domingo, 11 de abril de 2010

La selva de los símbolos

¿Cuánto tiempo aguantas el resuello bajo el agua? Ese era uno de nuestros retos preferidos cuando de niños nadábamos en un río o visitábamos la playa cercana. La misma pregunta me hago cuando eventualmente observo en la televisión a algún astronauta haciendo una caminata espacial: ¿cuánto tiempo necesitará para correr y meterse a la nave si se le avería el sistema de oxigenación?

Algo similar me sucedió la semana pasada. Decidí aislarme del mundo, quería saber cuánto tiempo aguanto fuera de él. Nada de cadenas y adicciones tecnológicas a las que nos ha acostumbrado la cotidianeidad del mundo posmoderno. Nada de televisión, de radio, de internet o de teléfono. Preocuparme solamente por comer y conseguir gasolina para el retorno, era la meta.

Durante cuatro días me sumergí en la selva lacandona. Un lugar impresionante por sus recursos naturales y por el nicho cultural representado por elementos del presente y del pasado. Es un lugar que recuerda aquel poema de Baudelaire que comienza así: “La naturaleza es un templo de vivientes pilares que a veces dejan surgir palabras confusas; en él el hombre pasa entre bosques de símbolos que le observan con mirada familiar…”. Hay algo de contemplativo en el texto, tal y lo que experimenté esos días.

Transitar por esa carretera que no tiene bache alguno -pero sí intempestivos topes que te hacen despertar para decirte que te encuentras en un punto extremo del mapa-, que te frena un par de retenes militares y llama la atención igual número de letreros con largos textos que rematan con frases como “los zapatistas somos constructores de sueños y esperanzas”, es una experiencia interesante.

De Palenque para allá el paisaje es de altibajos. Manchones de selva, luego extensos claros producto del trabajo de montería que se registró desde mediados del siglo XIX, de la ganadería de exportación de los años sesentas y del incontenible éxodo y colonización de campesinos tzeltales y tzotziles de los años setentas. Mientras más se avanza, la selva vuelve a ganar presencia con bosques con un dosel de hasta cuarenta metros de altura. Estoy entrando a la Reserva de la Biósfera de Montes Azules.

El objetivo del viaje es conocer las zonas arqueológicas de Yaxchilán y Bonampak y convivir unos días con los lacandones que ahora están organizados en una red de campamentos de ecoturismo. Me hospedo en el campamento Cueva de tejón, unas cabañas elevadas que tienen paredes de miriñaque para que todo el tiempo se observen los árboles y las aves, se duerma viendo las estrellas y la luz primera abra los ojos.

Juan prende la estopa empapada en diesel. Un neumático del auto se había pinchado y ahora tenía que aceptar la rudimentaria técnica para vulcanizarlo. Estoy ahora en el poblado Frontera Corozal, un pueblo sin mayor gracia que fue fundado en 1976 por migrantes choles. En la periferia del pueblo fluye el río Usumacinta y del otro lado es Guatemala. Por aquí, entre 1981 y 1983, pasaron miles de indígenas guatemaltecos huyendo de la muerte, de una guerra que dejó 150 mil cadáveres; ellos habían visto pasar por los aires cientos de quetzales hacia México y fue la señal para huir. Desde entonces la zona comenzó a recibir atención regional e internacional. Estoy en una frontera donde los vecinos no son distantes.

Sorprende la cantidad de lanchas de madera; largas, coloridas y puntiagudas que son impulsadas por flamantes motores Suzuki. Recorro el Usumacinta para llegar a la magnífica Yaxchilán, una zona arqueológica que tuvo su época de gloria entre los años 300 y 800 de nuestra era.

El sitio se encuentra en un meandro del río. Una gran plaza con portentosos edificios y estelas con inscripciones, todo rodeado por una exuberante selva, hacen de Yaxchilán un obligado punto de referencia para entender la antigua historia maya.

Renée y Pocholo trataban de entender tanto simbolismo y buscaban una liga explicativa entre arte y religión. Era tan diferente al arte bizantino que entonces se practicaba en Europa, era la otra cara de la moneda.

Por mi parte, me abstraía e imaginaba el rostro de Teobert Maler cuando visitó el lugar y le dio ese nombre. Mientras avanzábamos lentamente, sin prisa, recordaba a Linda Schele y a Yuri Knorosov, aquellos epigrafistas que descifraron gran cantidad de los glifos que informaban de eventos reales. Ahí estaban las estelas con los soberanos Escudo Jaguar, Pájaro Jaguar y la señora Xoc, esta última con la extraña afición a practicar el sacrificio haciéndose pasar una áspera cuerda por su lengua horadada. Dinteles, estelas, muros…, todo decía algo, era una biblioteca de piedra.

Luego Bonampak. ¿De dónde sacaban tantos colores?, ¿cómo hacían esas mezclas cromáticas? Ahí se muestra, en esos murales, la práctica política, el ejercicio del poder, la estratificación social, el arte y la guerra… Eran seres que no sólo observaban a Venus y adoraban a los dioses, eran crueles guerreros. Un dintel me llamó la especialmente la atención: un guerrero tomaba con rudeza la cabellera del prisionero sometido, postrado, mientras le enterraba su lanza en el corazón..., se sentía la lentitud de la muerte en esa piedra. Bonampak es para volver pronto, con más tiempo, antes de que el Instituto Nacional de Antropología e Historia decida cerrar esas habitaciones a los ojos del mundo. Los frescos se están deteriorando.

La selva. Cuando en 1972 Luis Echeverría les entregó a los pocos lacandones tal inmensidad de bosques fue criticado, sobre todo por los ganaderos: era demasiada tierra que quedaría ociosa para tan pocas manos. Además había excluído del beneficio a tzeltales y choles que ya estaban asentados. Habría que revisar qué fue lo que motivo tal resolución a la luz de las entonces políticas agrarias, intereses petroleros, de los patrones de asentamiento y de las incipientes políticas conservacionistas que evidentemente entraban en contradicción con la explotación irracional de la caoba y demás recursos naturales. Lo cierto es que ahora es un área, de las pocas que quedan en el país con tanta riqueza biótica.

La selva lacandona es impresionante. Luego de conocer los bosques del centro y sur de Quintana Roo, de saber que son de condiciones y características diferentes, se tiene una real comparación de dos tipos de selva. Aquella es muy alta, perennifolia, la segunda más importante en toda Latinoamérica luego de la Amazonia y es, seguramente, un sistema complejo y de gran diversidad.

Ahora entiendo por qué estoy enfermo. Las caminatas en la selva, sofocantes y difíciles, de diez a doce kilómetros diarios, con la playera empapada de un sudor que escurría hasta las piernas, para luego llegar a ríos y cascadas y meterse en esa agua que nunca le da el sol por tanto follaje: fría, fría.

Ahora mi resuello es entrecortado, con ruidos, producto de esos golpes de calor que me dejó ese viaje a la selva. Una selva llena de vegetación y de símbolos.

Aquel poema de Baudelaire terminaba así: “Hay perfumes frescos como carnes de niños… que tienen la expansión de las cosas infinitas, como el ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso, que cantan los transportes del espíritu y los sentido”. Así fue.

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