Tzictli le llaman los nahuas, sikte’ los mayas, chewing gum los anglos y chicle los mexicanos que hablamos el castellano. El uso de la masticable resina que es extraída del recio árbol de chicozapote, data de hace varios siglos –tal vez mas allá del milenio-, pero es en el Códice Florentino del siglo XVI donde se encuentra el primer testimonio de su uso entre los pueblos originarios de América.
Sin embargo, ya como un producto endulzado e industrializado, el chicle nace el 14 de febrero de 1871 y la patente número 111,798 se le entrega al inventor Thomas Adams, quien llamó a su primer producto comercial Black Jack, el viejo pariente de los Clorets.
En Quintana Roo y Campeche aún es posible conocer el chicle en su forma primigenia: como látex del Manilkara zapota. Según datos del Plan Piloto Forestal, dentro de un millón y medio de hectáreas de selva se puede contabilizar en un 20 % la presencia de ese árbol, del que también se aprovecha la madera y el fruto.
No se tiene información de cómo se extraía el chicle en los tiempos prehispánicos, no se tienen datos de las técnicas empleadas, ni tampoco como se organizaba el hombre para ese trabajo. Al menos, la generación de mayas que habitaban la selva oriental de Yucatán en buena parte del siglo XIX no se ocupaban mucho de ello, su preocupación era la guerra. Pero a raíz de las primeras concesiones forestales otorgadas por Porfirio Díaz, llegaron trabajadores de la región de Tuxpan, Veracruz, quienes ya tenían experiencia en la extracción comercial de la resina. Además de casarse con las mujeres mayas, la tradición oral dice que fueron los tuxpeños quienes enseñaron las novedosas técnicas chicleras a los mayas, los cuales, a la postre, abandonaron el Winchester y le dieron nuevo uso a los machetes.
A los miles de hombres que se trepaban a los árboles en las tres primeras décadas del siglo XX para extraer su savia y malvenderla a los intermediarios, se les propuso la organización laboral bajo la forma de cooperativas. A Rafael Melgar, gobernante entre 1935-1940 del Territorio Federal de Quintana Roo, se le otorga el mérito de la creación y consolidación de las cooperativas chicleras a través de una Federación. Fueron buenos años en los volúmenes de producción.
Pero la historia del chicle en el siglo XX no fue siempre un buen cuento de las selvas tropicales, estilo Horacio Quiroga: “Se tornó compleja. Estuvo íntimamente ligada a grandes capitales extranjeros, emigraciones, endeudamientos, intermediarios y, por lo tanto, tuvo importantísimas consecuencias políticas, sociales, ecológicas y económicas en la región”, señala Manuel Aldrete, Director Ejecutivo del Consorcio Chiclero, S.C.
“La historia demuestra que los chicleros no pueden ser vistos como cualquier hombre del campo; el chiclero tiene una sinergia con la naturaleza, la enfrenta y a la vez convive en armonía con ella, se siente orgulloso de ello. Cuando las compañías extranjeras detentaban la concesión de estos bosques, a los campesinos se les contrataba como jornaleros, tanto para el corte de madera como para la extracción del chicle, y se les pagaba sueldos ínfimos. Estas compañías no se preocupaban por la conservación de la selva, nunca plantaron un árbol ni respetaron el tiempo de descanso que requiere el chicozapote para extraerle látex. Herman Konrad, investigador canadiense que durante varias décadas ha estudiado la historia de la región, calcula que en esta época, en el estado de Campeche, el 20% de los árboles no lograba recuperarse y entre 1929 y 1930 desaparecieron hasta un millón de ellos”.
Sin embargo, ya como un producto endulzado e industrializado, el chicle nace el 14 de febrero de 1871 y la patente número 111,798 se le entrega al inventor Thomas Adams, quien llamó a su primer producto comercial Black Jack, el viejo pariente de los Clorets.
En Quintana Roo y Campeche aún es posible conocer el chicle en su forma primigenia: como látex del Manilkara zapota. Según datos del Plan Piloto Forestal, dentro de un millón y medio de hectáreas de selva se puede contabilizar en un 20 % la presencia de ese árbol, del que también se aprovecha la madera y el fruto.
No se tiene información de cómo se extraía el chicle en los tiempos prehispánicos, no se tienen datos de las técnicas empleadas, ni tampoco como se organizaba el hombre para ese trabajo. Al menos, la generación de mayas que habitaban la selva oriental de Yucatán en buena parte del siglo XIX no se ocupaban mucho de ello, su preocupación era la guerra. Pero a raíz de las primeras concesiones forestales otorgadas por Porfirio Díaz, llegaron trabajadores de la región de Tuxpan, Veracruz, quienes ya tenían experiencia en la extracción comercial de la resina. Además de casarse con las mujeres mayas, la tradición oral dice que fueron los tuxpeños quienes enseñaron las novedosas técnicas chicleras a los mayas, los cuales, a la postre, abandonaron el Winchester y le dieron nuevo uso a los machetes.
A los miles de hombres que se trepaban a los árboles en las tres primeras décadas del siglo XX para extraer su savia y malvenderla a los intermediarios, se les propuso la organización laboral bajo la forma de cooperativas. A Rafael Melgar, gobernante entre 1935-1940 del Territorio Federal de Quintana Roo, se le otorga el mérito de la creación y consolidación de las cooperativas chicleras a través de una Federación. Fueron buenos años en los volúmenes de producción.
Pero la historia del chicle en el siglo XX no fue siempre un buen cuento de las selvas tropicales, estilo Horacio Quiroga: “Se tornó compleja. Estuvo íntimamente ligada a grandes capitales extranjeros, emigraciones, endeudamientos, intermediarios y, por lo tanto, tuvo importantísimas consecuencias políticas, sociales, ecológicas y económicas en la región”, señala Manuel Aldrete, Director Ejecutivo del Consorcio Chiclero, S.C.
“La historia demuestra que los chicleros no pueden ser vistos como cualquier hombre del campo; el chiclero tiene una sinergia con la naturaleza, la enfrenta y a la vez convive en armonía con ella, se siente orgulloso de ello. Cuando las compañías extranjeras detentaban la concesión de estos bosques, a los campesinos se les contrataba como jornaleros, tanto para el corte de madera como para la extracción del chicle, y se les pagaba sueldos ínfimos. Estas compañías no se preocupaban por la conservación de la selva, nunca plantaron un árbol ni respetaron el tiempo de descanso que requiere el chicozapote para extraerle látex. Herman Konrad, investigador canadiense que durante varias décadas ha estudiado la historia de la región, calcula que en esta época, en el estado de Campeche, el 20% de los árboles no lograba recuperarse y entre 1929 y 1930 desaparecieron hasta un millón de ellos”.
El sociólogo que llegó como parte de aquel equipo humano para desarrollar el Plan Piloto Forestal, también tiene una visión política sobre la relación campesino-gobierno: “Personalmente me ha interesado lo que pasó con la industria durante el sexenio de Lázaro Cárdenas y la gran cantidad de decretos que son interesantes y revolucionarios… y cómo estos se van desdoblando hacia una forma meramente política, de control corporativo. Recuerdo que el 70% de las personas vivía en el campo, políticamente era muy importante tener los controles en el campo”.
Para finales de la década de los 50s, luego del fin de la guerra de Corea, el chicle natural comienza a ser desplazado por los polímeros sintéticos, un derivado más del petróleo. Pero para Aldrete no fue el único factor del colapso: “Hay muchas variables en este asunto, es parte de la política económica de este país, revertir lo rural a lo urbano y expulsar la mano de obra a los Estados Unidos (o a la industria turística). Además, me sumo a la idea de que las reglas de operación que se han diseñado para el campo se han elaborado a partir de la desconfianza, y no a través del interés de provocar desarrollo”.
Todo indica que al chiclero o al maderero los caminos se le estrechan. “¿Qué ha pasado en los últimos 20 años en las zonas forestales de México? La ley dice que el bosque no se puede parcelar, pero es política de gobierno fraccionar la tierra, entregar la tierra a los mayores de edad, para luego poder entregarla al capital y correr a la mano de obra….”.
Primero fueron trabajadores de los concesionarios, luego cooperativados y ahora, después de la caída de los mercados y el abandono, son socios de una empresa. Tuvieron que pasar por las experiencias del Banco Nacional de Comercio Exterior, el Banrural y el Fidechicle y a principios de los 90s con Impexnal, S. A., la Conasupo del chicle. Con la desconcentración de las paraestatales en tiempos de Carlos Salinas, los productores se quedan sin instrumento comercial: desaparece Impexnal. Aquella Federación de Cooperativas deja de existir. Es cuando, apoyándose en la bandera del Plan Piloto Chiclero, nace el actual Consorcio Chiclero, S. C.
El primer reto del Consorcio es dejar atrás el papel de la Federación que únicamente era el de la producción y al acopio del chicle. “Ahora se trata de comercializar a precios justos y dejar de ver a la resina como una materia prima”: quieren añadir valor agregado con marcas propias, como Chicza -“la primer goma de mascar certificada como orgánica”- y ofrecerlo en los mercados internacionales.
Aunque la estructura social productiva la noto muy disminuida, pues según sus números participan 1,700 chicleros de Quintana Roo y Campeche, como empresa se le ve muy formal: una asamblea general, un consejo de administración, un comité técnico, su estructura operativa, el plan de negocios… Cuesta trabajo asimilar el brinco cualitativo que significa pasar de decenas de cooperativas a una empresa: de campesino a empresario.
Manuel Aldrete está convencido que podrán lograrlo. Esperaremos saber que su manejo de inventarios, su promoción en mercados “verdes”, su maquila de productos confitados y terminados y la asistencia técnica fueron suficientes para poder arrebatarle un pedazo de mercado a la poderosa Wrigley y Warner Lambert Co., y competir con la nipona Lothe y la coreana Hai Tay.
Esperemos también que no se presenten fenómenos metereológicos como el Dean o que la actual crisis mundial no eche por tierra toda la proyección, pues el chicle es parte de la historia y la economía de estas selvas, donde la sustentabilidad ha probado que puede dejar de ser un simple concepto.
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