Fueron las vespertinas conversaciones con los integrantes de la cooperativa “José María Pino Suárez” de la comunidad de Señor, las tempranas lecturas de La rebelión de los mayas y el Quintana Roo chiclero de Jorge González Durán, los Estudios socioeconómicos preliminares de Quintana Roo de Alfredo César Dachary y -ya pasada la baliza de los noventa-, la revisión del interesante trabajo de Martha Patricia Ponce La montaña chiclera. Campeche: vida cotidiana y trabajo (1900-1950), quienes me acercaron al tema. Ahora, una plática con Manuel Aldrete, Director del Consorcio Chiclero, me permite intentar un recuento a la luz de nuevas formas organizativas para el trabajo y de los nuevos mercados mundiales.
A finales de septiembre, ya con las lluvias veraniegas sostenidas y los primeros elotes asegurados, los campesinos se preparaban para internarse en la selva, instalaban un pequeño campamento e iniciaban la “picada” del árbol del chicozapote para extraer su pegajoso látex. Luego, en grandes cazos, hervían aquella blancuzca sustancia, la vertían en marcos de madera, se le dejaba enfriar y así obtienen esos gruesos ladrillos de chicle que terminaban de color café claro.
Cada dos semanas el chiclero concentraba los bloques en la cooperativa y recibía buenas sumas de dinero: era su aguinaldo que buena parte terminaba en la cantina. En enero, con las últimas lluvias de los “nortes”, los campesinos abandonaban la extracción. Me explicaban el proceso de enganche a través del pignorador que les adelantaba los costos de las cuerdas, los machetes y ciertos alimentos. Los temores por la rotura de la soga o la mordedura de la temible kasoni k’aax siempre estaban presentes. Calculábamos su producción en quintales, unidad que formaba, junto con la legua y la jornada, sus formas de medir el peso del trabajo, el movimiento en la selva y el tiempo invertido. Así recuerdo esas pláticas, en cuclillas y comiendo un pedazo de tepezcuintle horneado.
Creo que se llama “Adolfo López Mateos” la biblioteca pública de Felipe Carrillo Puerto, donde encontré aquel trabajo de González Durán. Con un prólogo de Cuauhtémoc Cárdenas y en no más de un centenar de páginas, el documento hablaba de las circunstancias políticas y sociales de la guerra de 1847, de las concesiones forestales otorgadas por Porfirio Díaz en el norte del actual Quintana Roo y, con ello, el inicio del saqueo y explotación de la madera y el chicle.
Como los surcos entreverados que se le deja al tronco del chicozapote, entre información histórica, política y económica, así discurre ágilmente el texto de la obra. Un enfoque específico recibe el tema del cooperativismo que se consolida con Lázaro Cárdenas y la Federación de Cooperativas Chicleras de Quintana Roo, sus 46 cooperativas, sus 2,394 afiliados y sus 400 mil pesos de fondos iniciales.
Meses después consulté la serie de trabajos del Centro de Investigaciones de Quintana Roo que firmaban Alfredo César y Stella Arnaiz y que titulaban como Estudios Socioeconómicos Preliminares. Me fueron muy útiles en un diagnóstico cultural que realizaba en aquellos tiempos. Confieso que esos materiales me parecieron una excelente base de datos que me ahorraban visitas a archivos o a informes de la Secretaría de Desarrollo Económico Estatal. Fueron documentos que me permitieron un acercamiento detallado al Quintana Roo contemporáneo.
En la década de los años 20s, el chicle, junto con la caoba, eran los principales productos de exportación del Territorio de Quintana Roo. Había jactancia que se exportaba y que de ello dependía la economía de la mayoría de los pobladores. Entonces no eran los españoles de la industria turística los que tenían el sartén por el mango; eran José Aguilar, Francisco Asencio, Pascual Coral y Mr. Turton, de Payo Obispo; Coldwell y Bonastre, de Cozumel; Vicente Coral, de Isla Mujeres, y Valerio Rivero y Jacobo Handall, de Xcalac, los empresarios que exportaban caoba o chicle o copra o mariscos.
A Martha Patricia Ponce la conocí en un estante de La Casa Chata, en Tlalpan. Su obra estaba junto a una colección de interesantes trabajos que el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social publicaba sobre pescadores yucatecos, la frontera sur y las nuevas configuraciones religiosas en los estados del sureste mexicano.
“La montaña chiclera” se centra en las relaciones socioculturales que establecieron los hombres que se dedicaron a la explotación del chicle: sus vivencias como grupo social para escribir una historia local y regional. De ahí extraigo datos como que las compañías norteamericanas tomaron por asalto las selvas del sureste durante el Porfiriato, en 1940 –el mejor año de la industria chiclera-, Campeche aportaba el 52 % de la producción nacional y Quintana Roo el 44 %, el resto lo aportaban Yucatán, Tabasco, Chiapas y Oaxaca.
Para 1964, México fue el principal productor de la goma a nivel mundial, aportando el 80% de la producción. Fue el momento cúspide, pues a partir de ese año se inició el descenso: las tropas norteamericanas, que ya tenían dos años combatiendo en Vietnam, ahora traían en su ración chicles de origen sintético. Lejos quedaba aquella anécdota de Antonio López de Santa Anna y Thomas Adams haciendo negocios para endulzar la insípida resina.
Para la década de los años 40s, Quintana Roo tenía 2, 500 000 hectáreas de selvas dedicadas a la extracción del chicle que producían, en promedio, un millón y medio de kilogramos al año. Para entonces, en 1940, el kilogramo de goma tenía un valor de 4.22 pesos, algo así como un dólar de esos años. Con un millón y medio de dólares anuales imaginen cómo se distribuía la riqueza entre los chicleros, arrieros, cocineras, capataces, pesadores, almacenistas y los dirigentes de las cooperativas y de la Federación.
Pronto, el manejo del dinero y de miles de trabajadores derivó políticamente en la ambición de “tener los controles en el campo; eso fue pervirtiendo los procesos y se fortaleció la burocracia campesina”, señala el sociólogo Manuel Aldrete Terrazas.
Es de suponer que tener el control de la Federación de Cooperativas Chicleras era algo que económicamente importaba mucho entre los años 40s y 60s; era como ser el Presidente de la Asociación de Hoteles del actual Quintana Roo. Pero con una diferencia: el clientelismo político y el corporativismo pronto fueron usados en beneficio del gobernante en turno y del dirigente de la Federación. Se trataba de una dependencia mutua, indisoluble.
Actualmente ya no existe la Federación de Cooperativas Chicleras. Son nuevas las realidades políticas y de mercado las que marcan una novedosa situación en la actividad chiclera que, poco a poco, recupera su presencia en términos cualitativos, pues nunca será lo mismo producir 1,500 toneladas a las 50 de goma de mascar orgánica que el Consorcio Chiclero intenta colocar este año en el mercado europeo.
Será el emprendedor, el tenaz, Manuel Aldrete, quien en la próxima entrega nos hable de la nueva realidad del chicle en Quintana Roo y en el mundo. Será ilustrativo y posiblemente polémico.
A finales de septiembre, ya con las lluvias veraniegas sostenidas y los primeros elotes asegurados, los campesinos se preparaban para internarse en la selva, instalaban un pequeño campamento e iniciaban la “picada” del árbol del chicozapote para extraer su pegajoso látex. Luego, en grandes cazos, hervían aquella blancuzca sustancia, la vertían en marcos de madera, se le dejaba enfriar y así obtienen esos gruesos ladrillos de chicle que terminaban de color café claro.
Cada dos semanas el chiclero concentraba los bloques en la cooperativa y recibía buenas sumas de dinero: era su aguinaldo que buena parte terminaba en la cantina. En enero, con las últimas lluvias de los “nortes”, los campesinos abandonaban la extracción. Me explicaban el proceso de enganche a través del pignorador que les adelantaba los costos de las cuerdas, los machetes y ciertos alimentos. Los temores por la rotura de la soga o la mordedura de la temible kasoni k’aax siempre estaban presentes. Calculábamos su producción en quintales, unidad que formaba, junto con la legua y la jornada, sus formas de medir el peso del trabajo, el movimiento en la selva y el tiempo invertido. Así recuerdo esas pláticas, en cuclillas y comiendo un pedazo de tepezcuintle horneado.
Creo que se llama “Adolfo López Mateos” la biblioteca pública de Felipe Carrillo Puerto, donde encontré aquel trabajo de González Durán. Con un prólogo de Cuauhtémoc Cárdenas y en no más de un centenar de páginas, el documento hablaba de las circunstancias políticas y sociales de la guerra de 1847, de las concesiones forestales otorgadas por Porfirio Díaz en el norte del actual Quintana Roo y, con ello, el inicio del saqueo y explotación de la madera y el chicle.
Como los surcos entreverados que se le deja al tronco del chicozapote, entre información histórica, política y económica, así discurre ágilmente el texto de la obra. Un enfoque específico recibe el tema del cooperativismo que se consolida con Lázaro Cárdenas y la Federación de Cooperativas Chicleras de Quintana Roo, sus 46 cooperativas, sus 2,394 afiliados y sus 400 mil pesos de fondos iniciales.
Meses después consulté la serie de trabajos del Centro de Investigaciones de Quintana Roo que firmaban Alfredo César y Stella Arnaiz y que titulaban como Estudios Socioeconómicos Preliminares. Me fueron muy útiles en un diagnóstico cultural que realizaba en aquellos tiempos. Confieso que esos materiales me parecieron una excelente base de datos que me ahorraban visitas a archivos o a informes de la Secretaría de Desarrollo Económico Estatal. Fueron documentos que me permitieron un acercamiento detallado al Quintana Roo contemporáneo.
En la década de los años 20s, el chicle, junto con la caoba, eran los principales productos de exportación del Territorio de Quintana Roo. Había jactancia que se exportaba y que de ello dependía la economía de la mayoría de los pobladores. Entonces no eran los españoles de la industria turística los que tenían el sartén por el mango; eran José Aguilar, Francisco Asencio, Pascual Coral y Mr. Turton, de Payo Obispo; Coldwell y Bonastre, de Cozumel; Vicente Coral, de Isla Mujeres, y Valerio Rivero y Jacobo Handall, de Xcalac, los empresarios que exportaban caoba o chicle o copra o mariscos.
A Martha Patricia Ponce la conocí en un estante de La Casa Chata, en Tlalpan. Su obra estaba junto a una colección de interesantes trabajos que el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social publicaba sobre pescadores yucatecos, la frontera sur y las nuevas configuraciones religiosas en los estados del sureste mexicano.
“La montaña chiclera” se centra en las relaciones socioculturales que establecieron los hombres que se dedicaron a la explotación del chicle: sus vivencias como grupo social para escribir una historia local y regional. De ahí extraigo datos como que las compañías norteamericanas tomaron por asalto las selvas del sureste durante el Porfiriato, en 1940 –el mejor año de la industria chiclera-, Campeche aportaba el 52 % de la producción nacional y Quintana Roo el 44 %, el resto lo aportaban Yucatán, Tabasco, Chiapas y Oaxaca.
Para 1964, México fue el principal productor de la goma a nivel mundial, aportando el 80% de la producción. Fue el momento cúspide, pues a partir de ese año se inició el descenso: las tropas norteamericanas, que ya tenían dos años combatiendo en Vietnam, ahora traían en su ración chicles de origen sintético. Lejos quedaba aquella anécdota de Antonio López de Santa Anna y Thomas Adams haciendo negocios para endulzar la insípida resina.
Para la década de los años 40s, Quintana Roo tenía 2, 500 000 hectáreas de selvas dedicadas a la extracción del chicle que producían, en promedio, un millón y medio de kilogramos al año. Para entonces, en 1940, el kilogramo de goma tenía un valor de 4.22 pesos, algo así como un dólar de esos años. Con un millón y medio de dólares anuales imaginen cómo se distribuía la riqueza entre los chicleros, arrieros, cocineras, capataces, pesadores, almacenistas y los dirigentes de las cooperativas y de la Federación.
Pronto, el manejo del dinero y de miles de trabajadores derivó políticamente en la ambición de “tener los controles en el campo; eso fue pervirtiendo los procesos y se fortaleció la burocracia campesina”, señala el sociólogo Manuel Aldrete Terrazas.
Es de suponer que tener el control de la Federación de Cooperativas Chicleras era algo que económicamente importaba mucho entre los años 40s y 60s; era como ser el Presidente de la Asociación de Hoteles del actual Quintana Roo. Pero con una diferencia: el clientelismo político y el corporativismo pronto fueron usados en beneficio del gobernante en turno y del dirigente de la Federación. Se trataba de una dependencia mutua, indisoluble.
Actualmente ya no existe la Federación de Cooperativas Chicleras. Son nuevas las realidades políticas y de mercado las que marcan una novedosa situación en la actividad chiclera que, poco a poco, recupera su presencia en términos cualitativos, pues nunca será lo mismo producir 1,500 toneladas a las 50 de goma de mascar orgánica que el Consorcio Chiclero intenta colocar este año en el mercado europeo.
Será el emprendedor, el tenaz, Manuel Aldrete, quien en la próxima entrega nos hable de la nueva realidad del chicle en Quintana Roo y en el mundo. Será ilustrativo y posiblemente polémico.
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