En ese entonces se realizaban tan fieros combates y toma de ciudades que echaban por tierra el decreto oficial que dos años antes el gobernador yucateco, Santiago Méndez, había hecho del supuesto fin de la Guerra de Castas. En 1857, los mayas habían tomado Peto y Tekax y destruido la sureña Chichanhá. En 1858, los mayas insurrectos inician la construcción de la iglesia Balam Nah de la antigua Noh Cah Santa Cruz (hoy Felipe Carrillo Puerto): la cruz hablaba con vigor y sus órdenes guerreras se cumplían eficazmente.
Nelson Reed describe que el 20 de febrero de 1858, al amparo de las sombras de la noche, 1,500 mayas al mando de Venancio Puc atacaron Bacalar. En menos de media hora los rebeldes rompieron la resistencia de los 300 soldados de la guarnición: pocos se salvaron; los que lo hicieron llegaron al Río Hondo y, entregando sus armas a los soldados ingleses, pidieron la protección de la Corona británica. En Bacalar, días después, y ante la azorada mirada de tres oficiales ingleses del Regimiento de las Indias Occidentales, que pretendían rescatar con 4 mil pesos a los sobrevivientes, Venancio Puc ordenaba la ejecución de decenas de mestizos y blancos que no alcanzaron a salir del poblado antes del ataque. La ley de “ojo por ojo y diente por diente” se cumplía con precisión.
Lo que no vieron aquellos ingleses, ni sobreviviente alguno, es que, sigilosamente, con sumo cuidado y respeto, los mayas se llevaron de Bacalar algo de gran valor para ellos, algo tan importante que les ayudaría a que la vida siguiera y el futuro estuviese asegurado. Se llevaron como botín de guerra algo que nadie de Bacalar recuerda, pero que los mayas tienen muy presente cada mañana y cada 24 de junio.
Me regreso en la memoria. En los inicios de la década de los ochenta del siglo pasado, en la etapa formativa, se nos pidió leer la obra de Miguel Alberto Bartolomé y Alicia Barabas: “La resistencia maya”. Al margen de las diversas polémicas que suscitó la lectura del texto, especialmente porque se sentía el forzamiento de la realidad a los conceptos, había un capítulo titulado “Los herederos de los itzaes”, donde se hablaba de la demografía de los poblados mayas que tributaban religiosamente a los santuarios de Xcacal Guardia, Chan Cah Velacruz y Chunpóm.
En esa parte del libro, los antropólogos argentinos detallaban que en 1970 eran 2,807 los mayas que, de diversos pueblos, dependían de Xcacal; 1,401 dependían religiosamente de Chan Cah y 638 tributaban a Chunpóm. Todos ellos, de una forma u otra, se organizaban bajo el sistema de “guardias” para proteger y venerar a la Santísima cruz. Sin embargo, mencionaban -con algunas imprecisiones que conocí después-, que existían otros pueblos macehuales que se organizaban en torno al culto de Juan de la Cruz, que carecían del sistema de “guardias”, pero que este estaba reemplazado por un sistema de procesiones.
Llamó mucho la atención el dato puesto que, hasta donde conocí después, los santuarios mayas no tenían un sistema de procesiones como sucedía en santuarios de otros lugares como Chalma, en el Estado de México o la Villa de Guadalupe, en el DF. Salvo una salida anual que realizaban algunos mayas a Xoken, Yucatán, o una peregrinación que hacían de Xcacal a Tulum, nada más había.
Bartolomé y Barabas tenían cierta razón, pero no del todo. Ellos mencionaban que la cabecera del culto estaba en el poblado de Kopchén, que allí se guardaba la imagen de Juan de la Cruz y que portaba una cruz en la mano. Que la cruz se le quitaba a la imagen y con ella se realizaba una procesión por varios poblados cercanos entre el 22 de abril hasta el 28 de mayo.
Juan de la Cruz es un personaje que existió. Fue un líder religioso de los mayas que interpretaba y escribía las cartas de la Santísima cruz durante aquellos años de la guerra. Aún se le recuerda en algunas oraciones de los sacerdotes mayas por ser el autor del testamento. Pero la imagen no era de Juan de la Cruz, ni tenía una cruz, ni recorría en esas fechas los poblados. Hasta aquí la historia y el recuerdo.
En términos demográficos, un asentamiento de entre 50 y 300 habitantes se le llama aldea. El asentamiento en referencia recién ha dejado de ser aldea, pues apenas sobrepasa los 350 pobladores. Lo atraviesa una carretera y está rodeado de monte alto, de selva. La modernidad aparentemente le está ganando a la tradición, pues son pocas las mujeres que portan su hipil y las bicicletas son reemplazadas por motocicletas chinas marca Kazuki. Eso sí, pocos son los que hablaban un castellano fluído; las mujeres menos.
Era el 24 de junio y se realizaba la fiesta principal del santo del pueblo. Los rituales habían comenzado un mes atrás. Inicia, ciertamente con una peregrinación de la Vara -no de aquella cruz que mencionan los antropólogos-, que recorre una decena de poblados donde recibe grandes ofrendas: maíz, gallinas, velas... Con esas ofrendas se realiza la fiesta anual.
La iglesia maya es de planta absidal y techo de palma de guano. Los oficiantes y organizadores de la serie de rituales que componen la fiesta son hombres del poblado y de otros que son cercanos: son los nukuch máako’ob y sus diversas especializaciones. La música maya, el maya pax, suena y suena, acompañando día y noche a la fiesta. Son diversos y complejos los ritos y todo se torna sagrado: la palabra, los alimentos, la corrida de toros, la danza..., el tiempo. Todo termina con el gran lòoh, la convocatoria a la lluvia para que el maíz crezca sano y en abundancia. Todos los santos son llamados para que así sea, a los yúuntzilo’ob, a la Santísima y al santo patrón se lo piden el sacerdote maya y el hmen.
Al entrar descalzo a aquel espacio sagrado, se entra a otro mundo. El olor a copal quemado, el tan-tan del tambor y el sonido chillón del violín, las rítmicas plegarias que provienen de la gloria, la devoción de los que caminan arrodillados y la creencia que impregna el ambiente son conmovedores.
De pronto, la mirada se queda fija en una imagen de buen tamaño que preside el altar. Rodeado de cruces y otras pequeñas imágenes antiguas, sobresale una deidad a quien veneran todos los presentes. Es San Juan Bautista. “Es el hermano del que está en Bacalar, de San Joaquín”, me dice un maya que había conocido mientras ayudaba a moler cantidades industriales de plátano y camote que se regalaba en ese momento como dulce a todos los creyentes. “Fue durante la guerra cuando se trajo aquí. Es milagroso y es el que nos ayuda a que la milpa se dé bien”.
El ataque rebelde a Bacalar en aquel febrero de 1858 no sólo tenía como objetivo tomar una posición estratégica y de negociación directa con los ingleses de la antigua Honduras británicas, sino que también era llevarse sigilosamente a la imagen de San Juan Bautista, una pieza tallada en madera de más o menos 1.60 metro de altura, un personaje barbado, con su falda verde tachonada de estrellas, su vara con cintas multicolores y en la siniestra sosteniendo a un cordero. Una pieza del arte colonial que bien pudieron haber elaborado en la segunda mitad del siglo XVIII, o principios del XIX, artesanos españoles o yucatecos.
Una imagen verdaderamente bella y milagrosa que permite mantener la esperanza en el trabajo y la vida de los mayas de la región de Kopchén y que hace 149 años fue tomada por las manos libres que de quienes sostenían en la otra un machete de tres libras que se “ataba con una correa al antebrazo, para que, aún empapado con la sangre de sus víctimas, el arma no resbalara de su mano”.
Nelson Reed describe que el 20 de febrero de 1858, al amparo de las sombras de la noche, 1,500 mayas al mando de Venancio Puc atacaron Bacalar. En menos de media hora los rebeldes rompieron la resistencia de los 300 soldados de la guarnición: pocos se salvaron; los que lo hicieron llegaron al Río Hondo y, entregando sus armas a los soldados ingleses, pidieron la protección de la Corona británica. En Bacalar, días después, y ante la azorada mirada de tres oficiales ingleses del Regimiento de las Indias Occidentales, que pretendían rescatar con 4 mil pesos a los sobrevivientes, Venancio Puc ordenaba la ejecución de decenas de mestizos y blancos que no alcanzaron a salir del poblado antes del ataque. La ley de “ojo por ojo y diente por diente” se cumplía con precisión.
Lo que no vieron aquellos ingleses, ni sobreviviente alguno, es que, sigilosamente, con sumo cuidado y respeto, los mayas se llevaron de Bacalar algo de gran valor para ellos, algo tan importante que les ayudaría a que la vida siguiera y el futuro estuviese asegurado. Se llevaron como botín de guerra algo que nadie de Bacalar recuerda, pero que los mayas tienen muy presente cada mañana y cada 24 de junio.
Me regreso en la memoria. En los inicios de la década de los ochenta del siglo pasado, en la etapa formativa, se nos pidió leer la obra de Miguel Alberto Bartolomé y Alicia Barabas: “La resistencia maya”. Al margen de las diversas polémicas que suscitó la lectura del texto, especialmente porque se sentía el forzamiento de la realidad a los conceptos, había un capítulo titulado “Los herederos de los itzaes”, donde se hablaba de la demografía de los poblados mayas que tributaban religiosamente a los santuarios de Xcacal Guardia, Chan Cah Velacruz y Chunpóm.
En esa parte del libro, los antropólogos argentinos detallaban que en 1970 eran 2,807 los mayas que, de diversos pueblos, dependían de Xcacal; 1,401 dependían religiosamente de Chan Cah y 638 tributaban a Chunpóm. Todos ellos, de una forma u otra, se organizaban bajo el sistema de “guardias” para proteger y venerar a la Santísima cruz. Sin embargo, mencionaban -con algunas imprecisiones que conocí después-, que existían otros pueblos macehuales que se organizaban en torno al culto de Juan de la Cruz, que carecían del sistema de “guardias”, pero que este estaba reemplazado por un sistema de procesiones.
Llamó mucho la atención el dato puesto que, hasta donde conocí después, los santuarios mayas no tenían un sistema de procesiones como sucedía en santuarios de otros lugares como Chalma, en el Estado de México o la Villa de Guadalupe, en el DF. Salvo una salida anual que realizaban algunos mayas a Xoken, Yucatán, o una peregrinación que hacían de Xcacal a Tulum, nada más había.
Bartolomé y Barabas tenían cierta razón, pero no del todo. Ellos mencionaban que la cabecera del culto estaba en el poblado de Kopchén, que allí se guardaba la imagen de Juan de la Cruz y que portaba una cruz en la mano. Que la cruz se le quitaba a la imagen y con ella se realizaba una procesión por varios poblados cercanos entre el 22 de abril hasta el 28 de mayo.
Juan de la Cruz es un personaje que existió. Fue un líder religioso de los mayas que interpretaba y escribía las cartas de la Santísima cruz durante aquellos años de la guerra. Aún se le recuerda en algunas oraciones de los sacerdotes mayas por ser el autor del testamento. Pero la imagen no era de Juan de la Cruz, ni tenía una cruz, ni recorría en esas fechas los poblados. Hasta aquí la historia y el recuerdo.
En términos demográficos, un asentamiento de entre 50 y 300 habitantes se le llama aldea. El asentamiento en referencia recién ha dejado de ser aldea, pues apenas sobrepasa los 350 pobladores. Lo atraviesa una carretera y está rodeado de monte alto, de selva. La modernidad aparentemente le está ganando a la tradición, pues son pocas las mujeres que portan su hipil y las bicicletas son reemplazadas por motocicletas chinas marca Kazuki. Eso sí, pocos son los que hablaban un castellano fluído; las mujeres menos.
Era el 24 de junio y se realizaba la fiesta principal del santo del pueblo. Los rituales habían comenzado un mes atrás. Inicia, ciertamente con una peregrinación de la Vara -no de aquella cruz que mencionan los antropólogos-, que recorre una decena de poblados donde recibe grandes ofrendas: maíz, gallinas, velas... Con esas ofrendas se realiza la fiesta anual.
La iglesia maya es de planta absidal y techo de palma de guano. Los oficiantes y organizadores de la serie de rituales que componen la fiesta son hombres del poblado y de otros que son cercanos: son los nukuch máako’ob y sus diversas especializaciones. La música maya, el maya pax, suena y suena, acompañando día y noche a la fiesta. Son diversos y complejos los ritos y todo se torna sagrado: la palabra, los alimentos, la corrida de toros, la danza..., el tiempo. Todo termina con el gran lòoh, la convocatoria a la lluvia para que el maíz crezca sano y en abundancia. Todos los santos son llamados para que así sea, a los yúuntzilo’ob, a la Santísima y al santo patrón se lo piden el sacerdote maya y el hmen.
Al entrar descalzo a aquel espacio sagrado, se entra a otro mundo. El olor a copal quemado, el tan-tan del tambor y el sonido chillón del violín, las rítmicas plegarias que provienen de la gloria, la devoción de los que caminan arrodillados y la creencia que impregna el ambiente son conmovedores.
De pronto, la mirada se queda fija en una imagen de buen tamaño que preside el altar. Rodeado de cruces y otras pequeñas imágenes antiguas, sobresale una deidad a quien veneran todos los presentes. Es San Juan Bautista. “Es el hermano del que está en Bacalar, de San Joaquín”, me dice un maya que había conocido mientras ayudaba a moler cantidades industriales de plátano y camote que se regalaba en ese momento como dulce a todos los creyentes. “Fue durante la guerra cuando se trajo aquí. Es milagroso y es el que nos ayuda a que la milpa se dé bien”.
El ataque rebelde a Bacalar en aquel febrero de 1858 no sólo tenía como objetivo tomar una posición estratégica y de negociación directa con los ingleses de la antigua Honduras británicas, sino que también era llevarse sigilosamente a la imagen de San Juan Bautista, una pieza tallada en madera de más o menos 1.60 metro de altura, un personaje barbado, con su falda verde tachonada de estrellas, su vara con cintas multicolores y en la siniestra sosteniendo a un cordero. Una pieza del arte colonial que bien pudieron haber elaborado en la segunda mitad del siglo XVIII, o principios del XIX, artesanos españoles o yucatecos.
Una imagen verdaderamente bella y milagrosa que permite mantener la esperanza en el trabajo y la vida de los mayas de la región de Kopchén y que hace 149 años fue tomada por las manos libres que de quienes sostenían en la otra un machete de tres libras que se “ataba con una correa al antebrazo, para que, aún empapado con la sangre de sus víctimas, el arma no resbalara de su mano”.
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