Obligado es el tema como también lo es el no repetir lo ya dicho. Cuesta trabajo dejar a un lado la dura experiencia y poner adelante la dimensión social, política y económica que trajo el huracán que se presentó la madrugada del 21 de agosto en el sur de Quintana Roo.
Mientras lo escuchaba silbar y la flama de la vela titubeaba, afuera estaba Él, alevosamente destruyendo lo que tanto trabajo costó crecer y levantar. En esa leve claridad me volvieron nuevamente aquellas letras de Humberto Ak’abal de su Retoño Salvaje: “El rostro del viento traía la palidez del miedo y se desplomó contra la paredes del fondo de la casa”. Pero yo no tenía miedo, nadie lo tenía: había incertidumbre y expectación por lo que afuera sucedía y no podíamos ver. Nadie tenía miedo y la palidez era por esa luz dorada, cálida y viva.
El penoso recuento de daños comenzó rápidamente en tres escalas diferentes. Los árboles del huerto que ya daban frutos estaban agotados de oponer resistencia y yacían bocabajo, derrotados: el caimito, la guanábana, la granada, las palmeras, los plátanos, el nance, la guayaba componían un paisaje desolado. Los ornatos ficus y el bambú, el escandaloso gallinero y el vital depósito de agua estaban lastimados o destruidos. Era lo mío.
Los cadáveres de cientos de postes de concreto con el alma de acero doblada y sus pelos metálicos y de plástico desperdigados por las anchas avenidas; los miles de buenos árboles muertos -que nos salvaron la vida-, lucían yertos sobre una alfombra de hojas; los parques y el agradable Boulevard hecho astillas; las bardas de dudosa construcción y las torres de radio y de televisión parecían modelitos a armar que un iracundo imberbe deshizo; las largas colas de gente pobre extendiendo sus manos para recibir comida, agua y techo: mi ciudad parecía una niña sucia y ultrajada, se veía lastimosa y triste. Era lo de mi comunidad.
La selva y su millón de hectáreas batidas por una podadora gigante, los volúmenes de maderas preciosas y de chicle caídos; sin aire se quedaron la economía forestal de muchas comunidades. Los maizales que ya jiloteaban, los plantíos de papaya, de piña y los cañaverales en pérdida total o parcial; las ovejas y muchos vacunos muertos de espanto; Bacalar y la pérdida de la denominación recién ganada de “pueblo mágico”; Mahahual y su muelle de cruceros -el dinamo de desarrollo para la Costa Maya-, arrasado, dejando a miles de trabajadores sin quehacer; las reservas ecológicas y las playas dañadas; los campesinos, pescadores y prestadores de servicios turísticos en la orfandad total. La infraestructura productiva y social, el equipamiento urbano y el patrimonio de miles de personas, dañada o destruida, sumando mil millones de pesos. Era lo de mi región.
Un saldo doloroso y terrible fue lo que dejó el paso del huracán Dean en Chetumal y todo el sur de Quintana Roo.
El asombro dura lo que tarda en pasar el viento. La preocupación dura lo que tardan en secarse los árboles y las hojas muertas. La reconstrucción dura lo que le queda de tiempo a este sexenio del gobierno estatal y depende de programas y proyectos de trabajo, voluntades políticas y suficiente flujo presupuestal.
No nos recuperaremos tan rápidamente como sucedió en Cancún con el Wilma, Chetumal y el sur de Quintana Roo tendrán otro ritmo e interés. Una cosa es limpiar y otra reconstruir. ¿Cuánto tiempo pasará para volver a presumir nuestra frondosa Chetumal?, ¿cuándo se recuperarán las playas y el turismo volverá a Mahahual?, ¿qué tiempo necesita la selva para reponer su flora y su fauna?, ¿cuánto pasará para que las comunidades mayas recuperen su pobreza?
El liderazgo y el compromiso mostrados por el gobernador Félix González, antes y después del huracán, tendrán mayor exigencia en la etapa de reconstrucción. No es lo mismo entregar una despensa que diseñar estrategias de desarrollo para un sur al que de pronto se le cayeron todas sus expectativas.
A nadie conviene que el gobierno y el Estado se tarden mucho tiempo remolcando al sur. Ya se tenía suficiente compromiso con la región indígena, como para que ahora se esté condenando a esta región golpeada a vivir sólo de la burocracia y del pequeño comercio. Ya se estaba avanzando, pero el huracán metió freno y nos echó para atrás.
Tampoco será justo dejar solo al gobierno con tremendo reto. Otros sectores sociales e instituciones tendrán que aportar ideas, trabajo y recursos. Puedo imaginarme que ahora sí es necesario que los empresarios aporten un punto porcentual más al impuesto sobre la nómina durante los próximos nueve años y que éste se destine para la reconstrucción del sur. Puedo imaginarme que las universidades y tecnológicos reorienten parte de sus proyectos para encontrar nuevas alternativas de desarrollo. Puedo imaginarme que las organizaciones sociales y políticas tendrán la oportunidad de pensar en la sociedad y dejar la exclusiva obsesión por el poder. Todos, sin ser demagogo, tendremos la posibilidad de hacer algo por el sur.
Socialmente, el huracán nos puede fortalecer luego de que curemos nuestras heridas económicas. Al momento se ha mostrado solidaridad vecinal y colaboración con las autoridades. En algo ayudarán a la moral y a la autoestima chetumaleña las frases hechas y la música vernácula, pero se necesitará más que eso para recuperar el tan sobado paraíso.
Políticamente, el huracán fortalecerá algunos liderazgos, pero también se pondrán en duda algunas actitudes y desempeños. Surgirán, sin pudor ni disimulo, el oportunismo y el populismo: muchos verán en los efectos del huracán la excelente oportunidad para posicionarse en la antesala electoral. Ganancia y pérdida política veremos en los futuros tiempos.
El huracán Dean nos ha dejado una dura experiencia y varias lecciones que hay que saber leer. No será nada interesante dejarlo exclusivamente en las efemérides y el anecdotario, si no apreciamos su faceta edificante.
También me parece injusto dejar de escribir sobre Mr. Dean y no mencionar y dejar testimonio de reconocimiento a ciertas instituciones y personas que en algo contribuyeron para salvarnos la vida, proteger nuestro patrimonio o que se aplicaron en tratar de que todo volviera a una normalidad cotidiana. A nuestro Sistema Estatal de Protección Civil, a los trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad, al Ejército y a la Marina, a los trabajadores de limpieza del Ayuntamiento de Othón P. Blanco, a Juan Pablo y Aurora, y a todos mis vecinos y amigos que se preocuparon por nosotros. Gracias.
Mientras lo escuchaba silbar y la flama de la vela titubeaba, afuera estaba Él, alevosamente destruyendo lo que tanto trabajo costó crecer y levantar. En esa leve claridad me volvieron nuevamente aquellas letras de Humberto Ak’abal de su Retoño Salvaje: “El rostro del viento traía la palidez del miedo y se desplomó contra la paredes del fondo de la casa”. Pero yo no tenía miedo, nadie lo tenía: había incertidumbre y expectación por lo que afuera sucedía y no podíamos ver. Nadie tenía miedo y la palidez era por esa luz dorada, cálida y viva.
El penoso recuento de daños comenzó rápidamente en tres escalas diferentes. Los árboles del huerto que ya daban frutos estaban agotados de oponer resistencia y yacían bocabajo, derrotados: el caimito, la guanábana, la granada, las palmeras, los plátanos, el nance, la guayaba componían un paisaje desolado. Los ornatos ficus y el bambú, el escandaloso gallinero y el vital depósito de agua estaban lastimados o destruidos. Era lo mío.
Los cadáveres de cientos de postes de concreto con el alma de acero doblada y sus pelos metálicos y de plástico desperdigados por las anchas avenidas; los miles de buenos árboles muertos -que nos salvaron la vida-, lucían yertos sobre una alfombra de hojas; los parques y el agradable Boulevard hecho astillas; las bardas de dudosa construcción y las torres de radio y de televisión parecían modelitos a armar que un iracundo imberbe deshizo; las largas colas de gente pobre extendiendo sus manos para recibir comida, agua y techo: mi ciudad parecía una niña sucia y ultrajada, se veía lastimosa y triste. Era lo de mi comunidad.
La selva y su millón de hectáreas batidas por una podadora gigante, los volúmenes de maderas preciosas y de chicle caídos; sin aire se quedaron la economía forestal de muchas comunidades. Los maizales que ya jiloteaban, los plantíos de papaya, de piña y los cañaverales en pérdida total o parcial; las ovejas y muchos vacunos muertos de espanto; Bacalar y la pérdida de la denominación recién ganada de “pueblo mágico”; Mahahual y su muelle de cruceros -el dinamo de desarrollo para la Costa Maya-, arrasado, dejando a miles de trabajadores sin quehacer; las reservas ecológicas y las playas dañadas; los campesinos, pescadores y prestadores de servicios turísticos en la orfandad total. La infraestructura productiva y social, el equipamiento urbano y el patrimonio de miles de personas, dañada o destruida, sumando mil millones de pesos. Era lo de mi región.
Un saldo doloroso y terrible fue lo que dejó el paso del huracán Dean en Chetumal y todo el sur de Quintana Roo.
El asombro dura lo que tarda en pasar el viento. La preocupación dura lo que tardan en secarse los árboles y las hojas muertas. La reconstrucción dura lo que le queda de tiempo a este sexenio del gobierno estatal y depende de programas y proyectos de trabajo, voluntades políticas y suficiente flujo presupuestal.
No nos recuperaremos tan rápidamente como sucedió en Cancún con el Wilma, Chetumal y el sur de Quintana Roo tendrán otro ritmo e interés. Una cosa es limpiar y otra reconstruir. ¿Cuánto tiempo pasará para volver a presumir nuestra frondosa Chetumal?, ¿cuándo se recuperarán las playas y el turismo volverá a Mahahual?, ¿qué tiempo necesita la selva para reponer su flora y su fauna?, ¿cuánto pasará para que las comunidades mayas recuperen su pobreza?
El liderazgo y el compromiso mostrados por el gobernador Félix González, antes y después del huracán, tendrán mayor exigencia en la etapa de reconstrucción. No es lo mismo entregar una despensa que diseñar estrategias de desarrollo para un sur al que de pronto se le cayeron todas sus expectativas.
A nadie conviene que el gobierno y el Estado se tarden mucho tiempo remolcando al sur. Ya se tenía suficiente compromiso con la región indígena, como para que ahora se esté condenando a esta región golpeada a vivir sólo de la burocracia y del pequeño comercio. Ya se estaba avanzando, pero el huracán metió freno y nos echó para atrás.
Tampoco será justo dejar solo al gobierno con tremendo reto. Otros sectores sociales e instituciones tendrán que aportar ideas, trabajo y recursos. Puedo imaginarme que ahora sí es necesario que los empresarios aporten un punto porcentual más al impuesto sobre la nómina durante los próximos nueve años y que éste se destine para la reconstrucción del sur. Puedo imaginarme que las universidades y tecnológicos reorienten parte de sus proyectos para encontrar nuevas alternativas de desarrollo. Puedo imaginarme que las organizaciones sociales y políticas tendrán la oportunidad de pensar en la sociedad y dejar la exclusiva obsesión por el poder. Todos, sin ser demagogo, tendremos la posibilidad de hacer algo por el sur.
Socialmente, el huracán nos puede fortalecer luego de que curemos nuestras heridas económicas. Al momento se ha mostrado solidaridad vecinal y colaboración con las autoridades. En algo ayudarán a la moral y a la autoestima chetumaleña las frases hechas y la música vernácula, pero se necesitará más que eso para recuperar el tan sobado paraíso.
Políticamente, el huracán fortalecerá algunos liderazgos, pero también se pondrán en duda algunas actitudes y desempeños. Surgirán, sin pudor ni disimulo, el oportunismo y el populismo: muchos verán en los efectos del huracán la excelente oportunidad para posicionarse en la antesala electoral. Ganancia y pérdida política veremos en los futuros tiempos.
El huracán Dean nos ha dejado una dura experiencia y varias lecciones que hay que saber leer. No será nada interesante dejarlo exclusivamente en las efemérides y el anecdotario, si no apreciamos su faceta edificante.
También me parece injusto dejar de escribir sobre Mr. Dean y no mencionar y dejar testimonio de reconocimiento a ciertas instituciones y personas que en algo contribuyeron para salvarnos la vida, proteger nuestro patrimonio o que se aplicaron en tratar de que todo volviera a una normalidad cotidiana. A nuestro Sistema Estatal de Protección Civil, a los trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad, al Ejército y a la Marina, a los trabajadores de limpieza del Ayuntamiento de Othón P. Blanco, a Juan Pablo y Aurora, y a todos mis vecinos y amigos que se preocuparon por nosotros. Gracias.
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