domingo, 2 de marzo de 2008

Un candidato

La piel la tiene muy cercana al hueso, pero el espacio que los separa muestra algo de fibra. En su fenotipia, su tez es algo más obscura al promedio regional, por eso algunos especulativos llegaron a pensar que podría tener antecedentes beliceños. Siempre luce un estilo de pelo muy corto, lo cual denota que hubo mucha disciplina y rigor en su infancia. Su voz es titubeante, pero siempre la tiene dispuesta a opinar y a ser franca. Su mirada es directa, siempre ve a los ojos, pero hay algo de temor o de enojo en ella. Y su porte no es que digamos muy elegante; se mueve rápido y viste ropas muy sencillas y pobres. Su compañera soledad es otra característica, aunque atrás debe traer muchos ángeles y demonios. Pero eso sí, tiene una lucidez y una sensibilidad tan particulares que no conozco a otra persona como él.

Fue en 1993. Lo había visto en su herrumbrosa e inseparable Benotto repartiendo documentos e invitaciones de alguna institución gubernamental. Luego me lo encontré varias veces en las instalaciones de Instituto Quintanarroense de la Cultura (IQC) tomando clases de piano; sus dedos se coordinaban con las notas del papel pautado y ya se reconocían acordes de alguna obra de Debussy o de Schumann. Era sorprendente.

Pero lo que terminó de llamarme la atención fue aquella tarde de junio. En el pequeño pero confortable auditorio del IQC, se encontraba el Dr. Paul Sullivan, antropólogo de la Universidad de Yale, dando una plática sobre su reciente obra: Conversaciones Inconclusas. En ese entonces la Universidad de Quintana Roo tenía poco más de un año de haber iniciado cursos y el auditorio estaba repleto de estudiantes y académicos de esa institución, además de funcionarios e intelectuales locales.

El ambiente en la sala era expectante ya que, para quien no había leído el libro, la revelación que hacía Sullivan de que Sylvanus Morley, el icono de la arqueología maya, había servido como agente de la inteligencia norteamericana durante sus largas estancias en Chichén Itzá y que se atrevió a sugerir a su gobierno que estimulara la separación de Yucatán de la federación mexicana, tenía conmocionada a la atenta concurrencia.

Terminada la conferencia, se abrió la oportunidad de que el público participara con preguntas y reflexiones. Entonces, desde la parte de atrás del auditorio, se escuchó la peculiar voz del personaje que intervenía hablando en inglés y español: “Muchas gracias Doctor Sullivan por su espléndida presentación. Creo que nadie nos había dicho lo que usted sabe y ahora debemos estar atentos a lo que hacen investigadores extranjeros en nuestro territorio. Permítame demostrarle mi agradecimiento a su persona y a su obra”. Esquivando a los asistentes que estaban sentados en los pasillos laterales, el delgado y moreno joven avanzó hasta el foro, se despojó de su sucia y rota chamarra negra de simulada piel y se la obsequió al investigador. Jorge González Durán, el anfitrión del evento, se quedó perplejo mientras la mayoría del público dibujaba una socarrona sonrisa. Sullivan, en cambio, lo saludó y abrazó.


En el aspecto de su personalidad, su sentido de competencia lo hace comprometerse a ciertos trabajos o a retos sin temor a fallar y los errores que comete los acaba minimizando, aislándolos y siempre pensando en otras oportunidades. Eso me lo demostró varias veces al verlo participar en competencias ciclistas en el Boulevard Bahía: siempre salía como puntero, se mantenía buen rato en el pelotón y luego ya no se sabía de él. Un día le pregunté “¿qué pasó, ganaste en la competencia de ayer, cómo te fué?”. Su respuesta la sigo pensando. “Sí maestro, si gané. Yo siempre compito para ganar ese lugar y nadie me lo puede quitar por que a nadie le interesa. Sí gané, llegué en el último lugar”. No bromeaba, esa era su estrategia.

Un día le robaron su compañera, alguien vio interesante esa bicicleta y se la llevó. Fue notorio su desmoronamiento, se le veía sucio y triste durante semanas. Ello motivó a que un respetable profesor tomara la iniciativa de reunir dinero para comprarle otra bicicleta y ropa. Pero sorprendentemente, a pesar de su depresión, rechazó la ropa y el dinero. Aseguró que no lo necesitaba y para él ese acto le ofendía. En ese momento, la actitud de la antítesis de Lance Armstrong me replanteó la relación del amor propio y el nivel de dignidad y orgullo que puede tener una persona, pero sin llegar a ser soberbio.

Cuántas veces hemos asistido a inauguraciones de exposiciones de artes plásticas y muchas veces ya no buscamos las relaciones e influencias entre los artistas. Dicen, los que saben, que existe una regla no escrita respecto al arte: que se tiende a interpretar que las obras y los autores influyen en otros creadores y sus obras posteriores desde el pasado hacia el futuro, pasando por el ineludible presente. ¿Pero como espectadores hemos logrado afinar nuestra observación? Él, nuestro amigo, lo hace bien, lo logra. En una ocasión escuché sus comentarios mientras recorríamos una exposición pictórica. Pronto se dio cuenta que el autor de las obras tenía influencia de la técnica y la temática de Manuel Villamor -un pintor beliceño radicado en Chetumal-, y señalaba que algo había de la corriente impresionista. Yo me quedé sin palabras ante el crítico de arte.

En el año 2003, las autoridades culturales convocaron al Segundo Encuentro Internacional de Escultura. Acudieron artistas-escultores de la talla de Vicente Rojo y José Luis Cuevas, entre otros. El Encuentro comprendió conferencias magistrales impartidas por los artistas participantes, presentaciones de libros y se implementó un taller donde varios de los escultores elaboraron sus obras. Y ahí estuvo presente nuestro personaje. Convivió con los renombrados artistas, aprendió algunas técnicas y presentó y expuso su obra en los pasillos del IQC. Un día, me cuentan, Manuel Felguérez acudió al Encuentro y le llamó la atención una escultura. La observó con detalle, habló bien de ella y preguntó quién era el autor. Se han de imaginar la respuesta.

En el medio cultural y académico de Chetumal todos lo conocen. Es frecuente verlo en el auditorio Yuri Knorosov de la Universidad, en salas de la ahora Secretaría de Cultura o en las instalaciones de El Colegio de la Frontera Sur levantando la mano y dando su opinión o preguntando. Sorprende a doctores en ciencias biológicas, en historia o antropología -a quienes llama colegas-, por su lógica y suspicacia. Muchas veces sus preguntas se quedan en el viento, sin respuestas.

Actualmente se le ve recorrer las calles de Chetumal en un triciclo. Se gana la vida recogiendo latas vacías de refrescos y fierros viejos. No se le conoce vicio alguno, pero todos saben de su esforzado trabajo y de su entusiasta participación en los carnavales a veces disfrazado y promoviendo a Las siete nuevas maravillas del mundo, o a veces exhibiendo una escultura semejante a la Torre Eiffel. Es conmovedor, es lo mejor del carnaval.

Nadie sabe su nombre verdadero ni sus apellidos, todos los conocemos como Bonampak. Su padre no es Nathan Bedford Forrest, aunque algunos le llamen cariñosamente Forrest Gump; él simplemente es todo un personaje a quien se le tiene cierto aprecio en los círculos culturales y académicos de Chetumal. Él, con todos esos valores y habilidades, podría ser un buen candidato a recibir un sencillo, pero sincero reconocimiento público de las instituciones y de todos nosotros. Es un ciudadano que, en este mundo racional y de la decencia, bien lo merece.

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