Por una invitación, asistí al seminario interno de cuerpo académico “Investigación aplicada para el fortalecimiento de la identidad y la cultura”, de la División de Ciencias Sociales de la UQROO. Valió la pena. Se presentó a exponer sus ideas y a dialogar con sus colegas el Dr. Miguel Lisbona. De entrada, el tema expuesto tenía un sugerente y provocativo título: La parodia que no cesa: cultura, multiculturalismo y ciudadanía.
El investigador de la UNAM, especializado en temas sobre etnicidad contemporánea e histórica en Chiapas, inició asegurando que los antropólogos participan en el debate de la cultura, pero en segundas lecturas. No generalizaba, obviamente, pero el peso de su aseveración tiene algo de cierto: en muchos casos, se tiene la punta del hilo en la mano, pero no se ha recorrido toda la madeja. De los clásicos, pocos se acuerdan.
Advertía que sus hipótesis deben ser consideradas dentro del esquema imaginativo-creativo versus crítico y de contrastación empírica. Algo así como que se debe tener un atrevimiento teórico para exponer las propuestas y luego encontrar el dato y el análisis para su comprobación y verificación. Eso me recordaba aquellas palabras de Jorge Luis Borges: “Posible pero sin interés. Replicáis que la realidad no tiene por que ser, ni mucho menos forzosamente interesante. Os contestaré que la realidad puede hacer abstracción de esta obligación, pero de ningún modo la hipótesis”.
Acompañando cada idea de la previa lectura de teóricos como Adam Kuper, Carlos Reynoso, Marc Auge, Gustavo Bueno, Johann Herder, Will Kymilka y Claude Lévi-Strauss, el antropólogo de origen español plantea, reta a reflexionar sobre el “enclaustramiento cultural de las poblaciones indígenas”, las cuales por circunstancias diversas son un mundo atravesado por movimientos de población, deseados o forzados, temporales o definitivos... No hacerlo, resulta no sólo paradójico, sino absurdo.
Recuerda el compromiso de los científicos sociales de registrar y revisar la realidad en que vivimos, pero advierte que son también los que “enarbolan con mayor vehemencia esta apostilla de la permanencia cultural a través de su fijación en el moderno concepto de identidad o mediante el nuevo juguete retórico y político de la multiculturalidad”.
El académico señaló que dejar en esa definición la identidad es algo paradójico, ya que “si algo causa problemas a quienes ejercen el poder, es la imposibilidad de controlar y clasificar a los seres humanos. El ideal del poder es la inmovilidad absoluta”. Y esa permanencia cultural favorece al poder, mas no a los pueblos indígenas. “Lo extraño es que aquellos que se asumen como críticos del poder, sean los más decididos defensores de la inmovilidad” de esos pueblos.
Retomando a Ángel Palerm, Lisbona mete la mano en la herida abierta: “Lo que está de fondo es que no nos enfrentamos a la diferencia cultural, sino cómo se construye un Estado nacional moderno sin lograr romper con los atavismos coloniales de dos comunidades distintas e irreconciliables”. Esa dimensión, es cierto, no es vista por la mayoría de los investigadores.
Tres son los puntos que tocó en la exposición: el concepto cultura, entendida como una realidad cerrada -muy apegada a la vieja definición de Edward Taylor-. El concepto multiculturalidad, como algo derivado del anterior concepto y se asume como “arma arrojadiza al servicio de proyectos disímiles, pero que encuentra en él la posibilidad de cubrir aspiraciones políticas”. El tercer concepto es derivado de los dos anteriores y es delegado al simple papel de ornato de la cultura, a la cual se pertenece por nacimiento: el ciudadano.
Con mucha seriedad, con una gran concentración que le hacía transpirar, Miguel Lisbona fue abordando puntualmente sus propuestas a revisar, sus hipótesis. Señalaba que ellas podrían ser aporías, contradicciones internas del pensamiento antropológico, en este caso. En el camino, criticó el concepto-adjetivo de cultura, en oposición a la cultura-sustantiva; revisó la idea de cultura como impulso unificador de seres humanos y le contrapuso la propuesta levistrosiana de que la diversidad de culturas no se debe ver como algo aislado o dividido, sino como grupos con relaciones que les unen. Atrás quedó la “mismidad” que era el principio constructor de la identidad; ahora se contrasta con el diálogo, pero advirtiendo que su sustrato cultural no es la panacea para solventar todos los problemas sociales.
Como conclusiones, el especialista en el grupo zoque de Chiapas mencionó que:
1. La “cultura esta instalada en el vocabulario de las ciencias sociales y de la opinión pública como una panacea interpretativa y con la solución a todos los problemas que tienen al interior los Estados nacionales grupos caracterizados étnicamente”. Los problemas comienzan cuando “la cultura deja de ser algo que se tiene que interpretar, describir y explicar, para convertirse en una fuente de explicaciones por sí misma”. Este giro en la concepción de la cultura le da una perspectiva política a su contenido: la cultura deja de ser una fuente de certezas sobre la realidad y se convierte en bandera reivindicativa.
2. De la complejidad anterior, se deriva lo multicultural. Producto netamente liberal que nació “como posibilidad de realización del ser humano en los parámetros culturales que desee por ejercer la libertad de elección y que se traslada a vericuetos políticos con nítidas resonancias comunitarias”. Es contradictorio defender el libre ejercicio de la cultura propia y su reconocimiento, si se parte de una concepción corporativa del hecho cultural. Parece un contrasentido.
3. “La peor consecuencia de lo anterior es que lo que se nutre es la conciencia de ciudadanía por la tendencia a la separación entre supuestas culturas, en detrimento de la comunicación intercultural. Nadie hace hincapié en la comunicación, sino en la afirmación”. Caer en ese juego sustentado en una extensión normativa basada en elementos culturales, sólo podría conducir a un recorte de la libertad ciudadana si se piensa, como parece que sucede en los casos de México y Guatemala”.
Densa, pero necesaria, fue la exposición de Lisbona. Ya existía en buen sector de los científicos sociales la comodidad de aceptar las cosas dichas y de acomodarse a los particulares casos de la posmodernidad. Muy útiles son estas ideas, que no son nuevas, pero fueron superadas en el facilismo de la ciencia por asumir roles que le tocaba a otros. No creo que el trabajo de los científicos sociales sea diseñar camisas de fuerza, sino enseñar cómo se desatan. Y si esto en algo contribuye a que nuestras normas y las que ahora diseñan los diputados para ellos -para los diferenciados-, sean inteligentes, claras, justas y equitativas, será mucho mejor.
El investigador de la UNAM, especializado en temas sobre etnicidad contemporánea e histórica en Chiapas, inició asegurando que los antropólogos participan en el debate de la cultura, pero en segundas lecturas. No generalizaba, obviamente, pero el peso de su aseveración tiene algo de cierto: en muchos casos, se tiene la punta del hilo en la mano, pero no se ha recorrido toda la madeja. De los clásicos, pocos se acuerdan.
Advertía que sus hipótesis deben ser consideradas dentro del esquema imaginativo-creativo versus crítico y de contrastación empírica. Algo así como que se debe tener un atrevimiento teórico para exponer las propuestas y luego encontrar el dato y el análisis para su comprobación y verificación. Eso me recordaba aquellas palabras de Jorge Luis Borges: “Posible pero sin interés. Replicáis que la realidad no tiene por que ser, ni mucho menos forzosamente interesante. Os contestaré que la realidad puede hacer abstracción de esta obligación, pero de ningún modo la hipótesis”.
Acompañando cada idea de la previa lectura de teóricos como Adam Kuper, Carlos Reynoso, Marc Auge, Gustavo Bueno, Johann Herder, Will Kymilka y Claude Lévi-Strauss, el antropólogo de origen español plantea, reta a reflexionar sobre el “enclaustramiento cultural de las poblaciones indígenas”, las cuales por circunstancias diversas son un mundo atravesado por movimientos de población, deseados o forzados, temporales o definitivos... No hacerlo, resulta no sólo paradójico, sino absurdo.
Recuerda el compromiso de los científicos sociales de registrar y revisar la realidad en que vivimos, pero advierte que son también los que “enarbolan con mayor vehemencia esta apostilla de la permanencia cultural a través de su fijación en el moderno concepto de identidad o mediante el nuevo juguete retórico y político de la multiculturalidad”.
El académico señaló que dejar en esa definición la identidad es algo paradójico, ya que “si algo causa problemas a quienes ejercen el poder, es la imposibilidad de controlar y clasificar a los seres humanos. El ideal del poder es la inmovilidad absoluta”. Y esa permanencia cultural favorece al poder, mas no a los pueblos indígenas. “Lo extraño es que aquellos que se asumen como críticos del poder, sean los más decididos defensores de la inmovilidad” de esos pueblos.
Retomando a Ángel Palerm, Lisbona mete la mano en la herida abierta: “Lo que está de fondo es que no nos enfrentamos a la diferencia cultural, sino cómo se construye un Estado nacional moderno sin lograr romper con los atavismos coloniales de dos comunidades distintas e irreconciliables”. Esa dimensión, es cierto, no es vista por la mayoría de los investigadores.
Tres son los puntos que tocó en la exposición: el concepto cultura, entendida como una realidad cerrada -muy apegada a la vieja definición de Edward Taylor-. El concepto multiculturalidad, como algo derivado del anterior concepto y se asume como “arma arrojadiza al servicio de proyectos disímiles, pero que encuentra en él la posibilidad de cubrir aspiraciones políticas”. El tercer concepto es derivado de los dos anteriores y es delegado al simple papel de ornato de la cultura, a la cual se pertenece por nacimiento: el ciudadano.
Con mucha seriedad, con una gran concentración que le hacía transpirar, Miguel Lisbona fue abordando puntualmente sus propuestas a revisar, sus hipótesis. Señalaba que ellas podrían ser aporías, contradicciones internas del pensamiento antropológico, en este caso. En el camino, criticó el concepto-adjetivo de cultura, en oposición a la cultura-sustantiva; revisó la idea de cultura como impulso unificador de seres humanos y le contrapuso la propuesta levistrosiana de que la diversidad de culturas no se debe ver como algo aislado o dividido, sino como grupos con relaciones que les unen. Atrás quedó la “mismidad” que era el principio constructor de la identidad; ahora se contrasta con el diálogo, pero advirtiendo que su sustrato cultural no es la panacea para solventar todos los problemas sociales.
Como conclusiones, el especialista en el grupo zoque de Chiapas mencionó que:
1. La “cultura esta instalada en el vocabulario de las ciencias sociales y de la opinión pública como una panacea interpretativa y con la solución a todos los problemas que tienen al interior los Estados nacionales grupos caracterizados étnicamente”. Los problemas comienzan cuando “la cultura deja de ser algo que se tiene que interpretar, describir y explicar, para convertirse en una fuente de explicaciones por sí misma”. Este giro en la concepción de la cultura le da una perspectiva política a su contenido: la cultura deja de ser una fuente de certezas sobre la realidad y se convierte en bandera reivindicativa.
2. De la complejidad anterior, se deriva lo multicultural. Producto netamente liberal que nació “como posibilidad de realización del ser humano en los parámetros culturales que desee por ejercer la libertad de elección y que se traslada a vericuetos políticos con nítidas resonancias comunitarias”. Es contradictorio defender el libre ejercicio de la cultura propia y su reconocimiento, si se parte de una concepción corporativa del hecho cultural. Parece un contrasentido.
3. “La peor consecuencia de lo anterior es que lo que se nutre es la conciencia de ciudadanía por la tendencia a la separación entre supuestas culturas, en detrimento de la comunicación intercultural. Nadie hace hincapié en la comunicación, sino en la afirmación”. Caer en ese juego sustentado en una extensión normativa basada en elementos culturales, sólo podría conducir a un recorte de la libertad ciudadana si se piensa, como parece que sucede en los casos de México y Guatemala”.
Densa, pero necesaria, fue la exposición de Lisbona. Ya existía en buen sector de los científicos sociales la comodidad de aceptar las cosas dichas y de acomodarse a los particulares casos de la posmodernidad. Muy útiles son estas ideas, que no son nuevas, pero fueron superadas en el facilismo de la ciencia por asumir roles que le tocaba a otros. No creo que el trabajo de los científicos sociales sea diseñar camisas de fuerza, sino enseñar cómo se desatan. Y si esto en algo contribuye a que nuestras normas y las que ahora diseñan los diputados para ellos -para los diferenciados-, sean inteligentes, claras, justas y equitativas, será mucho mejor.
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