La atenta y amable ficha técnica enviada por Efraín Villanueva decía: “tienen alrededor de 10 minutos, en los cuales fijarán sus posturas sobre la Reforma Política”. En otras palabras: cero rollo, al grano y a otra cosa mariposa. A la hora de la verdad, el Foro La Reforma Política en México: ¿hacia dónde vamos?, organizado por el Instituto de la Administración Pública y la Secretaría de Cultura, se prolongó por dos horas y media.
Ignoro si Rodolfo Romero, del PRI, Rafael Esquivel, del PRD y Miguel Ángel Martínez, del PAN, tragaron saliva cuando, además del llamado a la sustancialidad, les llegaron los dos archivos adjuntos con casi un centenar de cuartillas. ¿Cómo presentar posturas políticas en 10 minutos haciendo obligada referencia a dos documentos: la Iniciativa del Presidente Felipe de Jesús Calderón enviada al Senado y las Propuestas para La Reforma del Estado, elaboradas por académicos del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM?
Antes de fijar mi postura logré meter algo de historia, tal vez mal leyendo a Héctor Aguilar Camín cuando dice en su reciente ensayo, titulado Un futuro para México, que el país es “preso de su historia…, ideas, sentimientos e intereses heredados le impiden moverse con rapidez al lugar que anhelan sus ciudadanos… (y) que obstruyen su camino al futuro”. Creo que la historia nos tiene muchas respuestas o nos da algunas pistas para ubicarnos en el actual debate.
Todo comenzó desde antes de nuestra Independencia de España. Los Sentimientos de la Nación, de José María Morelos, mezclaban religión, soberanía, monarquía y libertad…, un amasijo de todo, producto de las condiciones y circunstancias. Pero en su sexto y séptimo sentimientos hablaba por primera vez de una división de poderes para la futura nación: el ejecutivo, el legislativo y el judicial, y comenzó a reconocer la existencia de provincias y las formas de elección de sus gobernantes “sabios y probos”. Fue el primer borrador para establecer un sistema de gobierno y un esbozo de federalismo.
Luego de independizarnos, parece que andábamos notoriamente urgidos en adoptar un régimen presidencial. Para 1824 elaboramos nuestra primera Constitución Política, donde ya se establece un sistema republicano y presidencialista. Es de notarse, a pesar de ello, que el Poder Legislativo tenía en esa Constitución más facultades que el Poder Ejecutivo. Y es de señalarse que nuestro documento jurídico había tomado el modelo norteamericano en la organización del Legislativo en diputados y senadores. Le copiamos el modelo de Constitución a Benjamin Franklin, pero fortaleciendo el presidencialismo... Es aquí donde me surge la pregunta: ¿por qué adoptamos ese modelo presidencialista y no nos acercamos a conocer el sistema parlamentario inglés o semipresidencial francés de esos tiempos?
Es claro que desde hace 186 años somos presidencialistas. Que hemos tenido tres constituciones que diseñan ese modelo. Que durante este tiempo las facultades y equilibrios entre los poderes han cambiado, pero siempre, sobre todo en el siglo XX y hasta la elección de 1988 y la de 1997, el peso se cargaba a favor del Poder Ejecutivo.
Ahora las condiciones han cambiado. El presidencialismo es endeble, la influencia del Ejecutivo se ve disminuida y el Legislativo asume muchas iniciativas y busca aplicar controles y contrapesos. Ahí están enfrascados, pero sin atreverse a incorporar elementos parlamentarios o el Ejecutivo sin acceder a formas colegiadas. La búsqueda de un equilibrio entre ambos poderes debe ser la meta, pero éste, por el momento, no existe. La sociedad pierde cuando se presenta el desequilibrio y verdaderamente se observa que los partidos han tomado el control de estas propuestas que parecen transformarse en una querella. Es cuando un ciudadano se pregunta sobre el adecuado diseño institucional, sobre la viabilidad de nuestro sistema presidencial y la vigencia de nuestra Constitución.
Luego mi postura ante los nueve puntos propuestos por Felipe Calderón.
Considero válida la reelección de legisladores, diputados locales, federales y senadores, siempre y cuando se analice la posibilidad de que ingresen obligatoriamente al Servicio Civil de Carrera y que su desempeño y aptitudes, además de ser evaluado por los electores, sea certificado por una instancia descentralizada autónoma. Que los legisladores se asuman como servidores públicos que pueden ser sujetos a evaluación.
No considero conveniente el mismo trato para miembros de ayuntamientos, por considerar que por la naturaleza de administrar recursos, se puede desviar tiempo y recursos en el manejo de imagen para la reelección. En todo caso, se debe analizar la posibilidad de una reforma que permita ampliar el tiempo de su administración para cumplir con planes y programas. En concreto, la reelección de miembros de ayuntamientos se debe posponer.
Respecto a reducir el número de integrantes de la Cámaras de Diputados y Senadores, considero que los argumentos que maneja el Presidente son débiles, sin mucho sustento. Dice que es para “facilitar los mecanismos de negociación y concreción de acuerdos legislativos… y atender a una preocupación ciudadana que se refleja a través de los datos de (una) encuesta nacional …”.
A primera vista me parece un golpe al Poder Legislativo, el incómodo interlocutor. Afecta la reforma de 1963 y específicamente la de 1977, que permitió la participación legal de otros grupos que luchaban por el poder. No creo que se pueda hacer una reducción de 128 escaños sin mejores argumentos. Por el contrario, habría que estar atentos al crecimiento poblacional y al número de distritos electorales. Hoy, en promedio, un diputado representa a 400 mil mexicanos. La propuesta que presenta el IIJ de la UNAM maneja incluso el incremento de legisladores a partir de la carga que representa el control continuo que debe hacerse al Plan Nacional de Desarrollo.
Sobre la segunda votación, la segunda vuelta para la elección presidencial, mi postura es en contra de este punto. Primero, si bien la segunda vuelta se aplica en 80 países, para que un candidato obtenga el 50% más uno de la votación total emitida, se da la posibilidad de la formación de coaliciones espontáneas entre partidos para lograr un ganador y en ello habría que ver si no es contraria a la norma sobre la formación de coaliciones. Segundo, se entraría en la posibilidad de caer en decisiones de minorías, de partidos pequeños que se sumen transformándose en el fiel de la balanza y con ello encontrarnos en la llamada dictadura de las minorías y, consecuentemente, en un descarado y vergonzoso oportunismo de algunos partidos.
Las alianzas de ese tipo hablan del florecimiento de ciertas ideas, la muerte de ideales y franca inexistencia de ideología.
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