Mientras la escuchaba, estaba seguro de dos cosas. Que ella es una experta de la que mucho se dirá más adelante y que Mictlantecuhtli nunca se fue.
Hace una semana se presentó Ximena Chávez en el auditorio de la Universidad de Quintana Roo. La arqueóloga, de escasos treinta años, hablaba con seguridad y suficiencia sobre la muerte en los rituales del Templo Mayor de Tenochtitlan. El tema parecía muy específico, pero fue sorprendente cómo la académica engarzó argumentos arqueológicos, de la antropología física, de la etnología, de la historia y de la etnografía para describir y explicar creencias y rituales en torno a ese acontecimiento irrecusable entre los mexicas.
Invitada por el Centro INAH Quintana Roo, la ganadora del Premio Alfonso Caso por la mejor tesis de licenciatura en arqueología en el 2002, expuso aspectos novedosos sobre los sacrificios humanos y los tratamientos mortuorios en Tenochtitlan. Explicó los elementos y la colocación de ofrendas en el templo a Huitzilopochtli. Sin miramientos detalló las técnicas de los sacrificios por extracción de corazón. Con la frialdad de un diseccionador mostró las formas utilizadas en el sacrificio por decapitación para obtener cráneos trofeo, cráneos para el tzompantli y la factura de los cráneos máscara.
El Templo Mayor ubicado en el centro de la Ciudad de México fue el observatorio y el laboratorio que permitió ver a la investigadora un mundo sagrado que dio luz a pesar de la destrucción y el saqueo que realizaron los españoles en las tumbas de los templos para encontrar oro y joyas.
Toda la exposición fue una plétora de datos extraídos de códices como el Borgia o el Tudela, de referencias a aportes de Alfredo López Austin y de Eduardo Matos y, lo que más me sorprendió personalmente, fue el manejo de los teóricos como Arnold van Gennep, Víctor Turner o Louis Vincent Thomas. Demostró que “el comportamiento ceremonial no entra en el campo de las supersticiones, sino que es una llave a una lógica universal de la vida social”, como me comentó. No fue una exposición convencional de vestigios arqueológicos, ni tampoco un exclusivo análisis osteológico.
La maestra en antropología física, realizó también una revisión etnológica de la relación que existía en la cultura mexica entre los huesos y las semillas, del funeral como rito de paso y de las formas diferentes de morir, de los rituales funerarios y su correspondencia en la posición social, de algunos rituales subsecuentes como las reliquias de las lágrimas y de los huesos, de los muertos que se cremaban y de la relación de los hombres con los dioses de la muerte.
Ante un público que se dividía entre el pendiente por el huracán “Félix” que se aproximaba y la atención a la detallada exposición, la egresada de la ENAH mostró esa tarde que los rituales y las creencias funerarios resumen, como en toda sociedad, la preocupación por la desaparición, por la muerte del hombre. Ese destino definitivo se envuelve en un complicado entramado de rituales para disponer del cadáver, de socializar la partida o de ayudar al finado a incorporarse a alguno de los mundos de los muertos, como lo señala Vincent Thomas.
También fue evidente en la conferencia la presencia teórica de la llamada arqueología de la muerte, específicamente en el manejo del concepto diferenciación social. En este aspecto, la interpretación permite suponer que la persona social se reconoce en los rituales funerarios, de tal forma que se puede inferir estatus y ocupación a partir de su sepultura. Situación que es vigente para aquellos rituales, como los que se presentan en los cementerios actuales.
En algún momento de la presentación, cuando se hablaba de cómo en el pensamiento prehispánico la muerte tenía una función social amplia, holística, desde el calendario, la siembra, el nacimiento, los mitos, la poesía, la arquitectura y las demás expresiones plásticas, fue cuando ligué, amarré, lo que ya Matos ha dicho: que aquellos cultos tenían que ver más con la vida que con la muerte. Cuando se hablaba de las reliquias de los huesos como semejante a las semillas de los frutos o de las gramíneas, me preguntaba qué tanto queda de aquella creencia en la mentalidad campesina de hoy. Porque para nuestros viejos mexicanos, los huesos de los muertos eran como la simiente, el semen, el hueso que coagula y da vida.
Es obvio que la concepción cristiana de la muerte es diferente a aquella concepción indígena en la geografía de lo sagrado. Entre los nativos de América existía un dios creador y un dios de la muerte, Quetzalcóatl y Mictlantecuhtli es un ejemplo; entre los cristianos se menciona solamente al creador. En una se pueden ir al infierno o al cielo de una manera resucitada y en la otra partían al inframundo, sin una idea clara de la resucitación. Ambas, sin embargo coinciden en que existe una muerte biológica, una muerte social y una muerte simbólica. La primera, se asemeja a la muerte física de todo ser animal o vegetal; la segunda, a la que se da por exclusión: por la vejez o la jubilación y la última es aquella que está determinada por el cuerpo de mitos y creencias de una sociedad.
En este ámbito de la muerte simbólica es donde aún existen arrebatos y manifestaciones de la convivencia forzada y obligada de dos visiones de la muerte. En la visión de los antiguos mexicanos parece darse una relación más amorosa, de entendimiento de la dicotomía con la vida. En la visión europea se presenta la reacción de huida y que se resume en la frase de Bossuet: “los mortales se preocupan tanto de sepultar los pensamientos de la muerte, como de enterrar a los muertos mismos”.
Los mexicanos andamos cargando en nuestras espaldas con esas dos visiones de lo que sucede después de la muerte. La adoramos y queremos ver de vez en cuando a nuestros familiares idos invitándolos a comer; pero, al mismo tiempo, queremos mantener alejada a la reina del espanto.
Por eso es entendible que, en esa ambigüedad religiosa, surjan con gran fuerza y aceptación movimientos efervescentes como el de la Santísima Muerte, una mezcla de fanatismo, de religiosidad popular y de reminiscencias que vienen de lejos en el ser mexicano. La llamada “Blanca Mujer” parece tener parentesco con la sangrienta deidad que llamaban Mictlantecuhtli.
Cualquiera que sea la visón de la muerte que predomine en nosotros, es claro que, como lo señala Louis Vincent Thomas, luego de muertos lo que nos preocupa es sobrevivir en la memoria de los que aún quedan con vida, y en todo caso mantenernos parcialmente en el patrimonio genético que legamos a nuestra descendencia. Y es mejor tomarlo de esa manera, o bien aceptar lo que Jorge Luis Borges nos dice de ella: “La vida es corta y aunque las horas son tan largas, una oscura maravilla nos acecha, la muerte, ese otro mar, esa otra flecha que nos libra del sol y de la luna y del amor”.
Hace una semana se presentó Ximena Chávez en el auditorio de la Universidad de Quintana Roo. La arqueóloga, de escasos treinta años, hablaba con seguridad y suficiencia sobre la muerte en los rituales del Templo Mayor de Tenochtitlan. El tema parecía muy específico, pero fue sorprendente cómo la académica engarzó argumentos arqueológicos, de la antropología física, de la etnología, de la historia y de la etnografía para describir y explicar creencias y rituales en torno a ese acontecimiento irrecusable entre los mexicas.
Invitada por el Centro INAH Quintana Roo, la ganadora del Premio Alfonso Caso por la mejor tesis de licenciatura en arqueología en el 2002, expuso aspectos novedosos sobre los sacrificios humanos y los tratamientos mortuorios en Tenochtitlan. Explicó los elementos y la colocación de ofrendas en el templo a Huitzilopochtli. Sin miramientos detalló las técnicas de los sacrificios por extracción de corazón. Con la frialdad de un diseccionador mostró las formas utilizadas en el sacrificio por decapitación para obtener cráneos trofeo, cráneos para el tzompantli y la factura de los cráneos máscara.
El Templo Mayor ubicado en el centro de la Ciudad de México fue el observatorio y el laboratorio que permitió ver a la investigadora un mundo sagrado que dio luz a pesar de la destrucción y el saqueo que realizaron los españoles en las tumbas de los templos para encontrar oro y joyas.
Toda la exposición fue una plétora de datos extraídos de códices como el Borgia o el Tudela, de referencias a aportes de Alfredo López Austin y de Eduardo Matos y, lo que más me sorprendió personalmente, fue el manejo de los teóricos como Arnold van Gennep, Víctor Turner o Louis Vincent Thomas. Demostró que “el comportamiento ceremonial no entra en el campo de las supersticiones, sino que es una llave a una lógica universal de la vida social”, como me comentó. No fue una exposición convencional de vestigios arqueológicos, ni tampoco un exclusivo análisis osteológico.
La maestra en antropología física, realizó también una revisión etnológica de la relación que existía en la cultura mexica entre los huesos y las semillas, del funeral como rito de paso y de las formas diferentes de morir, de los rituales funerarios y su correspondencia en la posición social, de algunos rituales subsecuentes como las reliquias de las lágrimas y de los huesos, de los muertos que se cremaban y de la relación de los hombres con los dioses de la muerte.
Ante un público que se dividía entre el pendiente por el huracán “Félix” que se aproximaba y la atención a la detallada exposición, la egresada de la ENAH mostró esa tarde que los rituales y las creencias funerarios resumen, como en toda sociedad, la preocupación por la desaparición, por la muerte del hombre. Ese destino definitivo se envuelve en un complicado entramado de rituales para disponer del cadáver, de socializar la partida o de ayudar al finado a incorporarse a alguno de los mundos de los muertos, como lo señala Vincent Thomas.
También fue evidente en la conferencia la presencia teórica de la llamada arqueología de la muerte, específicamente en el manejo del concepto diferenciación social. En este aspecto, la interpretación permite suponer que la persona social se reconoce en los rituales funerarios, de tal forma que se puede inferir estatus y ocupación a partir de su sepultura. Situación que es vigente para aquellos rituales, como los que se presentan en los cementerios actuales.
En algún momento de la presentación, cuando se hablaba de cómo en el pensamiento prehispánico la muerte tenía una función social amplia, holística, desde el calendario, la siembra, el nacimiento, los mitos, la poesía, la arquitectura y las demás expresiones plásticas, fue cuando ligué, amarré, lo que ya Matos ha dicho: que aquellos cultos tenían que ver más con la vida que con la muerte. Cuando se hablaba de las reliquias de los huesos como semejante a las semillas de los frutos o de las gramíneas, me preguntaba qué tanto queda de aquella creencia en la mentalidad campesina de hoy. Porque para nuestros viejos mexicanos, los huesos de los muertos eran como la simiente, el semen, el hueso que coagula y da vida.
Es obvio que la concepción cristiana de la muerte es diferente a aquella concepción indígena en la geografía de lo sagrado. Entre los nativos de América existía un dios creador y un dios de la muerte, Quetzalcóatl y Mictlantecuhtli es un ejemplo; entre los cristianos se menciona solamente al creador. En una se pueden ir al infierno o al cielo de una manera resucitada y en la otra partían al inframundo, sin una idea clara de la resucitación. Ambas, sin embargo coinciden en que existe una muerte biológica, una muerte social y una muerte simbólica. La primera, se asemeja a la muerte física de todo ser animal o vegetal; la segunda, a la que se da por exclusión: por la vejez o la jubilación y la última es aquella que está determinada por el cuerpo de mitos y creencias de una sociedad.
En este ámbito de la muerte simbólica es donde aún existen arrebatos y manifestaciones de la convivencia forzada y obligada de dos visiones de la muerte. En la visión de los antiguos mexicanos parece darse una relación más amorosa, de entendimiento de la dicotomía con la vida. En la visión europea se presenta la reacción de huida y que se resume en la frase de Bossuet: “los mortales se preocupan tanto de sepultar los pensamientos de la muerte, como de enterrar a los muertos mismos”.
Los mexicanos andamos cargando en nuestras espaldas con esas dos visiones de lo que sucede después de la muerte. La adoramos y queremos ver de vez en cuando a nuestros familiares idos invitándolos a comer; pero, al mismo tiempo, queremos mantener alejada a la reina del espanto.
Por eso es entendible que, en esa ambigüedad religiosa, surjan con gran fuerza y aceptación movimientos efervescentes como el de la Santísima Muerte, una mezcla de fanatismo, de religiosidad popular y de reminiscencias que vienen de lejos en el ser mexicano. La llamada “Blanca Mujer” parece tener parentesco con la sangrienta deidad que llamaban Mictlantecuhtli.
Cualquiera que sea la visón de la muerte que predomine en nosotros, es claro que, como lo señala Louis Vincent Thomas, luego de muertos lo que nos preocupa es sobrevivir en la memoria de los que aún quedan con vida, y en todo caso mantenernos parcialmente en el patrimonio genético que legamos a nuestra descendencia. Y es mejor tomarlo de esa manera, o bien aceptar lo que Jorge Luis Borges nos dice de ella: “La vida es corta y aunque las horas son tan largas, una oscura maravilla nos acecha, la muerte, ese otro mar, esa otra flecha que nos libra del sol y de la luna y del amor”.
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