domingo, 22 de noviembre de 2009

A un año

En 1993 Herman Konrad escribió sobre la Revolución mexicana en Quintana Roo. Me propuse releerlo para entender a los 8 mil estudiantes, deportistas y cuerpos policíacos que desfilaron frente a una Bahía y que con ello tropicalizan la historia nacional.

Debido a la proximidad del Centenario de la Revolución, los historiadores se han puesto a trabajar sobre el tema. Nos quieren dar finos detalles de aquel acontecimiento para que la oportunidad registre una radiografía actualizada y que no todo se reduzca a un ilustrativo y sintético texto de nuestra educación laica y científica.

Si existieran estadísticas que midieran los fervores patrios, estoy seguro que veríamos que la mayoría de los mexicanos conocen lo que sucedió aquella madrugada del 16 de septiembre de 1810, cuando inició la lucha por la Independencia; pero pocos saben lo que pasó en aquel 20 de noviembre de 1910, cuando oficialmente inicia la Revolución mexicana. Como que somos más independentistas que revolucionarios y eso le da diferente sustento emocional a un grito en la plaza cívica, que a caminar por las soleadas calles con un rifle de palo o con trenzas y mostachos artificiales.

No estoy para contarles, pero la Revolución inició por un descontento entre grupos políticos y sociales. No fue algo así como que de pronto el pueblo anónimo se puso de acuerdo y dijera: "ya estoy hasta la coronilla de los impuestos, del autoritarismo o de la inequidad en la distribución de la riqueza y mejor voy a tomar los fierros para ver de qué cuero salen más correas". Para nada.

Todo se dio por la sucesión presidencial de 1910. Porfirio Díaz decidió sacrificarse nuevamente por sus gobernados y propone reelegirse nombrando a Ramón Corral como el candidato a la vicepresidencia; eso molestó a los seguidores de Bernardo Reyes: no querían al “científico” Corral. Díaz unió a toda la clase política en su contra y acordaron derrocar su gobierno.

Porfirio decide mandar a Bernardo de embajador a Europa, pero sus seguidores no se quedaron tranquilos. Pos que se creía, faltaba menos.

Los reyistas pronto se unieron al proyecto “antirreeleccionista” de Francisco Indalecio Madero, un señor rico que estudió derecho y administración de empresas en Estados Unidos y Francia, que además de aprender técnicas nuevas para que su hacienda produjera mejor, traiba ideas democráticas como el de sufragio efectivo, libertad de prensa, libertad de asociación y respeto a derechos sindicales (de los campesinos nada decía, eso despuecito lo hizo Emiliano Zapata). Todo lo contario de lo que desde endenantes practicaba el nacido en Oaxaca.

Madero funda el Partido Nacional Antirreeleccionista y logra, además de los reyistas, el apoyo del Partido Liberal Mexicano y de los anarquistas. Y ya con eso pues se postuló para la Presidencia de la República de 1910.

Nomás que Díaz era malora y no se dejó fácil. Encarceló a Madero y realizó las elecciones, las cuales ganó limpiamente junto con Ramón Corral. Ya ganada la contienda electoral, Porfirio deja libre a Francisco y éste se va para Texas. Desde allá, Don Francisco redacta el Plan de San Luis, donde llama al pueblo mexicano a levantarse en armas el 20 de noviembre de aquel año de 1910. Así fue como comenzó la bola.

En 1910 México tenía 15 millones de habitantes y, según la historiadora Aurora Gómez, 1.4 millones murieron por combates o por la hambruna y enfermedades: fue la novena guerra con mayor cantidad de muertos de los siglos XIX y XX.



En aquella revista de estudios regionales llamada Eslabones, el canadiense Herman Konrad afirmaba con toda razón que nada de Revolución se dio en Quintana Roo: “como experiencia histórica, las primeras dos décadas del siglo XX tuvieron visos revolucionarios, pero no se puede afirmar que ésta haya sido producto de la Revolución”.

A excepción de las poblaciones de Isla Mujeres y Cozumel, las tradiciones locales eran incipientes y “no tenían la experiencia histórica común que poseían la mayor parte de las entidades de la República”, señala Konrad. Quintana Roo era la excepción en el esquema evolutivo político de México de esos años.

Tal vez, si forzamos los hechos, podríamos retomar como la parte histórica-revolucionaria de Quintana Roo en aquel periodo comprendido entre junio de 1913 y junio de 1915, cuando el Territorio fue reintegrado a Yucatán por órdenes de Venustiano Carranza. “Este movimiento propició que Quintana Roo se viera envuelto en la resistencia yucateca contra Carranza, que terminó bajo la fuerza de Salvador Alvarado”.

Realmente Quintana Roo era en esos años una zona que ya estaba controlada por los militares y que lo continuaron haciendo hasta la década de los 30s, ellos fueron los que institucionalizaron la Revolución en este territorio, tal y como lo detalla Teresa Ramayo en otro artículo de esa revista.

En este caso, la historia nos llega de rebote. Quintana Roo era una frontera semidespoblada, controlada por empresas forestales y una incipiente clase política subordinada al centro del país. La Revolución nos permea por aquello de ser parte de una federación de estados y por el compromiso nacional de construir un proyecto de identidad histórica y cultural.

Acá no aportamos a la Revolución ni un gramo de plomo, ni un muerto. Ya los mayas se habían adelantado 60 años atrás y habían hecho su propia revolución y para los años de la Revolución mexicana estaban siendo “pacificados”.

La Revolución mexicana tuvo enormes costos, pero su saldo fue positivo. Después de ella, la voz y las organizaciones de muchos mexicanos ya no podían ser ignoradas, culturalmente se perdió en el campo el respeto al patrón, se crearon las condiciones para la reforma agraria y la expropiación de recursos naturales de patrimonio nacional. Pero sobre todo, se acaba con el antiguo régimen que frenaba la modernidad social y que ya habían trazado los liberales del siglo XIX: se termina con el caudillismo y se crea la Constitución Política de 1917.

A un año de las grandes celebraciones por su Centenario, está la tarea pendiente de revisar qué queda de aquellos saldos revolucionarios, en dónde terminaron los pedazos de esos ideales maderistas, zapatistas y villistas que movieron a miles de personas. Y sobre todo, llevar a contraluz de un siglo las realidades de una nación que ahora se encuentra en una seria crisis económica, pero que socialmente ya no es la misma de hace cien años.

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