ya no se leyeron, el tiempo escaseaba y las distancias eran otras.

Ha muerto el Maestro. Su obra es amplia y toca diversos temas donde destacan el parentesco, el mito y lo simbólico. Todas ellas, como cultura, funcionan bajo un sistema de reglas lógicas y de matriz universal. Las diferencias culturales, como señala Pierre Centlivres, son traducibles unas a otras impidiendo con ello que cada cultura fuera una especie de islote inaccesible. Lévi-Strauss nos amplió el mundo.

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