domingo, 1 de junio de 2008

Culturas populares

Cuando a los 15 años de edad salí de aquel pueblo costero, había dejado atrás muchos sentimientos y amores. Se quedaron los padres y hermanos, los amigos y las primeras novias. Prácticamente ya no regresé a aquel Macondo en el mar Pacífico. Salí porque ya no había nada que hacer allá y además notaba que la muerte le ganaba la carrera a la vida. Gabriel y Salomón me habían enseñado todo lo que sabían. Yo quería ser filósofo, estaba seguro de ello. Luego todo cambió.

Me entretuve por ahí, fui a los mercados fenicios y adquirí algo de nácar, coral, ámbar ébano, perfumes voluptuosos y hasta con algunos cíclopes y lestrigones me pelié, como dice el buen Cavafis. Todo fue rápido e intenso. Luego me confundí. Giré la cabeza hacia ambos lados: nadie estaba junto a mí; era un sobreviviente. Miré atrás y empecé de nuevo. En cuanto se rebasan los límites de la aldea local, el mundo de las pertenencias se vuelve complejo: mi identidad ya no era geográfica, ni psicológica.

En ese andar, ni aquel dueño de la fábrica que no recuerdo su nombre, ni Beatrice, ni nadie pudieron lograr lo que ella pudo: “eso de la filosofía es bueno para saber, pero no para hacer; estudia algo que te sirva para entender a los grupos vivos y actuantes”. Le hice caso y desde entonces estoy cerca de la cultura popular.

Aceptado el cambio, fue con aquel refugiado argentino como aprendí que los despliegues de jergas no funcionan en los trabajos culturales si primero no se entiende que un hombre sin aceptación de su cultura es un ser manejable. El de Tucumán me advirtió que vendrían tiempos de lucha contra nuestras culturas, que eso era parte de una mutación antropológica: “los mutantes van a tratar de destruir lo que resta del homo sapiens, intentarán destruir al único animal que se preocupa por el sentido de las cosas, y eso hay que impedirlo a cualquier costo”.

Para no aceptar el perder una sola batalla, se pensaba que era necesaria la acción práctica. Era imprescindible formar a promotores culturales, a todo un ejército de ellos; capacitarlos en la teoría; que reconocieran qué se podía rescatar, qué se debía promocionar, qué difundir y que desarrollar en cada cultura.

Al pensar de esa forma, la cultura popular pronto se me hizo plural en la medida que entendí que no era lo mismo que el singular de la cultura nacional. Todos empezamos al revés, primero nos hicimos nacionales y luego particulares y locales: la pirámide estaba invertida y nuestra identidad estaba artificiosamente construida. Queríamos la unicidad sin reconocer la diversidad. Así estaba todo en aquellos años.

El país era otro, su perspectiva histórica y cultural también. Todavía quedaban resabios de la política cultural de Vasconcelos; aún teníamos miradas piadosas pero integrativas hacia el indio de bronce; nuestra lengua nacional era el castellano y lo demás eran dialectos; habían clases sociales y una categoría social marginal: el indio; lo desigual sólo era aceptado como reto para impulsar lo moderno y el desarrollo nacional; la pluralidad quedaba en lo étnico, pero no permeaba a las otras culturas: no se reconocía la existencia de la triara evolutiva de etnia-clase-nación; no existían leyes que reconocieran las diferencias culturales; el centralismo definía en soledad la política cultural, creando relaciones unilaterales y paternalistas, y solamente se identificaba a las bellas artes como el objetivo para hacernos universales culturalmente: lo demás era folklore o tradicional.

Primero abandonaremos viejas ideas. Volveremos a revisar la historia local, la conformación social, las formas de pensar y hacer y trabajaremos el conjunto de valores y ethos comunes. Pensaremos como hombres locales, sin dejar de relacionarnos con la aldea global. Retomaremos las cuentas y pensaremos que el maya es uno de los 400 grupos étnicos de Latinoamérica, pero la suma partirá con ellos. Tomaremos en cuenta a otros grupos escondidos o desconocidos: colonos rurales, emigrantes, pescadores y sectores populares urbanos.

Confirmaremos la idea de que la cultura no es exclusivamente el desarrollo educativo y lo comprendido en las bellas artes. Dejaremos por sentado que la diversidad puede ser un principio de identidad, eso no se revisará. Reconoceremos al pluralismo como forma de democracia cultural. No negaremos que existe un mercado de bienes culturales, pero trabajaremos por que los productos locales no queden en desventaja. Pediremos a los medios masivos una tregua y una alianza: que den espacio y valor a las culturas populares. Estaremos presentes en los proyectos educativos que tengan que ver con la cultura.

Las culturas populares
son entidades vivas y dinámicas que no se quedan en el encasillamiento de lo “auténtico” o lo “verdadero”. Las entenderemos como al conjunto de procesos de creación cultural surgidos directamente de los grupos populares -sean indígenas, campesinas o urbanos-, de sus tradiciones propias y apropiadas y de su genio creador histórico y cotidiano.

No nos meteremos a escarbar y abrir polémicas innecesarias entre cultura “alta” y cultura “baja”, ni tampoco nos entreteneremos en relacionarla con las fuerzas hegemónicas, ni las subalternidades. Sabemos de las apropiaciones y despojos que se han hecho de ellas, de la violencia simbólica que han sufrido, pero no estamos para atizar la lumbre. Le vamos a entrar a la industria cultural y a la formación de públicos, sin olvidar que debemos distinguirnos de la cultura de masas. Todo ello apegado a lo que digan los planes nacionales y estatales. Haremos lo que las normas y funciones culturales nos permitan hacer, lo demás estará en nuestro íntimo espacio de la utopía. Esto último será para otro momento, otro lugar y otra situación.

Ya confesé lo que creo de las culturas populares, ahora que me dicen que debo trabajar por ellas. Ya me comprometí. Deseo que al final entregue buenas cuentas a la sociedad y a los que confiaron en una persona que a los 15 años abandonó Macondo y que desea ser parte de una comunitas de voluntades.

Ahora le agradezco a Renée por convencerme de estudiar algo que me acercara a lo que hace la gente; a Adolfo, por enseñarme que la lucha es con los mutantes que quieren vestir al mundo de una sola forma; a Félix, el que ahora gobierna el lugar donde vivo; a Manuel, que dirige el lugar donde trabajo; a Oscar por sus generosas e inmerecidas palabras y a los amigos y camaradas que están allí y son mi apoyo. Vamos a ver qué podemos lograr en esto de trabajar por las culturas populares en Quintana Roo.

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