domingo, 28 de septiembre de 2008

Costa vieja

El piano de Bebo Valdés, el aire acondicionado y los 320 caballos de fuerza del vehículo pronto dejaron atrás la cómoda nostalgia por la cama de aquel sábado.

Carlos, Eric, Francisco y yo nos trepamos muy temprano en la Tahoe y tomamos la carretera hacia Majahual. El objetivo del viaje era ir a pescar y a supervisar el estado que guardaba un predio, propiedad de un amigo.

Llegando al entronque costero de Majahual, nos enfilamos rumbo al norte, hacia Punta Herrero, en la Biosfera de Sian Ka’an. Aquí comenzó lo interesante del viaje. Esa carretera de aproximadamente 50 kilómetros ya la había recorrido en dos ocasiones: la primera fue cuando levantaba una encuesta de asentamientos y cocales, acompañado de Renée y de mis tiernos hijitos; la segunda oportunidad fue en cumplimiento a una invitación a sacar langostas en la Bahía del Espíritu Santo y donde terminamos bebiéndonos todo el whisky con agua de coco. Pero eso había sucedido varios años atrás.

En las últimas salidas a la costa sur de Quintana Roo me había dedicado a conocer el tramo entre Majahual y Xcalak y en dos ocasiones había pernoctado en las excelentes cabañas de Manuel Valencia, en Xahuayxol, o simplemente montaba la tienda de campaña en cualquier playa.

Por momentos mangle…, selva mediana…, más mangle, lagunas y pantanos hacia la izquierda. Pronto nos cruzamos en el camino con un vehículo Gama Goat de la Marina, tan viejo y humeante que daba pena: era la patrulla contra las actividades del narcotráfico. Luego, también a la izquierda, pasamos por la resguardada e inutilizada aereopista de Pulticub, una obra del exgobernante Mario Villanueva. Hasta ahora, con 20 kilómetros recorridos, no había visto el mar, ni azules luces del mar Caribe. Pero no estaba lejos, lo olía.

Lo que si podía intuir era que la franja entre el humedal y la costa era estrecha y que cualquier posible hotel tipo Cancún o Riviera Maya, tendría problemas con la capacidad de carga habitacional, so pena de afectar el ecosistema.

Hacemos el obligado alto para tomar el desayuno que Esther nos había preparado. El alto fue donde se construye la nueva estación de acceso a la Reserva de la Biosfera. Ahí pude ver el mar. Fue la oportunidad para observar lo que había logrado la furia del huracán Dean: de una fuerte construcción de concreto sólo quedaba un inclinado baño con todo y sus azulejos bien pegados: escombros y piedras sustituían la arena que esperaba tocar.

La arena la encontramos más adelante en forma de dunas, a orilla de la estrecha carretera de tierra. A partir de ese punto, la vegetación era un triste paisaje. De aquellos increíbles cocales que fueron, junto con la pesca, la base económica de Quintana Roo hasta hace cuatro décadas, sólo quedaban espigados esqueletos de las palmeras. El amarillamiento del cocotero que produjo un ácaro traído entre el pasto de los campos de golf del norte, había dejado ese cementerio.

Debo decir que no todo eran difuntos cocales, de tramo en tramo aparecía la selva mediana y otra vez el mangle. También esporádicamente se veía alguna vivienda, pero solo habitada por el cuidador, alguna valiente mujer y el perro. Es básicamente una costa de hombres solos.

Ahora sí el camino corre paralelo, cerca del mar. Llegamos a Punta Mosquitero y la playa ha recuperado la arena y es ancha. Es una bella y abierta ensenada. De pronto, la carretera se termina, hay una fuerte reja de madera que la atraviesa. Hacia la izquierda hay un camino nuevo que serpentea bajo la exuberante vegetación. Alguien ha cercado una buena porción de la Reserva de la Biosfera y nos obliga a tomar el libramiento. Todo se ve muy reciente. Se dan sentimientos encontrados. Algo no está bien.

Finalmente llegamos al terreno del amigo. No es tan gran grande. Perfectamente limpio y con una playa tan ancha que se podría jugar un partido de futbol en ella. Aquí el huracán juntó toda la arena. Pero no había lancha, estaba en reparación y ello frustró la intención de arponear los boquinetes que nos esperaban.

¿Qué hacemos? Pregunta Carlos.

Decidimos seguir el camino hacia el norte. Nos proponemos visitar un bello faro de hierro que tenía algo de estilo francés, construido por Porfirio Díaz en 1909, y luego llegar a saludar a unos amigos pescadores de Punta Herrero.

¡¡ Alto!!, ¡¡ alto !! nos indica un oficial de la Marina, mientras otros hombres corrían a los parapetos con sus M16, listos a disparar. Y Charly no frenaba.

En ese mismo lugar donde ahora está el apostadero se erguía aquel faro, de los primeros que se instalaron en la costa quintanarroense. Ahora, simulando la forma de aquél, está uno nuevo: de concreto.

Dadas las explicaciones y pasado el mal momento, el oficial nos comenta que el faro lo desmanteló la SCT y se llevaron las piezas a Chetumal hacía seis años. Más tarde, los pescadores nos confirmaron la versión, pero agregaron que los sopletes no funcionaron, que hubo que emplear herramienta especial y que las piezas extraídas terminaron siendo utilizadas para la elaboración de las obras del corredor escultórico del Boulevard Bahía. ¿Será posible? Lo cierto es que alguien destruyó uno de los pocos monumentos históricos que tenía esta costa vieja.

Regresamos a aquella playa. Eric me ayuda a darle un buen baje a la botella de ron. Luego me sumerjo en el mar a conocer en detalle cómo funciona una trampa para escama que le llaman de “corazón y cola”. Es un artilugio de pesca muy eficiente de origen beliceño, hecho con varas y malla de gallinero. Son tan buenas estas trampas que llegan a atrapar hasta cuatro toneladas de pargo, jurel, macabí o mojarra en una semana. Un amigo conocedor de la costa me dice que antes, entre Xcalak y Punta Herrero, había hasta 100 trampas, ahora sólo quedan 15.

Decidimos regresar y a la altura de Mosquitero nos detenemos a comer en el único restaurante que hay en esos 50 kilómetros de costa. Hecho con madera playada, el lugar nos ofreció mero y langosta. Quedamos ahítos.

Mientras me tomaba una cerveza, enfriada en una gran hielera, y sentía como se dormía sobre mis pies La calabaza, una jabalí que un día salió huérfana de la selva y que la adoptó la pitbull del dueño del restaurante, me quedé tratando de resumir este breve viaje que me permitió recorrer una parte de la historia del Caribe mexicano. Un Caribe completamente diferente al norte turístico de Quintana Roo.

En 1940 había en la ahora llamada Costa Maya 12 asentamientos: Benque Soya, Gavilán, Cayo Judío, Tampalam, Majahual, Río Huach, Río Indio, San Miguel, Tanquila, Uvero, Xcalak y Punta Herrero.

Allá, en 1987, censé 40 ranchos copreros, vivían sus últimos días pues ya no había manera de que apareciera en el horizonte el “Tres Reyes”, el “María Fidelia”, el “Oscar Coldwell” o el “Marucha”. Nadie atracaba más para llevarse la copra y el pescado salado o ahumado. El romántico aislamiento y los viejos oficios de la costa sureña terminaron con la llegada de las carreteras y el turismo. Queda, eso sí, el recuerdo del viejo visitante que de vez en cuando regresa: el huracán.

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