domingo, 28 de marzo de 2010

Turismo y cultura

A pesar de sus bajos números, les tenía cierta envidia. El campechano hablaba de todas las tareas que tenían que hacer para que este año 250 mil personas visiten su ciudad amurallada y el yucateco, con todo la experiencia que tienen para promocionar sus riquezas, aspira a que medio millón de persones conozcan su estado en el 2010. Cuando, en su momento, expuse que Quintana Roo recibió en 2008, antes de la crisis de la influenza, poco más de ocho millones de turistas, se quedaron sorprendidos…, aunque pronto dibujaron discretas sonrisas por otras ventajas que son suyas.

Ellos no tienen nuestras playas, principal atractivo del turismo masivo, pero tienen un patrimonio edificado en donde nosotros no destacamos.

Quintana Roo tiene un fichero muy escaso de patrimonio arquitectónico. Nuestros monumentos históricos, arqueológicos y artísticos apenas son notorios dentro de los 100 mil que integran el universo del catálogo nacional.

A excepción de la zona arqueológica de Tulum -la que más ingresos aporta a la federación por su número de visitantes y una del sistema de los 13 sitios abiertos en Quintana Roo-, del fuerte militar del siglo XVIII y de la antigua, pero austera iglesia de San Felipe de Bacalar, de la iglesia de Balam Nah en Felipe Carrillo Puerto, de las cada vez más escasas casas de estilo colonial inglés en Chetumal, de los ruinosos templos coloniales de Tihosuco, Sabán, Sacalaca, Xquerol, Chunhuhub, Polyuc, Boca Iglesias, los restos del pueblo de Chichanhá, de la hacienda de Fermín Mundaca y de alguna otra hacienda perdida en los humedales y la selva, no tenemos un portentoso patrimonio arquitectónico que podamos integrar a una seria oferta de turismo cultural.

En Campeche y Yucatán se hacen esfuerzos por afinar el diseño de sus productos turísticos culturales e integrarlos a circuitos o rutas de visitas; tal y como lo hacen en España o Italia. En nuestros estados vecinos, las viviendas y edificios públicos coloniales o neoclásicos, los conventos e iglesias, las haciendas henequeneras, ganaderas o cañeras y los monumentos, se integran perfectamente a ofertas de orden culinario y a manifestaciones del arte popular: danza, música, canto y artesanías.

Ellos aprovechan perfectamente el patrimonio edificado que heredaron de su historia prehispánica y colonial y hacen gala de ingenio al diseñar campañas que promocionan hasta la personalidad amable de sus habitantes cuando los invitan a “pelar el diente” con los visitantes. Ellos trabajan principalmente el modelo de turismo cultural.

Este modelo es la conjunción de una empresa económica y una comunidad receptora del visitante. Se crea un espacio de interacción donde el turista es atraído por lo que ofrece una comunidad y su patrimonio cultural, sea tangible o intangible. Esa relación permite un dialogo entre el visitante y la comunidad y con ello, el intercambio de significados y conceptos del mundo, hace que las mutuas diferencias entren en una perspectiva interesante: ellos vienen a conocer una historia y una cultura diferente y eso ya es una interesante experiencia que se transforma en oferta mundial.

Nuestros 807 hoteles y sus más de 76 mil cuartos nos muestran otra realidad. Indudablemente es un modelo muy exitoso económicamente que hace palidecer cualquier corte de caja en estados del país que se dediquen al turismo.

Los números del turismo en Quintana Roo en el año anterior a la sobredimensionada epidemia de la influenza son impresionantes. Es el estado con mayor cantidad de aeropuertos internacionales, el que tiene más muelles para cruceros, el que recibió un millón 882 mil visitantes en sus zonas arqueológicas y el que registra una derrama económica por más de seis mil millones de dólares.

Pero junto a ese éxito económico sabemos que existen una fuerte corriente migratoria que está integrada por un sector minoritario de población urbana con capacidades certificadas y una gran mayoría de población campesina que simplemente ofrece su fuerza de trabajo por un salario que una jornada milpera jamás le dará: se inicia lo que llaman algunos economistas una acelerada proletarización del campesinado.

El sol, la playa y una comunidad que no ofrece su cultura, sino su fuerza de trabajo, son las características de nuestro modelo turístico.

Del modelo turístico sustentable, aquel de los componentes armoniosos de sociedad, medio ambiente y lo económico, el que podría transformarse en una política de desarrollo a largo plazo, aún no deja de ser un ámbito, una materia de la academia. Existen proyectos, se han dado algunos intentos, pero es muy temprano para una evaluación de esos escasos experimentos y esfuerzos que hacen instituciones como la Universidad de Quintana Roo, comunidades campesinas y algunas organizaciones no gubernamentales.

En Quintana Roo tenemos algunos elementos para que ese modelo prospere. Un medio ambiente con interesantes atributos y productos, más o menos protegido; una cultura de la vida cotidiana que se reproduce en las comunidades campesinas -siempre y cuando sean ellas las que controlen y tomen las decisiones para así evitar efectos negativos- y algunos elementos de la cultura material local.

Hace más de una década, cuando estaba en boga la teoría del modelo sostenible, se había identificado, casi por simple intuición, que en el centro y sur de Quintana Roo existían las condiciones para poner en práctica algunas ideas que nos pusiera en posición de competir con experiencias como la costarricense. Evidentemente no se ha prosperado por causas diversas. Se necesita para este modelo más trabajo, una mayor preparación y capacitación para el diseño de los productos turísticos y sobre todo una participación social que permita un mayor beneficio económico equitativo.

En los estados vecinos le han apostado a un turismo cultural y tienen éxito; en nuestro estado es un éxito el turismo de corte masivo, esa es la realidad. Nos queda hacer un análisis, una reflexión, que nos permita revisar nuestros inventarios culturales propios, los elementos medioambientales y aceptar que el turismo es un fenómeno que llegó para quedarse. Pero también el turismo debe verse como una oportunidad para definir indicadores y metas que tengan que ver con las recomendaciones de un desarrollo humano: mejores condiciones de salud, erradicación de la pobreza y preservar nuestro patrimonio cultural.

Vamos pensando diferente a como lo hacían las ciencias sociales hasta los primeros años de los ochenta del siglo pasado. Se nos puede estar haciendo tarde para diseñar políticas públicas donde nuestro patrimonio sea valorado y adquiera relevancia, sin menoscabo de los derechos culturales de las comunidades y sin afectación de los equilibrios medioambientales. Es necesario hacerlo como una propuesta, no como una imposición, y hay que apurarnos antes que ya nadie quede en los pueblos para escucharnos.

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